dimecres, 6 de març del 2013

Patria y democracia: las razones del fascismo

Augusto Klappenbach
Filósofo
El general de división en la reserva Juan Antonio Chicharro proclamó en un discurso pronunciado en el club de la Gran Peña la siguiente soflama: “El patriotismo es un sentimiento y la Constitución no es más que una ley”. El general tiene razón. Es evidente que el patriotismo es de naturaleza emotiva y que la Constitución, por el contrario, se limita a formular un marco jurídico que establece los principios a los que debe ajustarse la legislación vigente. Lo perverso de su proclama consiste en la conclusión que saca de esa verdad: “La patria es anterior y más importante que la democracia”. Es decir, si lo entiendo bien, que un sentimiento se permite situarse por encima de la ley. Si extrapolamos las consecuencias de esta afirmación, habría que suponer que sentimientos tales como la ira o la pasión erótica gozan de mayor dignidad que las leyes que los regulan. Una idea que cuenta con antecedentes históricos, como la famosa frase de Cánovas del Castillo. “con la patria se está, con razón o sin ella”.
Esta exaltación de los sentimientos constituye la raíz ideológica del fascismo. La mentalidad fascista se basa en la exaltación emotiva de conceptos como la patria, el honor, el pueblo, la religión etc., exaltación que se traslada a la persona del líder, indispensable para coronar su doctrina. Frente a estos valores absolutos, las leyes cumplen un papel subsidiario en la medida en que encarnan acuerdos racionales y por lo tanto carentes de esa supuesta grandeza de que gozan sus ideas fundacionales. Los supuestos de la ideología fascista prefieren siempre valores irracionales, emociones ciegas que permiten un manejo discrecional de la conducta, sin otros límites que aquellos que imponga un líder que no está sujeto a los fastidiosos límites de la ley.
Esas emociones del fascismo siempre tienen un carácter abstracto. La idea fascista de patriotismo, por ejemplo, no se refiere a los legítimos sentimientos que provoca nuestra vinculación al lugar en que hemos nacido, al recuerdo de nuestra infancia, a los familiares y amigos que viven en ella, sino que constituye una idea hipostasiada, una realidad que cobra vida propia y que es capaz de exigir el sacrificio de las personas reales que la habitan. Lo mismo sucede con conceptos como el de pueblo, que ha sido despojado de su carácter concreto, de las diferencias que incluye y de la variedad de quienes lo integran, para convertirse en una masa indiferenciada a la que se atribuye una “unidad de destino” fabricada a medida de los intereses del líder que encarna su doctrina.
Por eso el fascismo abomina de la universalidad y de la racionalidad para refugiarse en un concepto de patria construido a la medida de aquello que puede abarcar su voluntad de dominio. El racismo, el machismo, la xenofobia no son accidentes sino elementos constitutivos de la ideología fascista. Pertenece a su esencia el desprecio de la razón, única “facultad de lo universal” de que gozamos los humanos y única garantía de que somos capaces de respetar nuestras diferencias sin someterlas a una violenta nivelación. Cuando los viejos griegos inventaron el logos descubrieron un instrumento mediante el cual los hombres eran capaces de compartir un terreno común más allá de sus diferencias empíricas o emotivas. La primacía de la ley constituye la única garantía de que seres humanos muy diversos puedan convivir en paz, en la medida en que renuncian a convertir sus propios sentimientos en criterios universales.
Al general Chicharro se le podrán atribuir muchos defectos menos el de incoherencia. Su discurso refleja fielmente los dogmas de la doctrina fascista: la unidad de España, tal como ellos la entienden, está por encima de todos los españoles de carne y hueso. Y, por supuesto, de sus leyes.