dimarts, 7 de maig del 2013

Políticos ingenuos y políticos corruptos

Pablo Iglesias

Entre los argumentos más repetidos por parte de los partidos políticos, a propósito de la corrupción, destaca uno que comparten casi todos: la corrupción en la política es equivalente a la de cualquier profesión; puede haber algunas manzanas podridas, como en todas partes, pero la gran mayoría de los políticos son gente honrada. El otro día volví a escuchar este argumento en un debate en el exclusivo Club Siglo XXI en el que tuve el gusto de participar. Lo planteo Borja Sémper, joven dirigente del PP vasco (al que hay que elogiar la valentía de haber dicho que el futuro de Euskadi habría que construirlo con Bildu). Pero cuál no sería mi decepción cuando Beatriz Talegón, que también estaba en la mesa, dijo que estaba de acuerdo. A un dirigente político se le puede perdonar cualquier cosa, incluso la hipocresía y el cinismo (a veces imprescindibles como nos enseñaba Maquiavelo), pero nunca la ingenuidad.
Comparar la corrupción política con la falta de honestidad individual en el ejercicio de una profesión resulta tan falaz como comparar el presupuesto de una familia que no llega a fin de mes con la hacienda pública, para justificar los recortes. Una familia no puede perseguir el fraude fiscal, ni emitir bonos de deuda, ni aumentar la progresividad del sistema impositivo. Y del mismo modo, la corrupción no tiene que ver tanto con la ética individual como con las reglas de funcionamiento de la política. Despolitizar el problema de la corrupción es como sugerir que el fascismo es una patología mental antes que un fenómeno social y político.
Desde que los autores italianos Rizzo y Stella popularizaron el término casta para referirse a las élites políticas, sabemos que nuestro modelo de gobernanza se ha organizado al servicio de las élites económicas. La casta es tal porque no representa los intereses de la mayoría (ni tan si quiera de sus votantes) sino los intereses económicos de una minoría de privilegiados que paga sus servicios mediante maletines (en los niveles municipales), sobres (como sobresueldos a dirigentes) o nombramientos en consejos de administración cuando se trata de los niveles más altos de la casta. La corrupción, por tanto, es un fenómeno determinante a la hora de conocer las condiciones de funcionamiento reales de los regímenes políticos.
La impunidad y la falta de voluntad para perseguir a los corruptos en España ha sido denunciada incluso por los que están llamados a hacer cumplir la ley. José María Benito, portavoz del Sindicato Unificado de Policía declaraba que la policía recibe presiones constantes para no investigar casos de corrupción y magistrados como Joaquim Bosch denuncian que las administraciones competentes niegan a los juzgados los medios necesarios para perseguir la corrupción, al tiempo que una élite de abogados de lujo prospera especializándose en dilatar procesos apoyados por una legislación que favorece la prescripción.
Comparen cómo se persigue y multa a la gente que protesta con el trato que recibe la casta y pregúntense si la corrupción es un delito cualquiera o, por el contrario, está inserto hasta el tuétano de las instituciones de nuestro sistema político. Desde luego mis queridos Sémper y Talegón no han entendido muy bien lo que son las bases materiales del poder y el problema de la ingenuidad en política es que, desde la honorabilidad individual, se puede terminar formando parte de la casta corrupta.