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dimarts, 30 de gener del 2018

ELS ACUDITS GRÀFICS DEL DIA

De Idígoras y Pachi a el Mundo. 

De Faro a Diari de Tarragona. 

De Ferreres al Periódico de Catalunya. 

De Manel Fontdevila a eldiario.es. 



dimecres, 27 d’abril del 2016

La herida narcisista de Iglesias

EDITORIAL EL MUNDO 22-04-2016




En su desmedido ataque a Álvaro Carvajal, periodista de EL MUNDO, desde una tribuna de la Universidad Complutense, Pablo Iglesias hizo ayer una referencia a «la relación psicoanalítica» de Podemos con los medios de comunicación. Su intervención es una prueba de ello porque sus palabras afloraron todo lo peor que lleva dentro, sacaron el resentimiento interior que le hace reaccionar cuando alguien hiere el narcisismo que impregna su personalidad. Los psicoanalistas llaman a este fenómeno "el retorno de lo reprimido". Por ello, Iglesias se mostró durante un breve intervalo como verdaderamente es y no como suele aparentar.
Podríamos dejar pasar este asunto si la conducta de Pablo Iglesias, un líder que aspira a gobernar y que representa a cinco millones de votantes, fuera una simple salida de tono. Pero hay en el trasfondo de sus palabras una agresión a la libertad de expresión -con muy pocos precedentes en la historia reciente de este país- que no puede ser ignorada.
Iglesias acusó a Álvaro Carvajal, un profesional que goza del respeto de todos sus compañeros, dentro y fuera de este periódico, de amañar sus informaciones para dañar a Podemos y ganar puntos delante de sus jefes. Una afirmación mendaz y calumniosa que debería retirar hoy mismo si no es capaz de probarla.
Como una periodista se atrevió a afearle sus juicios de valor, Iglesias afirmó que sus palabras estaban plenamente justificadas "en un contexto académico", como si la validación de un enunciado dependiera del lugar o el momento en el que se formula. Lo que dijo ayer Iglesias es sencillamente falso. No deja de ser una paradoja que Iglesias ahora invoque la Universidad como un recinto sagrado en el que se tiene que respetar la libertad de opinión, cuando él participó como profesor en un escrache a Rosa Díez en el mismo escenario hace algunos años.
Lo que el discurso de Iglesias refleja es una intolerancia patológica a la libertad de expresión y una incomprensión del papel de los medios en una sociedad democrática. Los políticos no están para enjuiciar a los periódicos ni para denigrar a los periodistas. Cuando actúan como Iglesias, están cuestionando el derecho a la información que constituye el pilar básico de la participación política.
Como decíamos, el inconsciente le traicionó cuando aseguró que nunca vería un titular que dijese algo así: «Vamos a hacer que España se masturbe con nosotros». Y lo hizo porque esa frase pone en evidencia -aunque sea en clave irónica- que lo que desea Iglesias es el halago desmedido de los medios y que no entiende la crítica porque posee una desmesurada autoestima.
Iglesias es un dirigente político con talento y con carisma, pero su vertiginosa ascensión le ha hecho perder el sentido de los límites. No hay más que recordar las descalificaciones e insultos que repartió en la primera votación de investidura de Pedro Sánchez cuando faltó al respeto a sus adversarios políticos en un ejercicio de prepotencia.
El líder de Podemos debería ser más autocrítico consigo mismo y más benévolo con los demás porque ni él, ni nadie, en este mundo es perfecto. Lo que no es de recibo es que vaya dando clases de ética cuando es incapaz de ocultar su afán desmedido de poder o que se envanezca de sus pretendidas aptitudes intelectuales.
Iglesias subrayó que estaba seguro de que los medios silenciaríamos hoy los prolongados aplausos con los que fueron acogidas sus palabras en la Complutense. Al contrario, los resaltamos porque demuestran que existe un sector en la sociedad española que no distingue el bien y el mal, lo que explica mucho de lo que está pasando en este país, en el que lo nuevo está reproduciendo las peores conductas de lo viejo.
Nuestro periódico ha sufrido frecuentes ataques de dirigentes políticos de todas las ideologías por su determinación en denunciar los abusos de poder. Nada nos hará cejar en ese empeño.

dissabte, 21 de novembre del 2015

Patriotas en busca de un poco de martirio

ENRIC GONZÁLEZ 

El Parlament de Cataluña se ha declarado ajeno a la Constitución. No ha proclamado la independencia catalana, sino su intención de acceder a ella en poco tiempo y constituir una república. El llamado procés entra en la fase de desconexión de las instituciones españolas, una fase escasamente definida pero muy congruente con el tono eufemístico que privilegia el movimiento independentista: el término desconexión sugiere una acción sencilla, técnica e inocua, es decir, justo lo contrario de lo que supondría una ruptura real. «Han desconectado de la legalidad y han desconectado de la realidad», dijo el primer secretario de los socialistas catalanes, Miquel Iceta. 
La declaración de soberanía fue aprobada por 72 votos a favor (Junts pel Sí y 
Candidatura d’Unitat Popular) y 63 en contra (el resto de los grupos parlamentarios). Con ese resultado, que no habría bastado legalmente para rectificar una simple coma del actual Estatuto de Autonomía, la Cámara inició una legislatura que se prevé breve y tormentosa. 
Las dos formaciones independentistas han decidido que, para proclamar la independencia, no es necesaria una mayoría de los votos y que les vale con una mayoría de escaños, aunque ésta sea fruto de una ley electoral que privilegia el voto rural frente al urbano. En la práctica, y a juzgar por los resultados del pasado 27 de septiembre, la sociedad catalana está dividida por la mitad: unos dos millones votaron a las candidaturas independentistas, unos dos millones a las candidaturas unionistas. 
Conviene comprender que la sesión de ayer tuvo un altísimo componente teatral. La Candidatura d’Unitat Popular disfrutó escenificando su recién adquirido poder, pese a contar con sólo diez diputados: sin ellos, que desbordan por la izquierda a cualquier otro grupo izquierdista europeo (están contra el capitalismo, contra la Unión Europea (UE), contra el euro, etcétera), el independentismo encalla. Su portavoz, Anna Gabriel, no ahorró gestos despectivos hacia el aún jefe de 
Junts pel Sí, Artur Mas. Desde la bancada de Junts pel Sí no recibió aplauso alguno: el independentismo capitalista también quería marcar distancias respecto a sus compañeros de viaje revolucionarios. 
Se necesitan pero no se quieren. Catalunya Sí que es Pot, la marca catalana de Podemos, hizo una enésima invocación, infructuosa, al referéndum, con la idea de desmarcarse de la izquierda independentista sin colocarse de forma inequívoca entre los unionistas. 
El Partido Popular sacó banderas españolas, para intentar ganar puntos frente a Ciudadanos en su particular pugna por el grado máximo de españolidad. Cosas de campaña electoral. 
En último extremo, todos los parlamentarios catalanes representaron su papel con un ojo puesto en el Tribunal Constitucional, ese que la Cámara dice no reconocer. Se sabía que el Constitucional iba a anular la desconexión en pocos días y que luego podría haber sanciones personales, o suspensión parcial de la autonomía, o algo. Ese algo se espera desde hace tiempo. Y tal vez sea la CUP, honestamente revolucionaria y decidida a aprovechar la ocasión que le ofrecen las circunstancias (en concreto la circunstancia de la fragilidad de Artur Mas), la única formación que no desea secretamente que sobrevenga ese algo. Si entre los unionistas hay ganas de que se frene el procés, en las bancadas independentistas se aceptaría de buena gana un poco de martirio patriótico. Poco, lo justo para salvar la cara. En algún caso, como el de Artur Mas, lo justo como para poder 
afirmar que sus problemas con la Justicia se deben a su condición de héroe (frustrado) de la independencia, y no a su condición de recaudador del 3%. 
Hay mucho de simulación en la crisis catalana. Buena parte de la población vive instalada en la creencia de que la independencia ya se ha conseguido y que faltan solamente algunos trámites formales. 
Salvando las distancias, se trata de una reacción parecida a la de los primeros cristianos cuando comprobaron que no se producían ni la segunda venida de Cristo ni el juicio final: decidieron que el Reino de Dios había llegado ya al mundo. 
Esos independentistas son ajenos a cualquier idea de sacrificio. Consideran que todo será fácil. Artur Mas insistió en ello durante la sesión parlamentaria. Según él, la futura República de Cataluña será un prodigio político, económico, social y cultural, y, además, sus ciudadanos serán los más longevos de Europa. Cosa que ya son, al igual que el resto de los españoles. 
Después de aprobarse la resolución relativa a la desconexión, Mas fue a lo suyo. A implorar a la CUP que le aupara de nuevo a la Presidencia de la Generalitat. Para una legislatura breve, de 18 meses a lo sumo, y con un programa tan izquierdista (subsidios generosos, acogida libre de refugiados, sanidad universal con o sin papeles,fin de los recortes españoles) que suponía una enmienda a la totalidad de la obra de gobierno, si es que puede llamarse así, desarrollada hasta la fecha por el propio Mas. 
Sobre la corrupción no dijo nada. Qué iba a decir. Los diez diputados de la CUP le escucharon con displicencia y no se molestaron en aplaudirle. Su veredicto posterior se resumió en una palabra: «Insuficiente ». 

dijous, 15 d’octubre del 2015

Réquiem por una época

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO 


«Decepción y rabia», así define un miembro del gobierno el sentimiento colectivo del gabinete 
ante la abundante información que podría llevar a Rodrigo Rato a prisión acusado 
de graves delitos de corrupción. 
«De hecho», me comenta una fuente, «si aún no se ha decretado su detención es porque 
no hay riesgo de fuga: sus guardaespaldas son los que le vigilan». 
En Génova, las revelaciones sobre la trama empresarial del ex director gerente del 
FMI se viven como «una pesadilla». Pero, más allá de que las malas prácticas 
de Rato puedan influir en el desgaste electoral del PP de cara al 20-D –cosa de la que están 
seguros todos sus dirigentes–, la caída del ex vicepresidente primero del Gobierno 
representa el fin de la época más brillante del partido refundado por José María Aznar. 
Converso con una persona cercana al ex presidente del Gobierno. «¿Influyeron las 
sospechas de que a Rato podía estallarle algún escándalo para que Aznar no le designara 
como sucesor?», le pregunto. «Yo creo que información concreta no tenía, pero lo que le 
influyó eran los comentarios de sus hombres de confianza en Moncloa, que le repetían 
una y otra vez que Rato tenía el techo de cristal. Aznar apreciaba mucho a Rodrigo y, 
de hecho, fue su principal apoyo para que le nombraran director del FMI, pero es cierto 
que las dudas sobre su relación con el mundo de los negocios fueron el elemento fundamental 
para que, al final, se inclinara por Rajoy», me contesta. 
Seguro que hay algo de verdad en ello (de hecho, en 2001 ya había salido a la luz el crédito 
de 525 millones del HSBC a la empresa familiar Muinmo), pero también hubo otra razón 
de peso. De los tres candidatos a la sucesión, Jaime Mayor, Rajoy y Rato, éste era el que 
más poder tenía, dentro y fuera del partido. El ex ministro de Economía era en esos 
tiempos el hombre más poderoso de España; después de Aznar, claro. 
Sus amigos, Manuel PizarroCésar Alierta Francisco González, estaban al frente 
de tres de los mayores conglomerados económico- financieros del país: Endesa, Telefónica 
y BBVA. 
A Aznar le había salido mal la jugada de colocar a su compañero de clase, Juan Villalonga, 
en Telefónica (que tuvo que dimitir afectado por sospechas de uso de información 
privilegiada). Suya fue también la decisión de colocar a Miguel Blesa, su asesor fiscal, 
en Caja Madrid (cuya gestión se demostró nefasta). 
Ese poder propio, no delegado, fue uno de los elementos que pesaron para que Aznar 
inclinara su dedo hacia Rajoy. Rato, indirectamente, controlaba el PP de Madrid (la organización 
más fuerte del partido), tenía entre sus amigos a algunos de los empresarios 
más influyentes de España y se había apuntado personalmente la recuperación económica 
que se produjo entre 1996 y 2000. De haber llegado a presidente (nadie podía imaginar 
en agosto de 2003 lo que ocurriría el 11-M), Aznar estaba seguro de que hubiera 
ensombrecido su labor como el dirigente que llevó por primera vez al centro derecha 
al poder, y que hizo de su partido la maquinaria política mejor engrasada de España. 
Cuando Aznar y Rato fustigaban al PSOE de González por la corrupción y el crimen 
de Estado nadie hubiera dicho que las cosas iban a acabar de este modo. El PP tendrá 
que renovarse de arriba a abajo para poder volver a enarbolar la bandera de la regeneración. 
En ese sentido, el caso Rato hace mucho más daño al PP que las denuncias de 
Bárcenas. Precisamente, uno de los puntos de inflexión en la intención de voto del PP 
en las encuestas se produce justo después de la salida a la luz del escándalo de las tarjetas 
black de Bankia. 
Mientras que Rajoy intenta recomponer a su partido, después de sucesivas derrotas 
electorales, y a poco más de dos meses de las generales, Aznar, por su parte, trata de 
marcar territorio de cara al Congreso del partido que se celebrará a principios de 
2016. Al margen de la imagen de división interna, por más que apele a sus convicciones, 
a sus sólidos principios, el ex presidente no se puede salvar de la hecatombe, que tiene a 
Rato como símbolo de la decepción. Para colmo, Jorge Dezcallar, al que Aznar nombró 
director del CNI en 2001, ha lanzado sobre él, en su libro Valió la pena, durísimas 
acusaciones. La peor de todas, haber engañado a la opinión pública entre el 11 y el 14 
de marzo de 2004 sobre la autoría del 11-M. 
Uno de los miembros del gabinete en esas fechas me dice: «A mí me dijo por teléfono 
que lo más probable es que el atentado lo hubiera cometido ETA». La deslealtad, dice 
Maquiavelo, es una de las características de las fuerzas mercenarias. 
La falta de reacción ante los sucesivos fracasos electorales, la división interna y el caso 
Rato colocan al PP en la peor situación para afrontar con garantías la cita del 20-D. 

dimecres, 14 d’octubre del 2015

¿Criminalizar el conflicto catalán?

LUIS RODRÍGUEZ RAMOS 

LA FRECUENTE huida hacia el Derecho penal ante cualquier conflicto, en vez de resolverlo con valentía y tino, ha resonado en las voces que reclaman la criminalización del independentismo catalán y de sus promotores. 
¿Tendría algún sentido esta criminalización? Si el problema es político la solución debería moverse 
en ese mismo orden, salvo que los hechos obligasen finalmente a la aplicación de la ley penal por ser inequívocamente indiciarios de responsabilidad criminal, pero no antes pues las leyes penales deben interpretarse de un modo estricto, rigiendo el principio de cierre in dubio libertas. El propósito del presente artículo es fijar esta frontera de lo delictivo, no sin insistir en que cualquier otra solución siempre será preferible pues, como decía el penalista alemán Welzel, el Derecho penal tiene guantes de madera y donde pone su mano acaba agravando el problema en vez de solucionarlo. 
El primer referente para marcar los límites penales es el delito de «Rebelión», tipificado en el número 5º del 
artículo 472 del Código consistente en «Declarar la independencia de una parte del territorio nacional», mediante un alzamiento violento y público, conducta que se castiga con penas de 10 a 25 años, en función del mayor o menor protagonismo de cada sujeto activo, imponiéndose también penas de inhabilitación a las autoridades que no se hayan resistido a esa rebelión, así como a los funcionarios que continúen desempeñando sus cargos o a los que acepten empleo de los rebeldes. 
El segundo hito es el delito de «Sedición» del artículo 544 declarando sediciosos a los que, «sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente, para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las Leyes...», oscilando las penas a imponer entre cuatro y 10 años, y castigando también a las autoridades y funcionarios que realicen la omisión o las acciones descritas para 
la rebelión. Ambos delitos no sólo son punibles consumados o intentados, es decir, producido o iniciado el alzamiento aun cuando se frustrara, sino también por la mera realización de actos preparatorios que constituyan «conspiración», «proposición» o «provocación», figuras que concurrirían respectivamente cuando se produjera un acuerdo entre dos o más personas para alzarse declarando la independencia y resolvieran realmente llevarla a término teniendo capacidad para ello, cuando los igualmente capaces ya hubieran resuelto alzarse con tal fin y se lo propusiera a otro u otros, y cuando se incitara a la rebelión o sedición para independizarse a quienes tienen dicha capacidad para declarar la independencia, mediante la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante que facilite la publicidad. 
Esta delimitación de los posibles protagonistas de tales delitos es muy relevante, pues por muy frecuentes e 
incluso explícitas que puedan resultar las excitaciones a la independencia ante los ciudadanos, estos no son capaces de «declararla» aunque sí de aclamarla, resultando en su caso responsables de estos actos preparatorios de la rebelión o sedición sólo los «declarantes» de la independencia con capacidad para efectuarla, las autoridades y funcionarios a los que se ha hecho referencia en función de su comportamiento con los sediciosos y lo que incitaran a los mencionados «capaces» a que se alzaran para efectuar tal declaración. 
LA CONDUCTA común a la rebelión y la sedición es el «alzamiento», con o sin violencia, en búsqueda de la declaración de independencia de Cataluña, se logre o no se logre, mediante una resolución acordada en el Parlamento que supere la mera manifestación de un deseo, con quebranto de la Constitución y de otras disposiciones legales. Alzarse equivale pues a levantarse, rebelarse o desunirse, dividirse, amotinarse o sublevarse contra el orden constitucional. 
Pero ¿cuándo existirían actos preparatorios o ejecutivos del alzamiento independentista, convirtiéndose la 
conducta en delictiva? Hasta las recientes elecciones sólo se había dicho que serían un plebiscito encubierto de independencia, sin detallar ni el contenido de la posterior proclamación ni mucho menos el camino a seguir hasta llegar a una separación de iure et de facto del Estado español. Y después de los comicios seguirá alejada de una «declaración de independencia» cualquier manifestación manteniendo ese objetivo, si a continuación se propusiera por ejemplo abrir una negociación con el Gobierno español para alcanzarlo, 
modificando la Constitución  convocando un referéndum de independencia. 
Así las cosas, el bon seny del pueblo catalán, que tanto tiene que ver con la kantiana «razón práctica» y con 
la weberiana «ética de la responsabilidad» que se distancia de la «ética de las convicciones» o de los sentimientos, hace presumir que «la sangre no llegará al río», o más bien que no habrá sangre, máxime cuando la experiencia histórica enseña el mal fin que han tenido las anteriores proclamaciones unilaterales de independencia. 
Este bon seny tendría que propiciar la búsqueda de una fórmula de convivencia entre Cataluña y el resto de 
España, por supuesto superadora del periódico bombardeo de Barcelona al que aludiera Azaña e incluso de la «conllevanza» orteguiana. 
Este bon seny debería llevar a todos, catalanes y resto de los españoles, a la conclusión de que, al igual que 
la riqueza cultural y vital se multiplica en función de las lenguas que se hablen, la misma riqueza se incrementará en proporción directa al número de «nacionalidades » que cada persona considere tener, más allá del estricto concepto de nacionalidad y de su titularidad jurídica, y no sólo por razón de nacimiento sino también de adopción, es decir, no exclusivamente en función de donde se ha nacido sino también y sobre todo de donde se ha pastado, «nacionalidades» que por definición no serían excluyentes ni exclusivas. 
Y el sentido común del resto de España así como el bon seny catalán deberían partir de un hecho: de la existencia de un gran desconocimiento mutuo, descubriendo que las falsedades y tonterías que puedan 
decirse en Cataluña sobre Castilla/Madrid/resto de España sólo son comparables a las que se dicen 
en Castilla/Madrid/resto de España sobre Cataluña, y posiblemente estas últimas sean incluso más falsas 
y necias. A través de la verdad se pasaría de la incomprensión a la comprensión, de la antipatía a la 
empatía mutua. 
PERO VOLVIENDO a lo que debería ser la ultima ratio, es decir, la inclusión de los promotores de la independencia en el ámbito de la responsabilidad penal por comisión del delito de rebelión o de sedición consumado, intentado o en fase de actos preparatorios punibles, ¿qué paso supondría traspasar la línea roja? Pues en primer lugar la declaración de independencia debería estar presente como realidad o como proyecto pero de modo inequívoco y no condicionada a posteriores eventos de regularización, cual sería el supuesto de posponerla al resultado de un referéndum legal. Además tendría que existir «alzamiento», como ya se ha dicho, término cuya equivocidad admite diversas interpretaciones, y los responsables penales serían los que decidieran en alzamiento, con o sin violencia, tal declaración y posteriormente tuvieran capacidad de ejecutarla, además de las autoridades y funcionarios partícipes durante y después de la declaración, en los términos antes mencionados. 
Como alternativa o preludio a la criminalización del proceso independentista siempre estarán las opciones 
más benignas que supondría la aplicación del artículo 155 de la Constitución con más o menos intensidad, o 
la ejecución por el propio Tribunal Constitucional de su previsible sentencia decretando la inconstitucionalidad de la declaración de independencia, merced a la nueva facultad que próximamente le concederá a este tribunal la modificación de su ley reguladora. Posiblemente cualquiera de estas dos opciones sería el mal menor, si se produjera la no deseable declaración real de independencia, pero sin duda «el bien mayor» lo constituiría el desistimiento en su propósito de los actuales promotores 
del secesionismo, con la «cooperación» del Gobierno central y las demás fuerzas políticas. 

Luis Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho Penal de la UNED y abogado