Quedan libres de cargos los falsos paralímpicos
españoles que se llevaron la medalla de oro en baloncesto en los Juegos
de Sydney, una de las farsas más lamentables de la historia del deporte
JON AGIRIANO
Como España es así, la historia tuvo en su
momento una repercusión mucho menor de la que merecía y, tras unos pocos
días de bronca a raíz de las revelaciones de uno de los implicados, el
periodista y jugador ‘infiltrado’ Carlos Ribagorda, no tardó en caer
en el olvido. Durante trece años, no volvió a saberse nada del tema. O
casi nada. Sospecho que hubo un interés general en correr un tupido velo
sobre el caso y un esfuerzo evidente, por parte de los imputados, en no
remover la basura. Que en este caso, además, era una basura moral. Me refiero
al fraude de los falsos paralímpicos españoles que ganaron la medalla de
oro de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Sydney, una golfada monumental
–como se recordará, sólo 2 de los 12 jugadores tenían alguna discapacidad–
que el diario ‘The Guardian’ incluyó en la lista de las 10 mentiras más
grandes de la historia del deporte.
El tema estaba en los juzgados cubriéndose
de polvo y telarañas a medida que se sucedían los recursos cruzados de
los 19 imputados. Más de uno pensaba que nunca iba a salir de allí, que
la denuncia por estafa y falsedad documental interpuesta en su día por
el Comité Paralímpico Español se perdería para siempre entre las montañas
de expedientes y legajos de la Audiencia Provincial de Madrid. Pero no.
Al final, todo llega. Y visto lo visto, habrá que convenir en que lo peor
no es que la resolución del caso haya llegado tan tarde sino que haya llegado
tan mal.
El pasado lunes se celebró el juicio. En un
principio, estaba previsto que la vista se prolongase durante cuatro días,
pero sólo fueron necesarios unos minutos. Gracias a un acuerdo previo entre
las partes se retiraron las acusaciones contra 18 de los imputados, que
quedaron libres de cargos, y asumió toda la responsabilidad Fernando Martín
Vicente, expresidente de la Federación Española de Deportes para Discapacitados
Intelectuales, que fue condenado a una pena menor: una primera multa de
diez euros al día durante doce meses por un delito continuado de falsedad
en documento oficial y una segunda sanción del mismo importe durante seis
meses por estafa. En total, 5.400 euros. Aparte de ello, Martín Vicente
tuvo que hacer efectivo un pago de 142.355 euros para reponer el dinero
que defraudó al cobrar durante años subvenciones irregulares.
Uno se va haciendo mayor y va perdiendo buena
parte de su capacidad de indignación, pero hay cosas que todavía me soliviantan
como a un juvenil. Por ejemplo, que un caso tan vergonzoso como éste se
haya cerrado con una multa de chichinabo y con 18 caraduras celebrando
su impunidad. En cualquier país serio, estos tipos hubieran sido expuestos
al escarnio público y su reputación estaría por los suelos. Si esto ocurre
en Inglaterra, les aseguro que se hablaría de ellos como ‘Los 19 de Sydney’,
serían conocidos en todo el país y no se atreverían ni a salir de casa
para no soportar el desprecio de sus paisanos. No estoy exagerando. Que
en España el tema haya pasado de rondón, casi como una broma que acabó
yéndose de las manos, sólo indica la altura a la que se encuentra en este
país esa cosa tan arcaica y antañona que se llama honorabilidad.
Recordemos lo que sucedió y pensemos en sus
implicaciones. Pensemos, en primer lugar, en el contubernio, que por lo
visto no se organizó en 2000 sino en 1998, de cara al campeonato del mundo,
que España por supuesto ganó, como lo haría al año siguiente en el Europeo.
Casi una veintena de personas, entre ellas directivos, médicos, psicólogos,
pedagogos, técnicos y jugadores se prestaron a participar en un engaño
mayúsculo firmando y aceptando certificados falsos de discapacidad intelectual.
Y todo, por supuesto, con el objetivo de obtener buenos resultados deportivos
y cobrar subvenciones. Menuda banda, oiga. Que no se produjera ninguna
deserción habla bien a las claras del tipo de personajes que han protagonizado
esta historia. Que ninguno de ellos, por ejemplo, sintiera el remordimiento
de estar ocupando el lugar de un verdadero discapacitado para el que ser
olímpico hubiera sido la mayor alegría de su vida lo dice todo sobre su
catadura. O pensemos en sus partidos en Sydney, en el debut contra China,
por ejemplo. En el segundo cuarto llevaban ya una ventaja de 30 puntos
y, en un tiempo muerto, el seleccionador les dijo que bajaran el pistón
porque si no les iban a descubrir. ¿Acaso no se les caía la cara de vergüenza
abusando de esa manera de unos discapacitados y enfermos mentales?
Hemos hablado de la bajeza moral, pero falta
hacerlo de la estupidez, que como se sabe es todavía mas letal. Tan felices
estaban con sus medallas de oro que no dudaron en posar con ellas para
los fotógrafos. La imagen salió publicada en ‘Marca’ y la farsa salió
a la luz. Los impostores fueron reconocidos por un montón de gente que
les había visto jugar o había jugado contra ellos –algunos habían militado
en la Liga EBA– y sabía que no eran discapacitados. Al menos, discapacitados
mentales. Para cuando volvieron a España, su medalla de oro no era algo
de lo que se pudiera presumir. Todo lo contrario. En la recepción que el
secretario de Estado para el Deporte, Juan Antonio Gómez Angulo, hizo a
los deportistas paralímpicos a su regreso de Sydney ellos fueron obligados
a ponerse una gorra y unas gafas de sol, y a entrar por una puerta secundaria.
Si les dejaron pasar fue para no dar más el cante y que la onda expansiva
del caso no se hiciera más grande. Se podría decir que ésta –la de provocar
vergüenza ajena– ha sido su condena. Y será muy difícil que se libren
de ella. Porque los delitos pueden prescribir o quedar impunes, pero el
desprecio no caduca