Ramón de España -periodista-
El mapa de la corrupción en España –concretamente, en la España del
PP– permite establecer dos grandes grupos de mangantes que me he permitido
rebautizar, respectivamente, como Club Montecarlo y Brigada
Puerto Hurraco. Forman parte del primero esos señorones de aspecto
irreprochable, como Rodrigo Rato y Miguel Blesa, que parecen considerar
un honor dejarse timar por ellos, ya sea en forma de preferentes o de
tarjetas negras con las que acceder a un dinero que, tal como lo explican,
es como si no fuese de nadie. Delincuentes de guante blanco, vamos, que
ni en el momento de ser detenidos muestran la más leve señal de preocupación:
a lo sumo, adoptan ese rictus de fastidio y contrariedad que
esbozan los amos del universo cuando el mayordomo se ha equivocado
al elegirles la corbata.
Los de la Brigada Puerto Hurraco son otra cosa. Como solemos decir
en catalán, con la cara ya pagan. Es decir, que en el momento de su detención,
somos legión los que llevábamos años intuyendo que alguien
con esa pinta de gañán no podía ser trigo limpio. Aunque no le hacen ascos
a desvalijar a jubilados y pobretones en general, los miembros del
Club Montecarlo suelen moverse en más altas esferas: Rodrigo Rato pasó
por el Fondo Monetario Internacional y, aunque ni se enteró de nada ni
vio venir la catástrofe de 2008, luego se colocó en grandes cargos y, si no
me equivoco, hasta el gran Botín, en su lecho de muerte, lo contrató por
un cuarto de kilo al año para ejercer una de esas asesorías absurdas con
las que te lucras a cambio de media docena de reuniones al año. Los
de la Brigada Puerto Hurraco, por el contrario, suelen ser de origen rural
y haber ascendido socialmente a base de despachar collejas y codazos a
los adversarios que se han topado por las escaleras, si es que no han experimentado en algún momento la necesidad
–quiero creer que metafórica– de apuñalarlos o de arrojarlos por el
hueco del ascensor. El presidiario Paco Granados es un ejemplo preclaro
de lo que da de sí la Brigada Puerto Hurraco. No le falta ni un socio de relumbrón, David Marjaliza, alias Mortimer,
que, además de ser amigo de la infancia, ejerce la oportuna carrera
de constructor. En la Brigada Puerto Hurraco, donde hay un constructor
con más ambiciones que escrúpulos, siempre anda cerca un político proclive
a la corrupción. De la Brigada Puerto Hurraco no sale nadie que acabe
en el FMI, pero algunos pueden llegar a alcalde de su propio pueblo –Granados en Valdemoro– e ir medrando a partir de ahí mientras hacen mangas y capirotes con el amigote constructor, erigiendo edificios de esos que
Eduardo Mendoza definió en una de sus novelas como “lugares dedicados
al almacenaje del pobrete”.
Fue la simpar Esperanza Aguirre quien se fijó en ese chaval tan prometedor
que regía los destinos de Valdemoro y se lo trajo a Madrid, donde
acabaría siendo su segundo de a bordo. Aunque ya hace cinco años esta revista acumulaba datos que ponían en duda la honradez de Granados, cuando este fue detenido hace unos días, la respuesta de la señora Aguirre fue la habitual: aparentar una sorpresa absoluta, preguntarse retóricamente
cómo había podido ser tan zote como para dejarse engañar por semejante
desaprensivo y referirse a este, al que antes llamaba “mi querido amigo”,
como “ese tiparraco”. Puede que la primera vez colara, pero llevamos ya
tantos mangantes detenidos de los que Espe nunca sospechó nada que
la buena señora empieza a recordarnos al capitán Renault, de Casablanca,
cuando en una escena se hacía el ofendido ante el café Rick’s y clamaba:
“¡Qué escándalo! ¡Aquí se juega!”, y en otra pedía: “¡Deténganme a los sospechosos habituales!”, mientras se guardaba en el bolsillo interior de la guerrera el sobre con su tajada. Incluso los que admiramos a Espe por su porte aristocrático, sus nobles orígenes que la llevan a tratar a todo el mundo como si fuesen del servicio (sobre todo a los guardias que se le ponen farrucos por un quítame allá ese aparcamiento irregular) y su manera de torearse a los periodistas progres en la mejor
tradición Vernon Walters, nos pasmamos ante esa insistencia en hacerse la
tonta, pues sabemos que si algo no es, precisamente es eso, tonta.
Los que no conocemos personalmente a Paco Granados, pero disfrutábamos
de su presencia jacarandosa en las tertulias televisivas de La
Derechona, siempre nos pasmamos de que un tío con esa pinta hubiese
llegado tan alto. Nada menos que a vicepresidente de la Comunidad de
Madrid. Soy consciente de que teniendo un portavoz gubernamental
como Quico Homs, no puedo permitirme el lujo de perdonarle la vida
a nadie, pero lo de Granados era de traca. No se puede llegar tan arriba
en política y actuar como el relaciones públicas de una discoteca con
pretensiones de Coslada o, directamente, como el jefe de una de esas
pandillas que dan palizas por encargo, que es lo que parecía cuando se
asomaba a Intereconomía o 13TV. Lo que él entendía por vestimenta informal
era lo que los demás considerábamos disfraces de chulángano.
Por no hablar del reloj, que no debía pesar menos de tres kilos, y de esas
pulseritas como de jiponcio que puso de moda Aznar un año, de regreso
de sus vacaciones en aquel sumidero valenciano cuyo nombre he conseguido
olvidar con mucho esfuerzo, y que adoptaron todos los pelotilleros
del partido en un periquete. Nadie se atrevió a decirle a Aznar que las
pulseritas se dan de patadas con el traje de Milano y el oneroso peluco,
con lo que el PP se nos llenó de fachas y ladrones empulserados, falsamente
convencidos de que una baratija de mercadillo les confería un aire
más humano. Si no recuerdo mal, Paco Granados llevaba más pulseritas
que nadie, por lo que ahora no descarto que cada una de ellas representara
alguno de sus rentables tocomochos, los que le permitieron
acumular millones en Suiza junto a su amigo Mortimer.
La detención de la Brigada Puerto Hurraco vino poco después de
que nos enteráramos de que el Club Montecarlo desvalijaba un banco
previamente salvado con dinero público. O sea, que llovía sobre mojado.
Y por mucho que se disculpe Rajoy –sin la gracia a lo Claude Rains de
Esperanza Aguirre, por cierto–, la ciudadanía está que trina y las encuestas
cada día le son más favorables a Pablo Iglesias y su pandilla basura de
leninistas bolivarianos. Si añadimos los ERE de Andalucía que tienen al
PSOE con la mierda hasta el cuello y las corruptelas de CiU, nos encontraremos con que la España de la transición
se puede dar, literalmente, por muerta en las próximas elecciones
generales. Que no salga entonces mi admirada Espe a hacerse la indignada
porque una pandilla de perroflautas piojosos se le han colado en
el palacete y se le están meando en las petunias.
A fin de cuentas, entre el Club Montecarlo y la Brigada Puerto Hurraco
que encontramos en todos los partidos van a acabar consiguiendo
que la revolución bolchevique triunfe en España con cierto retraso, pero
sin pegar ni un tiro. Y tras cargarnos la democracia entre todos y en apenas
treinta años, tal vez sea eso exactamente lo que nos merecemos.