Iñaki Berazaluce
En marzo de 1937, la Guerra Civil española había llegado a una situación de tablas: la mitad oriental de la península permanecía fiel al Gobierno republicano, mientras Galicia, Castilla y la Andalucía occidental, de Málaga a Huelva, había caído bajo el control de los militares golpistas. En la cornisa cantábrica, una franja poblada por irreductibles republicanos resistía al invasor desde Bilbao a Santander.
El brutal bombardeo de Guernica por parte de la Legión Cóndor y la aviación italiana al servicio de las tropas sublevadas determina la entrada en la guerra de la URSS que, hasta entonces, había prestado un tímido apoyo militar al Gobierno republicano de Manuel Azaña. La intervención soviética no fue gratuita: Stalin exigió a Azaña la revocación de Largo Caballero como jefe de Gobierno y su reemplazo por la prominente comunista Dolores Ibárruri, La Pasionaria.
Los 20.000 hombres de la 3ª División del Ejército Rojo al mando del general Georgy Zhuzov desembarcaron en mayo del 37 en el puerto de Valencia desde su base en Odessa. Zhukov llegó a España en calidad de asesor militar del Gobierno republicano, pero tras la exitosa campaña de Aragón, que cambió el curso de la guerra y abrió un corredor que conectó Barcelona, Zaragoza y Bilbao, fue ascendido a Ministro de la Guerra por Ibárruri, obediente a las órdenes de Moscú.
La contraofensiva republicana provocó las primeras divisiones internas entre la cúpula militar golpista. El general Queipo de Llano confabuló contra sus rivales del «ejército moro» y el general Franco fue señalado como culpable de la derrota de la Batalla de Zaragoza. Franco fue degradado a teniente y recluido en Melilla acusado de «alta traición» a la Junta de Defensa Nacional. Dos años más tarde, en 1939, fue fusilado tras liderar un cuartelazo secundado por varios mandos de la Legión africana.
Bandera de la España soviética, Alt Historia.
El frente de batalla de 1938, que dividía casi parejamente la península de sur a norte, fue enquistándose hasta convertirse en una frontera. El avance del Ejército Rojo fue frenado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en tanto que la URSS detuvo el envío de tropas y material bélico hacia España, preparándose como estaba para la inevitable confrontación con la Alemania nazi.
El 1 de octubre de 1940, el Triunvirato Militar que integraban Queipo de Llano, Mola y Sanjurjo nombra presidente de la «España Libre» a José María Gil-Robles, que había ejercido de ministro de la Guerra con Lerroux durante la II República. El Gobierno de Gil-Robles, siempre bajo la estrecha vigilancia de sus valedores espadones, se instala en Sevilla, «reserva espiritual» de la «España liberada».
Entre tanto, La Pasionaria inicia desde Madrid la sovietización del campo en laRepública Democrática de España. Las tierras de labranza de Cataluña, Valencia, Aragón, Murcia y la mitad oriental de Andalucía y Castilla son requisadas a sus dueños y cedidas a consejos de obreros y campesinos, un «doloroso pero necesario» proceso orquestado por el comisario Juan Negrín, instruido previamente en el Sóviet de Petrogrado.
El control de los Pirineos por parte de los rusos fue clave en la derrota del Eje en la conflagración mundial. La «España Libre» quedó a merced del Ejército Rojo, pero el desembarco de Lisboa (1944) por parte del Ejército de EE UU logró frenar las tentativas expansionistas de Stalin en la península Ibérica. El general Patton puso el I Cuerpo Blindado del ejército de EE UU al servicio del gobierno de Gil-Robles. Portugal y la mitad occidental de España se convirtieron en una suerte de protectorado de Estados Unidos para «frenar a la ponzoña soviética en la Europa liberada». A cambio, ambos países fueron regados con el maná del Plan Marshall (1947-1951).
Postal conmemorativa de Valenciagrado, 1951.
Los doce millones de habitantes de la República Democrática fueron tentados a desertar del «yugo soviético» con la campaña de propaganda «Aquí vivimos mejor, ¡cruza!». Muchos siguieron el consejo, especialmente en las zonas fronterizas de Cataluña y el País Vasco, pero otros muchos perecieron en el intento de atravesar el Muro de la Libertad, erigido por el Gobierno republicano-soviético y que cruzaba España en diagonal como una gigantesca cicatriz que «podía verse desde el espacio», exageraba el generalato anticomunista.
De cualquier forma, la lejanía del poder de Moscú y la natural tendencia del español a tomarse a pitorreo la autoridad instauró en la España bolchevique una versión bastante descafeinada del régimen comunista de Europa del Este, más parecida a la Yugoslavia de Tito que a la Bulgaria de Dimitrov. Por ejemplo, los campos de reeducación de Teruel soportaban temperaturas de -20º, mucho más benevolentes que las que tenían que sufrir los sospechosos de desafección del Sóviet en Siberia. El régimen divulgó la falaz idea «Teruel no existe» para acallar las habladurías sobre el Gulag maño.
Mas no todo eran sinsabores en la mitad bolchevique de España: Ibizhenko se convirtió en un balneario para el descanso de los veteranos rusos de Stalingrado mientras BeniGrado se pobló de gigantescos edificios de hormigón para solaz de los obreros y campesinos del Soviet mediterráneo. De la Estación Espacial de Minglanilla (QenK) partió la primera misión tripulada espacial de la historia.
En 1981, anticipándose una década al desplome de la Unión Soviética, los máximos mandatarios de la España dividida, Suárez y Manglano, acordaron celebrar un referéndum conjunto sobre la reunificación. El «sí» barrió en ambos lados del muro y, 45 años después, España volvía a ser «Una, grande y libre», el eslogan consensuado para presentarse como una nación moderna ante la comunidad internacional.