MARÇAL SINTES
Debo empezar admitiendo un error de cálculo. Nunca pensé que ni el gobierno del PP, ni Mariano Rajoy en particular, llegaran a alcanzar las actuales cotas de ineficacia y desvergüenza. Por ello, estaba convencido de que el referéndum del 1-O no saldría adelante. Calculaba que, para un estado como España, miembro de la UE, la OTAN y la OSCE, desbaratar una convocatoria de este tipo sería coser y cantar. Más aún porque había sido anunciada con meses de antelación y necesariamente debía apoyarse en la labor de miles de voluntarios, de amateurs con buenas intenciones.
Pues resulta que no. Resulta que el gobierno del PP siempre sorprende para mal. Siempre puede hacerlo peor. Siempre es capaz de ahondar en la indecencia. Porque, ¿cómo puede ser que este gobierno, armado con sus pocos escrúpulos y teniendo a mano todas las palancas y resortes, haya conseguido quedar retratado ante el mundo como unos salvajes y aparecer, también y al mismo tiempo, como unos ineptos incapaces de parar un referéndum montado a base de maestras de escuela, abuelos y familias de toda clase y condición que durante semanas tuvieron escondidas en la buhardilla, el trastero o la cocina miles de urnas?
Sin el PP, el independentismo nunca hubiera llegado hasta aquí. O sea: cada vez que los que anhelan la libertad de Catalunya tienen problemas, entonces aparece Rajoy para echarles una mano. Suele decirse, que, si en vez del español los catalanes tuvieran enfrente al gobierno de Londres, el referéndum oficial ya se habría celebrado. Yo me atrevería a ir incluso un paso más allá: si los catalanes fueran gobernados por ingleses, probablemente el independentismo continuaría siendo muy minoritario en Catalunya.
Escribo estas líneas el martes al mediodía, durante el llamado 'paro de país', que ha convertido un martes cualquiera en un día extraño, entre desbordante y fantasmagórico. Se reproducen a estas horas las manifestaciones de protesta y los bloqueos en no pocas vías de circulación de Catalunya. La indignación y la rabia por la actuación, el domingo, de los policías nacionales y los guardias civiles se refleja en las calles y las plazas, mientras las organizaciones y los partidos independentistas continúan lanzando mensajes pidiendo la calma. Todos saben que para la causa independentista resultaría fatal que se la asociara a la violencia, algo, por otra parte, que el gobierno del PP desea hacer con indisimulado afán. Como decía, escribo este artículo el martes al mediodía, mientras todo sigue sucediendo muy rápido y la incertidumbre es máxima.
¿Y ahora qué?
Intentemos, sin embargo, abrir mínimamente el foco. Tras lo sucedido a lo largo del domingo, la pregunta que se hace todo el mundo es: ¿y ahora qué? ¿qué va a pasar? Por parte del PP y los poderes fácticos y mediáticos que lo arropan, la solución es la de siempre: mano dura, más represión. Ley y policía (o ejército, si fuera necesario).
Fue significativa, en este sentido, la intervención de Mariano Rajoy el mismo día 1. Ni una palabra dirigida a los catalanes. Ni a los que participaron en el 1-O, ni a los heridos por la brutalidad de la Policía Nacional y la Guardia Civil («¡a por ellos!», ¿recuerdan?). Pero tampoco al resto. Rajoy ha dado indecorosamente la espalda a los catalanes, a todos. Ha dejado de hablarles. Es como si ya no existiéramos.
Es como si el PP hubiera interiorizado radicalmente que frenará al independentismo de la manera que sea y a cualquier precio. Cualquier precio externo: la mala imagen de España y las quejas y el descontento de sus socios europeos y del resto del mundo. Y cualquier precio interno: la ruptura con la sociedad catalana y una creciente tensión en la arena política española.
¿Y qué van a hacer el soberanismo y el independentismo? Una declaración unilateral de independencia (DUI) no me parece una buena idea, pues da barra libre, invita al PP a arrasar las instituciones catalanas y dar rienda suelta al castigo, el escarmiento y la venganza. Confiar en que la UE, una alianza de estados, va a salir de forma inapelable en auxilio de Catalunya es mucho, demasiado, confiar. Además, una DUI fragmentaría y sembraría muchas dudas en el seno del movimiento civil independentista.
Sigo prefiriendo, como antes del 1-O, unas elecciones al Parlament lo más pronto posible que otorguen una legitimidad más sólida, indiscutible, a una eventual declaración de independencia de la que le brinda el 1-O, el cual, pese a ser una auténtica heroicidad, se hizo como se pudo y, por consiguiente, resulta frágil en términos de aval democrático.
Debo empezar admitiendo un error de cálculo. Nunca pensé que ni el gobierno del PP, ni Mariano Rajoy en particular, llegaran a alcanzar las actuales cotas de ineficacia y desvergüenza. Por ello, estaba convencido de que el referéndum del 1-O no saldría adelante. Calculaba que, para un estado como España, miembro de la UE, la OTAN y la OSCE, desbaratar una convocatoria de este tipo sería coser y cantar. Más aún porque había sido anunciada con meses de antelación y necesariamente debía apoyarse en la labor de miles de voluntarios, de amateurs con buenas intenciones.
Pues resulta que no. Resulta que el gobierno del PP siempre sorprende para mal. Siempre puede hacerlo peor. Siempre es capaz de ahondar en la indecencia. Porque, ¿cómo puede ser que este gobierno, armado con sus pocos escrúpulos y teniendo a mano todas las palancas y resortes, haya conseguido quedar retratado ante el mundo como unos salvajes y aparecer, también y al mismo tiempo, como unos ineptos incapaces de parar un referéndum montado a base de maestras de escuela, abuelos y familias de toda clase y condición que durante semanas tuvieron escondidas en la buhardilla, el trastero o la cocina miles de urnas?
Sin el PP, el independentismo nunca hubiera llegado hasta aquí. O sea: cada vez que los que anhelan la libertad de Catalunya tienen problemas, entonces aparece Rajoy para echarles una mano. Suele decirse, que, si en vez del español los catalanes tuvieran enfrente al gobierno de Londres, el referéndum oficial ya se habría celebrado. Yo me atrevería a ir incluso un paso más allá: si los catalanes fueran gobernados por ingleses, probablemente el independentismo continuaría siendo muy minoritario en Catalunya.
Escribo estas líneas el martes al mediodía, durante el llamado 'paro de país', que ha convertido un martes cualquiera en un día extraño, entre desbordante y fantasmagórico. Se reproducen a estas horas las manifestaciones de protesta y los bloqueos en no pocas vías de circulación de Catalunya. La indignación y la rabia por la actuación, el domingo, de los policías nacionales y los guardias civiles se refleja en las calles y las plazas, mientras las organizaciones y los partidos independentistas continúan lanzando mensajes pidiendo la calma. Todos saben que para la causa independentista resultaría fatal que se la asociara a la violencia, algo, por otra parte, que el gobierno del PP desea hacer con indisimulado afán. Como decía, escribo este artículo el martes al mediodía, mientras todo sigue sucediendo muy rápido y la incertidumbre es máxima.
¿Y ahora qué?
Intentemos, sin embargo, abrir mínimamente el foco. Tras lo sucedido a lo largo del domingo, la pregunta que se hace todo el mundo es: ¿y ahora qué? ¿qué va a pasar? Por parte del PP y los poderes fácticos y mediáticos que lo arropan, la solución es la de siempre: mano dura, más represión. Ley y policía (o ejército, si fuera necesario).
Fue significativa, en este sentido, la intervención de Mariano Rajoy el mismo día 1. Ni una palabra dirigida a los catalanes. Ni a los que participaron en el 1-O, ni a los heridos por la brutalidad de la Policía Nacional y la Guardia Civil («¡a por ellos!», ¿recuerdan?). Pero tampoco al resto. Rajoy ha dado indecorosamente la espalda a los catalanes, a todos. Ha dejado de hablarles. Es como si ya no existiéramos.
Es como si el PP hubiera interiorizado radicalmente que frenará al independentismo de la manera que sea y a cualquier precio. Cualquier precio externo: la mala imagen de España y las quejas y el descontento de sus socios europeos y del resto del mundo. Y cualquier precio interno: la ruptura con la sociedad catalana y una creciente tensión en la arena política española.
¿Y qué van a hacer el soberanismo y el independentismo? Una declaración unilateral de independencia (DUI) no me parece una buena idea, pues da barra libre, invita al PP a arrasar las instituciones catalanas y dar rienda suelta al castigo, el escarmiento y la venganza. Confiar en que la UE, una alianza de estados, va a salir de forma inapelable en auxilio de Catalunya es mucho, demasiado, confiar. Además, una DUI fragmentaría y sembraría muchas dudas en el seno del movimiento civil independentista.
Sigo prefiriendo, como antes del 1-O, unas elecciones al Parlament lo más pronto posible que otorguen una legitimidad más sólida, indiscutible, a una eventual declaración de independencia de la que le brinda el 1-O, el cual, pese a ser una auténtica heroicidad, se hizo como se pudo y, por consiguiente, resulta frágil en términos de aval democrático.