Juan Carlos Monedero
A todas y todos los que han visto empeorar sus condiciones de vida en estos dos años. A los que han perdido la vida desesperados por la ruina de estos dos años (años acumulados a los anteriores). A los que ven con amargura que al “nos has fallado” de Zapatero le ha sucedido un insultante “os he mentido” de Rajoy. Sabemos que aún no estamos a la altura.Pero las fuerzas se van acumulando. Nada de lo que pasa va al olvido.
La recuperación del coraje democrático
El 15M es, sin duda, lo mejor que le ha pasado a la democracia desde que se murió Franco. Si no parece mucho, será porque tampoco hemos ganado mucho desde que salimos de la dictadura. O será que lo que ganamos lo hemos perdido con la misma vertiginosidad. El que mira siempre está lleno de los propios reflejos.
El 15M es la devolución -con acuse de recibo- a los partidos de la izquierda y también a los sindicatos de la orden de abandonar las calles que dieron en 1977, cuando, con ocasión de los mentirosos Pactos de la Moncloa, nos dijeron que volviéramos al trabajo y a las aulas para que nos consintieran la democracia. El 15M es la devolución a los partidos de la derecha de la orden histórica
de interiorizar la ausencia de alternativas a lo existente, para volver
a resignarnos como en la larga noche del franquismo o como en el
turnismo del siglo XIX. Es también la devolución a Europa de la orden de asumir una Constitución demediada y a un rey socializado en el Palacio del Pardo y en la frivolidad, devolverles a los burócratas europeos el sentimiento de inferioridad sembrado en nuestro país y la exigencia de una inserción en la economía
comunitaria que pasa por perpetuarnos como los camareros y los
cuidadores de los pudientes y jubilados del continente. Es la devolución a la patronal de sus órdenes de irnos a trabajar a Laponia o a poner copas a Londres, de la pretensión
de empresarios sobrados de recuperar el derecho sobre nuestras vidas y,
ya de paso, de nuestros cuerpos. De devolver su exigencia de que la
enseñanza sea un negocio financiado por todos donde paguemos por lograr en el futuro un trabajo basura y, además, donde nos lobotomicen la capacidad crítica con incienso y, si es menester, alguna que otra hostia. Es la devolución a la iglesia y a la monarquía de la confianza que nunca se ganaron, de su privilegio anclado en tradiciones arcaicas, de su abuso ideológico y de su terrorismo intelectual, de su negación, en suma, a aceptar que los tiempos reclaman un Estado laico y republicano donde la ciudadanía se haga cargo de las riendas de su futuro político -sin dioses, reyes ni tribunos-, malbaratado por unas cúpulas que repitieron demasiado pronto las mañas que dijeron venir a solventar.
El atraso secular de España
El 15M es la expresión del retraso con el que, tradicionalmente, España se ha incorporado a los procesos económicos europeos y mundiales. Su sabiduría ha sido su ignorancia. Y su ignorancia es la que ha permitido lograr cosas que, supuestamente, eran “imposibles”. Ese retraso está detrás del 15M. Es el que ha permitido una respuesta ciudadana ante la pérdida de un bienestar que llegó tarde, que era más débil
que el de nuestro entorno y que se fue demasiado pronto. Al tiempo, ha
demostrado, con su pie cambiado, la deriva autoritaria y excluyente de
Europa, haciendo ver al resto de la ciudadanía del continente que le estaban dando gato neofascista por liebre democrática. Salvo a Alemania, que ya ponía directamente el gato que ya no viste de gris porque lo que ayer se conseguía con los panzer hoy se logra con los préstamos y la troika (aunque en Alemania ya hay disidentes como los hubo en los años treinta). La guerra civil española –donde se juntó la polémica aún pendiente con el antiguo régimen con el auge de los fascismos ante el surgimiento de la URSS y la crisis de 1929 – sirvió en su día para que Europa vislumbrara dónde se encontraba. De la misma manera, el 15M ha sido un espejo donde Europa ha visto todo lo que ha perdido, tanto en términos políticos como económicos. Y, principalmente, todo lo que puede perder. Cuando se deja de redistribuir la renta, la cesión de la gestión política a las cúpulas de los partidos estalla como algo negativo, aún más cuando el desarrollo de Internet ha generado un funcionamiento horizontal que enseña esa metodología al resto de ámbitos sociales. Las crisis del capitalismo se gestionan más fácilmente en pueblos analfabetos y sin capacidad de comunicarse.
El 15M surgió porque el modelo neoliberal agravó las condiciones de los sectores más débiles y, al tiempo -porque ya no bastaba con los excluidos de siempre- expulsó de los derechos de ciudadanía a las clases medias. Esta novedad histórica permitió
que se encontraran los beneficiados del Estado social con sectores
tradicionalmente subordinados, construyendo una ventana de oportunidad
política que construye una potencial alianza con posibilidades reales de cambiar las cosas. La sociedad se proletarizó, y trasladó su condición de clase media –con estudios, familiaridad con las nuevas tecnologías, pacifismo, experiencia viajera e idiomas- a esa nueva situación de empobrecimiento y mal trato que le generó una alta indignación.
Las contradicciones insolubles del modelo (o de la corrupción como consecuencia de la crisis económica)
El modelo neoliberal genera, como diría el clásico, sus propios sepultureros. La internacionalización del capital, la desregulación financiera, la deslocalización, el poder de las grandes empresas multinacionales –los 35 empresarios hispánicos
que entrega una carta al rey para que, a su vez, se la entregue al
presidente del gobierno- y el mantenimiento de la tasa de ganancia de
las empresas sostenido sobre los hombres de las mayorías –en forma de desposesión de bienes y derechos sociales, de robo de la vivienda, de abaratamiento de la mano de obra o de rescates públicos- necesariamente expulsa, cuando menos, a un tercio de la población, que ve en un plazo muy breve cómo su calidad de vida se ve radicalmente cuestionada (aunque si sumamos al 26% de desempleo, la emigración y la gente que ya está fuera de las estadísticas, el porcentaje aumenta).
En tiempos de recortes y pérdida de calidad de vida, la vida desahogada de las élites políticas pasa a primer plano. Las necesidades generalizadas invitan a la delación, pues la avidez crece y la discriminación aumenta. Es entonces que la corrupción política aparece en todo su esplendor. No porque haya más que en otros momentos –la corrupción
es el lubricante del sistema-, sino porque, al haber menos para
repartir, los que se quedan fuera denuncian, al tiempo que los que
siempre han estado fuera y antes toleraban ahora se indignan y dejan de
hacer la vista gorda. El hombre nuevo es el hombre viejo en nuevas
circunstancias. Y ésas todavía no han llegado.
La crisis económica ha abierto los ojos a la crisis política. De pronto, todas las peleas puntuales parecen unirse en un hilo rojo donde, como siempre en la historia de este país llamado reino de España, una amplia mayoría está en un lado, reclamando la emancipación, y una minoría, en el otro, reclamando resignación y, en su caso, mano dura. ¿Las dos Españas? Una mentira mil veces repetida. En un lado, el grueso del país. En el otro, los publicistas (ahora, los medios de comunicación y sus columnistas y tertulianos), la cúpula de la iglesia y sus soldados catecúmenos, la monarquía, los banqueros, los terratenientes (ahora constructores e inmobiliarias) y los grandes empresarios. También los jueces, los notarios y los registradores de la propiedad, junto a sectores de la alta oficialidad del ejército y de la policía. No faltará algún que otro catedrático de universidad y alguna tonadillera, los consabidos mercenarios extranjeros y las familias reales europeas.
Las renuncias tácticas como renuncias estratégicas
Hubo un tiempo, durante la transición, que la izquierda quiso participar, como fuera, del aparato del Estado (me refiero al Partido Comunista). Creía que, desde ahí, iba a conquistar pasos esenciales hacia el socialismo. Por eso asumió la monarquía, la bandera, los políticos franquistas, la renuncia al castigo a los golpistas (como acaban de hacer en Guatemala con Ríos Mont), las bases norteamericanas, el papel de la iglesia, una Constitución
donde los derechos sociales estaban impedidos y donde la democracia
participativa estaba ausente. Hoy sabemos que eso era una ingenuidad. Al
igual que, hoy, sería algo peor que una ingenuidad que el 15M se convirtiera en un partido político. Durante la transición, las exigencias de Santiago Carrillo pudrieron no pocos desarrollos. ¿Y hoy, quién exige?
Medir
mal los tiempos es igual que equivocarse. Nunca los cambios han nacido
como una alternativa directa al poder. Primero precisan agotar el
momento destituyente, demostrar que las instituciones vigentes han
agotado su ciclo, demostrar la inanidad de esas personas que aplauden
que la Pantoja no entre en la cárcel
o que la Infanta Cristina no vaya, por ahora, a juicio. Convencer a
esas personas que votan al PP porque ya no pueden votar al PSOE y que
están esperando a ver si pueden votar al PSOE porque ya no pueden votar al PP. Hacer ver a la gente que la nueva formación política
que nazca no quiere asumir responsabilidades para ofrecer lo que ya no
pueden otorgar ni el PSOE ni el PP con sus apoyos puntuales en CiU y el
PNV o, llegado el caso, UPYD. Antes de crear un partido político hay que crear el movimiento social que necesite un nuevo partido político. Y el instrumento para convencer a la gente no es, precisamente, un partido político.
El 15M como repolitización en una democracia de baja intensidad
El 15M vino para ayudarnos a pensar, justo cuando habíamos hecho nuestro el lema que la Universidad de Cervera mandara a Fernando VII (“Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir”). El 15M no era una respuesta, sino una pregunta. Una pregunta a la democracia representativa, tan poco democrática ella (“Qué tontos los ingleses –decía Rousseau en El contrato social- que creen que son libres porque votan cuando sólo son libres una vez cada cuatro años”). Y una pregunta a un modelo económico que nos volvía a convertir en mercancías, ahora de la mano de banqueros y de sus empleados en el gobierno y en las cúpulas de los partidos políticos. El 15 M vino a politizarnos. Y politizar es inyectar conflicto. Y aquí
estamos, conflictivos, desobedientes, indignados, sabiendo que, de
pronto y sin avisar, el hielo se va a resquebrajar y debe encontrarnos
organizados. En esas andamos. Sin saber lo que queremos pero sabiendo lo
que no queremos.
El 15M no ha ganado ninguna guerra, pero ha ayudado en todas las batallas. Igual que el mercado es una poderosísima
herramienta que asigna recursos y precios de manera vertiginosa, el 15M
asigna conciencias y brazos a todas las posible peleas de la emancipación. El sistema puede prever dónde se moverá la indignación pero no podrá hacer gran cosa para impedirlo, pues ese espacio está construido por todas las teselas de insatisfacción que, juntas, conforman el mosaico de la alternativa.
Es el sistema el que cava su trinchera. Tiene la ventaja de que la proporción de “norte” que nos ha correspondido hace a una parte de la población conservadora de su pequeño privilegio. No es tiempo de pesimismos, pero tampoco de optimismos. Es tiempo de optimismos trágicos o de pesimismos esperanzados. No es fácil,
pero errar promete el infierno y acertar, cuando menos el purgatorio.
El 15M va a seguir impulsando todas las protestas que no puedan ser
usurpadas por una lógica partidista. No está escrito, sin embargo, que su éxito esté garantizado. Es el necesario pesimismo. A dos años del 15M, el incremento de conciencia, a día de hoy, ha dejado más espacio libre a los indigentes intelectuales y morales de la derecha que nos gobiernan. De nada servirá esta explosión de dignidad popular si no se canaliza hacia posibilidades de cambio. En 2011, el 15M tuvo éxito porque carecía de liderazgo, de programa y de estructura. Ahora corresponde impulsar “liderazgos”
(en plural) que rebajen incertidumbre y generen credibilidad ciudadana
(el caso de la PAH es evidente en ese aspecto). Toca construir un
programa de mínimos compartido que demuestre la irrelevancia del régimen de 1978. Y es hora de articular alguna forma de organización que haga las labores de sutura entre la democracia representativa –inevitable en el corto plazo- y las exigencias de participación popular. Adelantar un partido es un gran error, pues no tiene sentido un partido si todavía no se ha logrado convertir en sentido común la decadencia del régimen de la transición. Las carreras aquí
son tropiezos prometidos desde ya. Es tiempo de resistencias que
exacerben las contradicciones del sistema. De formas de organización alternativas que demuestren la virtud de otras maneras de hacer las cosas. De reflexión y debate camino del nuevo régimen que sustituya al caduco y lacerante que ahora padecemos. Un proceso constituyente, que devuelva al pueblo su condición de soberano, parece que va en la dirección correcta.
El 15M sabe su lado. El 1% también. Falta que el otro 90% decida dónde poner su esfuerzo. Hay viento en las velas. Se trata ahora de orientarlas.