Sucede en todos los países del mundo.
Desde hace siglos, quizás desde siempre.
Se trata de un mal que se ha extendido como una infección y que
aqueja a todas las sociedades: el mundo está gobernado por los “peores”.
Las personas con menos escrúpulos y menor empatía hacia los demás acostumbran a alzarse con los puestos de poder.
No se trata de una oscura conspiración: sigue las mecánicas lógicas
de funcionamiento del propio Sistema, basado en la más desenfrenada
competitividad y en el darwinismo social.
Solo los que compiten mejor, es decir, los que albergan menos
barreras morales y emocionales a la hora de actuar en su propio
beneficio alcanzan los puestos dirigentes.
Es algo que sucede constante e invariablemente en las grandes
estructuras jerarquizadas, como por ejemplo las corporaciones
transnacionales y sobretodo, en los partidos políticos, máximo exponente
de estas mecánicas de ascenso social.
Es así, no seamos ingenuos: el mayor capital de un político no radica
en su capacidad de gestión ni en la pureza de su ideología, sino en su
habilidad a la hora de conspirar, crear alianzas, corromper y llegado el
caso, traicionar a quien sea necesario con el fin de alcanzar el poder.
Éste es el
lado oscuro del talento político.
Pero evidentemente, estas habilidades “oscuras”, deben venir
acompañadas de un alto nivel de formación, don de gentes, carisma,
capacidad oratoria e interpretativa y un perfecto dominio de la escena
mediática, competencias todas ellas indispensables a la hora de embaucar
a las masas y a la hora de
dignificar la imagen del partido político al que representan y a los votantes que depositan su confianza sobre ellos.
Estas son las habilidades que representan el
lado brillante del talento político.
Así pues y resumiendo, un político actual debe estar dotado de ambos tipos de talento si quiere convertirse en un gran líder.
Así sucede en casi todos los países del mundo.
Excepto en un pequeño rincón, un territorio mágico de cuento y ensueño, una tierra legendaria en la cual solo hace falta el
talento oscuro a la hora de gobernar.
Y no solo eso, en este lugar “maravilloso”, con sus propias reglas de
funcionamiento, el mediocre, el estulto, el ridículo y el incapacitado
parte con ventaja en su carrera hacia el poder.
A estas alturas ya lo habréis adivinado: ese lugar se llama ESPAÑA.
Solo hace falta mirar a sus gobernantes a lo largo de los últimos 100 años.
Es difícil encontrar una colección de personajes más mediocres e
incapacitados que los que han gobernado nuestro país en los últimos
decenios.
Líderes sin carisma, sin estudios de nivel, ni talentos destacables;
incapaces de hablar otro idioma que no sea el castellano sin correr el
riesgo de caer en el más lamentable de los ridículos; politicuchos del
tres al cuarto con una oratoria vulgar y que apenas dominan los
rudimentos más básicos del que debería ser su oficio; personajillos
lamentables que no saben ser ni estar y que no merecen ni la más breve
reseña en los libros de historia.
En cualquier otro país la suya seria una existencia anodina y gris,
imperceptible para el devenir del país, engullidos por la marea humana y
disuelta su nula personalidad en el ácido de las masas.
Pero sin embargo, en España, llegan a presidentes del gobierno.
Y algunos de ellos, incluso después de haber mostrado innegables síntomas de enfermedad mental, llegan a ser reelegidos.
Y no es algo que se circunscriba a las últimas décadas.
Ahí está el indignante ejemplo del dictador Francisco Franco que llegó a gobernar durante 40 años.
Es difícil hallar a un sujeto más incapacitado en todos los aspectos
de la vida de un hombre, a un personaje más ridículo y deforme: con su
voz aflautada, sus poses amaneradas, su nula marcialidad y su supina
ignorancia, llevada al extremo.
Compararlo con otros líderes contemporáneos a él resulta incluso
grotesco, más allá de las ideologías políticas que éstos profesaran y de
las atrocidades que cometieran: Roosevelt, Churchill, Mussolini, Stalin
o Hitler, personajes todos ellos de primera línea, con auténtico
magnetismo, carisma y talento, incluso para ejercer el mal absoluto.
Y este contraste entre la insultante mediocridad de los líderes
españoles y el carisma y capacidad de los líderes de los demás países se
repite incesantemente, una y otra vez, sin apenas excepciones
significativas.
Ahí tenemos el ejemplo vivo del actual presidente español, un
hombrecillo acomplejado, estólido y sin personalidad que se oculta tras
pantallas de plasma, con el fin de no evidenciar su incapacidad
intelectual ante la posible pregunta incómoda de un periodista.
Y en contraste con él, François Hollande, el Presidente de la
República Francesa, quizás el líder francés menos carismático y
capacitado de las últimas décadas y que sin embargo afronta las más
largas e incómodas ruedas de prensa, en vivo y en directo, demostrando
con ello el dominio de las nociones más básicas de su oficio como
político.
¿Qué sucede pues en España?
¿Qué extraños mecanismos llevan al poder a los mediocres y a los necios?
¿Es algo casual, se trata de una gran conspiración o es el reflejo de la degeneración psicológica de toda una sociedad?
No hace falta ser demasiado observador para ver que se trata de la tercera opción.
La recompensa del mediocre
Por alguna razón, digna de un análisis profundo, la sociedad española
tiende, por naturaleza, a premiar al bruto, al cretino, al zafio y ante
todo, al que hace bandera y
exhibición de la más absoluta ignorancia.
Debe ser la única sociedad del mundo occidental que recompensa y
celebra la estulticia ajena y la eleva a la categoría de virtud o gracia
nacional.
Las televisiones están repletas de lamentables ejemplos de ello: es
difícil encontrar en otro país tal cantidad de “frikis”, majaderos,
sinvergüenzas, timadores de baja estofa y botarates ganándose
generosamente la vida gracias a su deformidad psicológica.
Pero esta celebración de la ignorancia y la incapacidad no se circunscribe a los “frikis” televisivos.
Las constantes e innumerables muestras de incompetencia de dirigentes
y mandatarios, lejos de provocar oleadas de indignación que deriven en
ceses de sus cargos, acaban convirtiéndose en motivo para el
chascarrillo y la bromita fácil.
Entra aquí en funcionamiento el subterfugio del “sentido del humor español”, como excusa perfecta para justificar la inacción.
Toda indignación deriva así en risitas bajo el ostentoso lema de que
“sabemos reírnos de nosotros mismos”, hasta el punto de convertir la
lógica rabia inicial hacia el estafador en un entrañable sentimiento de
proximidad y comprensión hacia él.
Es decir, a base de humor y chistes, en España se acaba premiando al
incapacitado e incluso se hace gala de ello, como si fuera motivo de
orgullo nacional.
Y llegados aquí, la pregunta que todos deberíamos hacernos es:
¿POR QUÉ EN ESPAÑA SE PREMIA LA MEDIOCRIDAD Y LA ESTUPIDEZ?
Y la respuesta no puede ser más desalentadora: se debe a que gran cantidad de españoles padecen un grave problema de
indignidad personal, cuyas raíces son culturales.
Nos explicamos.
La identidad de cualquier persona se conforma en base a una serie de factores tanto personales como externos.
Los personales, proceden de las propias características innatas y de las vivencias interiores de cada uno.
Los externos proceden de nuestro entorno familiar, social y cultural.
Podríamos decir que, a grandes rasgos, todos tenemos una parte de
nuestra personalidad propia e individual y otra parte procedente del
influjo cultural y étnico en el que hemos crecido.
Esto es lo que, por ejemplo, “diferencia a un Alemán de un Español” y
da pie a todo tipo de tópicos identitarios, que a pesar de ser
tremendamente inexactos e injustos en la mayoría de los casos,
innegablemente reflejan ciertas tendencias que acaban moldeando la
conducta de los individuos de cada lugar.
Es lo que podríamos calificar como nuestro “ADN cultural”.
Y por lo visto, el “ADN cultural” español lleva incorporada la
promoción de la indignidad personal y el envilecimiento voluntario.
Dicho en otras palabras, el español tiende a rebajarse como
individuo, hasta tener una visión deformada de sí mismo y de los demás.
Una cuestión de esfuerzo
Sean cuales sean las raíces culturales concretas del problema y sus
orígenes, la gran diferencia entre vivir teniendo dignidad y vivir sin
tenerla, radica en el
esfuerzo que el individuo debe dedicar a su propia construcción personal.
Tener dignidad y decencia implica una lucha vital constante, pues el
individuo digno debe esforzarse para estar a la altura de la visión que
tiene de sí mismo y eso significa no dejarse pisotear por nada ni por
nadie y defender sus derechos individuales contra viento y marea, cada
segundo de su existencia y hasta el fin de sus días.
La dignidad y la decencia son contratos que uno hace consigo
mismo con el fin de elevarse como ser humano y exigen las más altas
cotas de autoexigencia y responsabilidad ante el juez más implacable de
todos: la propia conciencia.
Por esta razón, y aunque parezca increíble, no tener dignidad
personal resulta mucho más cómodo y confortable a la hora de vivir, pues
aceptar la propia bajeza como algo natural, inherente e inevitable,
implica no tener que esforzarse en absoluto ante uno mismo.
Éste es el resorte clave sobre el que se asienta todo este perverso
mecanismo mental, que por razones culturales, infecta la mente de
demasiados españoles.
Consecuencias a escala social
Evidentemente, cuando alguien cae en estas mecánicas de
funcionamiento a escala psicológica profunda, lo último que quiere ver
ante sí es a alguien con dignidad, luchando por mantenerla en alto, pues
pone de relieve su propia vileza.
Así es como, gran cantidad de españoles, aquejados como están por
este mal, tienden a celebrar la vulgaridad, la zafiedad y la idiotez de
los más variopintos personajes, pues en el fondo se identifican con
ellos, y al premiarlos por sus actitudes, de alguna manera recompensan
con ello su propia bajeza y alivian así el resquemor que les produce su
propia indignidad.
Y así, siguiendo estas dinámicas de identificación y reflejo en el
indecente, en el obtuso, en el ignorante y en el que no se autoexige, en
España acaban alcanzando el poder los personajes mas mediocres y
torpes, rebajando con ello la dignidad del propio país como tal y
reforzando y retroalimentando el propio envilecimiento voluntario de sus
habitantes.
Se trata pues, de un mecanismo psicológico de raíz cultural,
instalado en la mente de muchos ciudadanos españoles que, en base a
lógicas bien simples, consigue deformar la conducta de toda una
sociedad.
Así nace el deporte nacional
Pero aquí no terminan los desgraciados efectos que provoca esta terrible tara cultural.
Las consecuencias son aún mucho peores.
Pues no solo se premia la estupidez y la exhibición impúdica de la ignorancia.
Lo peor es que se genera una tendencia que castiga al digno, al decente, al capacitado, al inteligente y al talentoso.
Y lo hace a través del llamado “deporte nacional español”: la
envidia.
Pero no se trata de la envidia relacionada con las posesiones
materiales o físicas de las demás personas, sino de la auténtica
envidia, la
envidia profunda, la que tiene que ver con la esencia humana de los demás.
No es la envidia a
“lo que tienen” los otros, sino a
“lo que son”.
Y este tipo de envidia profunda, tan honda que es casi a “nivel
espiritual”, solo puede nacer de alguien con un ínfimo nivel de dignidad
personal y conciencia de sí mismo, tan incapaz de aceptar sus propios
defectos, que intenta eliminar las virtudes de las personas que ponen de
relieve su propia bajeza.
Y la sociedad española está especialmente aquejada por este mal.
La adoración al déspota
Pero se produce aún un efecto colateral adicional, que solo sirve para empeorar aún más las mecánicas sociales del país.
Y es que en su afán por mantenerse vivo, el sentimiento de indignidad
eleva a los altares al orgulloso y al prepotente, es decir, al que
aquejado por el mismo mal de la indignidad personal, necesita humillar a
los demás con el fin de elevarse a sí mismo.
La sociedad española tiende por naturaleza a respetar y admirar este tipo de actitudes.
Ahí tenemos varios ejemplos mediáticos, aunque anecdóticos: los
Mourinhos, los Ristos Mejides o los Chicotes, todos ellos con una
característica en común: la más descarnada falta de respeto, que la masa
indigna califica hipócritamente como “sinceridad sin tapujos”.
¿Habrían
alcanzado tales niveles de popularidad mediática estos personajillos si
trataran con consideración y cortesía a las demás personas?
Seguro que no.
El desprecio y el desdén que exhiben son la garantía de su éxito,
pues sus invectivas hacia los demás son el reflejo del castigo y el
desprecio que los propios indignos anhelan recibir en sí mismos.
Es un puro acto de sadomasoquismo y rendición servil a la autoridad despótica, al “líder fuerte que castiga”.
La base de todo fascismo.
Tras ello se oculta, de nuevo, ese mecanismo necesario de
retroalimentación, propio del sentimiento de indignidad: nada mejor para
rebajarse a uno mismo que ser menospreciado y vilipendiado sin piedad
por alguien tan indecente que necesite hacerlo con el objetivo de
sentirse superior y ocultar su propia vileza.
El indigno, así, se ve reflejado e identificado no solo con la víctima del menosprecio, sino con el ejecutor del abuso.
Una doble forma de reforzar el mecanismo psicológico.
La verdad es que duele aceptarlo.
Pero estas dinámicas profundas a escala psicológica son las que hacen
de España el país que es en la actualidad y no el que podría haber
sido.
Las pruebas están ahí y así lo estamos pagando todos.
Muchos autodenominados “patriotas” se llenan la boca de Españas,
constituciones, himnos, toritos, banderitas, coronas y otras payasadas
de tienda de souvenirs.
Quizás el primer paso que debería dar un “patriota” de verdad es
recuperar su dignidad personal como individuo, no a través de la pose
orgullosa, rancia y cerril tan propia de éstas tierras, sino recuperando
la conciencia de lo que uno mismo es en esencia, como persona.
¿Qué “patria” surgiría en una sociedad formada por individuos así?
Seguro que no sería una gobernada por mediocres.