Carlos Molina*
Director de Proyectos en Best Relations
Director de Proyectos en Best Relations
El viernes pasado, viendo por televisión la comparecencia de Jordi Pujol ante el Parlament catalán para explicar el origen del dinero que tuvo oculto fuera de España durante 34 años, he tenido la sensación de que me veía transportado a una época a la que no pertenezco. O más aún: que era el veterano político el que había sido arrancado de su burbuja en blanco y negro para verse expuesto ante una opinión pública que ni conoce ni a la que tiene intención de dar explicaciones. Es como si el protagonista de Un yanki en la corte del rey Arturo hiciera el viaje en dirección inversa, pasando del medievo a la modernidad defendiéndose con las armas del honor, el respeto debido y las amenazas veladas de los ataques de una sociedad que exige sinceridad y humildad a sus representantes.
Poco de lo anterior se pudo ver en la intervención. Sin contestar individualmente a las preguntas, tratando de establecer límites y poniendo como escudo la historia familiar y la gestión de sus Gobiernos (por lo que nadie se había interesado), Pujol se permitió dar la vuelta al escenario y ser él el acusador, el indignado, y el ofendido, abroncando a buena parte de los presentes por querer saber por qué incumplió la Ley, como reconoció en una carta y ha vuelto a admitir hoy.
Pujol pertenece a otra época. Una época en la que no se cuestiona la ética de las autoridades porque el hecho de dedicar buena parte de su vida al servicio público (que no a una ONG) es suficiente muestra de su entrega a la sociedad. Una época en la que los demás no entendíamos. Una época en la que la política era para seres superiores, dotados del don de la palabra y del entendimiento para descifrar los entresijos de la burocracia. Una época en la quela opinión pública se moldeaba a través de los medios de comunicación, que daban argumentos para utilizar en las tertulias.
Esa época pasó. Los medios no dan forma a la opinión pública, sino que la reflejan, la vehiculan, participan en ella e incluso se ponen a su servicio. La comunicación ha adquirido una capa social que lleva el debate y la transmisión de ideas e informaciones a niveles desconocidos hace sólo una década. Y por si fuera poco, se ha construido un consenso global en torno a la necesidad de saber. Queremos datos, necesitamos conocer y exigimos sinceridad. Se lo pedimos a las empresas, a las organizaciones, a los políticos y a todas las personalidades con una relevancia pública. Es lo que en mi empresa llamamos "slow-comm": comunicación al servicio de valores reales, no en apariencias de dignidad.
Hoy era el día para reconocer errores y pedir disculpas, pero no he visto valores reales en Pujol. Tal vez alguien le asesoró mal. Tal vez él creyó que podía apelar a su papel en la política para justificar una irregularidad. Tal vez creía que la mejor defensa es un buen ataque, como si el objetivo fuera arrancar el aplauso de su bancada. En su lugar, he visto a alguien equivocado por completo en su estrategia de comunicación sin darse cuenta de que no le corresponde por derecho ningún pedestal al que encaramarse.
*Carlos Molina (@molinaguerrero) es director de Marketing y Proyectos en la consultora de comunicación Best Relations. Colabora como profesor de Relaciones Públicas y Comunicación Digital en diferentes universidades y escuelas de negocio, además de escribir sobre periodismo y comunicación en su blog, Mr. Pessimist.