JORGE BUSTOS
HIJO DE un contrabandista de divisas, padre de seis hijos imputados, está bastante claro que el problema de Jordi Pujol i Soley es hereditario. Y eso confesó al juez: que recibió una herencia de 140 millones de pelas de su padre, el travieso Florenci, y no supo qué hacer con ella.
Comprendemos su apuro. En España solemos usar estas adversidades inopinadas para tapar agujeros una vez aligerado de ellas el diezmo para Hacienda, pero vaya usted a saber qué comportamiento etnológico dicta para estos casos el hecho diferencial del noreste.
Total, que lo fue dejando, lo fue dejando y al final se encontró con que el desagradable problema sobrepasaba los 400 kilos; un tamaño bien hermoso para esta clase de quistes fiscales que se esconden a los cirujanos de la Agencia Tributaria.
Hay quien insinúa que semejante tumor no se hereda así como así, sin una exposición continuada a las radiaciones B emanadas del Presupuesto. Pero si a San Isidro, patrón de Madrid, le araban el campo los ángeles, ¿por qué a don Jordi, padrino de Cataluña, no se le iban a multiplicar los ahorros sin necesidad de recurrir
a la plebeya institución de la mordida? Tratándose de la primera familia de una nación diferenciada, yo no puedo aceptar que el apellido Pujol quede asociado a una estirpe de vulgares comisionistas ibéricos. Estas suspicacias típicamente típicamente
castellanas sólo pueden nacer de mentes podridas por el centralismo y la impiedad. No obstante, el blanqueo de dinero robado al contribuyente ocurre en las mejores familias, y en el peor de los casos siempre podemos confiar en que ciertas taras hereditarias se salten una generación. Sin ir más lejos ahí tienen ustedes
a Josep Pujol i Ferrusola, el único vástago del clan todavía libre de imputación: nos imaginamos a doña Marta mirando el retrato en traje de marinero de Josep y ladeando la cabeza con un gemido: «Jordi, ¿qué hicimos mal?»
Testando las habilidades de la camada nos vemos obligados a considerar que la herencia del yayo Florenci transmitió algo peor que el dinero: transmitió el gen de la cleptocracia, unido a un síndrome de natural modestia. «No podía asumir la repercusión
mediática», ha aducido don Jordi para explicar por qué tardó 23 años en confesar. Consecuentemente, la vocación política de Oriol no arraigó en la promesa de brillo público sino en el interés por sus aduanas más opacas. Ya se sabe lo mucho que la discreción conviene a los negocios.
El filósofo Ludwig Wittgenstein heredó una de las mayores fortunas de Europa. Renunció a su parte en favor de sus hermanos y se recluyó en la cabaña de madera que había construido en un bosque noruego –algo como el nido serrano de Pablo y Tania– para terminar el Tractatus. En ese libro titánico Wittgenstein establece
que los límites de nuestro mundo coinciden con los límites de nuestro lenguaje.
Y concluye: «Sobre lo que no se puede hablar, más vale callarse». Hubo un tiempo en que los límites de Cataluña coincidían exactamente con el perímetro que marcaban los viajes a Andorra del clan Pujol. A aquel mundo honorable le correspondían
también unos límites lingüísticos: se observaba silencio sobre aquello de lo que no se podía hablar. Es decir, sobre el tres por ciento. Lástima que en todo territorio mítico, en Cataluña como en Yoknapatawpha o Macondo, la endogamia acabe causando la degeneración de la raza.
HIJO DE un contrabandista de divisas, padre de seis hijos imputados, está bastante claro que el problema de Jordi Pujol i Soley es hereditario. Y eso confesó al juez: que recibió una herencia de 140 millones de pelas de su padre, el travieso Florenci, y no supo qué hacer con ella.
Comprendemos su apuro. En España solemos usar estas adversidades inopinadas para tapar agujeros una vez aligerado de ellas el diezmo para Hacienda, pero vaya usted a saber qué comportamiento etnológico dicta para estos casos el hecho diferencial del noreste.
Total, que lo fue dejando, lo fue dejando y al final se encontró con que el desagradable problema sobrepasaba los 400 kilos; un tamaño bien hermoso para esta clase de quistes fiscales que se esconden a los cirujanos de la Agencia Tributaria.
Hay quien insinúa que semejante tumor no se hereda así como así, sin una exposición continuada a las radiaciones B emanadas del Presupuesto. Pero si a San Isidro, patrón de Madrid, le araban el campo los ángeles, ¿por qué a don Jordi, padrino de Cataluña, no se le iban a multiplicar los ahorros sin necesidad de recurrir
a la plebeya institución de la mordida? Tratándose de la primera familia de una nación diferenciada, yo no puedo aceptar que el apellido Pujol quede asociado a una estirpe de vulgares comisionistas ibéricos. Estas suspicacias típicamente típicamente
castellanas sólo pueden nacer de mentes podridas por el centralismo y la impiedad. No obstante, el blanqueo de dinero robado al contribuyente ocurre en las mejores familias, y en el peor de los casos siempre podemos confiar en que ciertas taras hereditarias se salten una generación. Sin ir más lejos ahí tienen ustedes
a Josep Pujol i Ferrusola, el único vástago del clan todavía libre de imputación: nos imaginamos a doña Marta mirando el retrato en traje de marinero de Josep y ladeando la cabeza con un gemido: «Jordi, ¿qué hicimos mal?»
Testando las habilidades de la camada nos vemos obligados a considerar que la herencia del yayo Florenci transmitió algo peor que el dinero: transmitió el gen de la cleptocracia, unido a un síndrome de natural modestia. «No podía asumir la repercusión
mediática», ha aducido don Jordi para explicar por qué tardó 23 años en confesar. Consecuentemente, la vocación política de Oriol no arraigó en la promesa de brillo público sino en el interés por sus aduanas más opacas. Ya se sabe lo mucho que la discreción conviene a los negocios.
El filósofo Ludwig Wittgenstein heredó una de las mayores fortunas de Europa. Renunció a su parte en favor de sus hermanos y se recluyó en la cabaña de madera que había construido en un bosque noruego –algo como el nido serrano de Pablo y Tania– para terminar el Tractatus. En ese libro titánico Wittgenstein establece
que los límites de nuestro mundo coinciden con los límites de nuestro lenguaje.
Y concluye: «Sobre lo que no se puede hablar, más vale callarse». Hubo un tiempo en que los límites de Cataluña coincidían exactamente con el perímetro que marcaban los viajes a Andorra del clan Pujol. A aquel mundo honorable le correspondían
también unos límites lingüísticos: se observaba silencio sobre aquello de lo que no se podía hablar. Es decir, sobre el tres por ciento. Lástima que en todo territorio mítico, en Cataluña como en Yoknapatawpha o Macondo, la endogamia acabe causando la degeneración de la raza.