Miguel Urbán
Quienes desde hace meses intentan llegar a Europa a la desesperada huyendo de guerras y hambre llaman al Mediterráneo “el paraíso”, por la cantidad de gente que muere intentando atravesarlo y porque, cuando lo atraviesas, piensas que estás en el infierno y que lo único que te queda es llegar al paraíso.
La falta de voluntad política por aportar soluciones al drama migratorio se muestra con especial crueldad en el Mediterráneo, especialmente en la ruta que separa la costa turca de las islas griegas. La que supuestamente es la zona más vigilada del mundo en estos momentos se ha cobrado 418 muertes en lo que llevamos de año. ¿Tanta vigilancia y ningún faro que ilumine, ninguna mano que rescate? Pero lejos de los focos de las costas, la tragedia no se atenúa.
Pero estas muertes no son fortuitas, sino el producto del racismo de unas políticas que alimentan a las mafias que trafican con personas en vez de habilitar un paso humanitario y seguro para aquellos y aquellas que huyen del terror.
Diariamente familias enteras se agolpan en el embudo humano en que se ha convertido Idomine, en la frontera entre Grecia y Macedonia. Como consecuencia del cierre escalonado de la conocida como “ruta de los Balcanes occidentales”, el norte de Grecia es hoy un inmenso e improvisado campamento de refugiados. En la otra punta del continente, Calais alberga el mayor campo de refugiados de toda Francia, conocido como La Selva, desde donde escribo estas líneas. Hace una semana que los antidisturbios franceses derriban precarias instalaciones y viviendas improvisadas, desalojando así a unos 6.000 migrantes sin ofrecerles alternativa de realojo alguna. La mayoría de ellos se han desplazado a un improvisado campamento a las afueras de la ciudad de Dunkerque, vecina de Calais, lo que ha motivado el cierre de la frontera belga por temor a que terminen llegando a su territorio.
A Europa le sangran las fronteras y le brotan las alambradas. Y en mitad de esta coyuntura de inestabilidad política y violación sistemática de derechos, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, advirtió hace unos días a los potenciales migrantes económicos “ilegales” (sic) de que no intentasen llegar a Europa porque ningún Estado Miembro ejercerá a partir de ahora como país de tránsito. No lo dice un cualquiera: son declaraciones de uno de los máximos responsables de esta UE, que vienen a demostrar una vez la absoluta falta de solvencia y dejación de funciones y de responsabilidad de un proyecto europeo que hace aguas. Una UE más preocupada por protegerse y mantener su paradigma de recortes y austeridad que de resolver las consecuencias humanitarias de una crisis de refugio que es, en definitiva, una crisis política y de derechos.
Inmediatamente después, la Comisión Europea anunció un hecho sin precedentes en la historia de la UE: el primer plan de emergencia humanitaria en suelo europeo, destinado a ayudar a los refugiados que malviven en territorio griego. Pero no nos dejemos engañar por los conceptos: no es que de pronto haya sobrevenido una crisis humanitaria como si se tratase de un fenómeno natural inesperado. Hace un año que miles de migrantes cruzan (o intentan cruzar) a diario las fronteras europeas. Es la inacción comunitaria, el bloque institucional y la falta de voluntad política de la UE la que ha propiciado esta crisis humanitaria en territorio comunitario que ahora se pretende paliar con algunos fondos de emergencia y contratando servicios adicionales de guarda de fronteras y cortafuegos de solicitantes de asilo al Gobierno turco.
Denegar el acceso a aquellos migrantes sin derecho al asilo y a quienes se nieguen a formular la petición en el país de entrada resulta tan contrario a los Derechos Humanos como levantar vallas cada vez más altas o disparar gases lacrimógenos en las fronteras. No solo no solucionará el problema sino que acarreará más sufrimiento y más muertes. La solución pasa, en el corto plazo, por acoger, salvar y dar refugio a quienes hoy se repele y se deja ahogarse en el mar. Y, a medio plazo, resulta fundamental ir al origen de los motivos por los cuales estas personas huyen de sus países de origen: el hambre, la miseria, las bombas, las persecuciones y las consecuencias del cambio climático.
Los cadáveres de los náufragos de las pateras, los muertos en los desiertos y las vallas fronterizas son la expresión de otra forma de racismo: la xenofobia institucional. Un racismo de guante blanco, anónimo, legal y poco visible pero constante, que sitúa una frontera entre los que deben ser protegidos y los que pueden o efectivamente resultan excluidos de cualquier protección. La UE está fracasando como proyecto también en este campo. Su inacción ha abierto la puerta a que sus Estados Miembros legislen en solitario y en clave exclusivamente nacional, pasándose unos a otros la cuestión migratoria como si se tratase de una patata caliente. Pero ahora que la música ha dejado de sonar y ya no quedan sillas vacías que ocupar, la patata caliente se pasa a los países limítrofes para que ejerzan de policías de fronteras y levanten allí, con fondos europeos, los campos de internamiento para refugiados que la UE no quiere ver en su territorio. En este sentido, es paradigmático como se quiere convertir a Serbia en un gran campo de los refugiados que rechaza Europa y a Turquía en la policía de fronteras que contenga la llegada.
El mismo Gobierno de Erdogan que restringe derechos y libertades de forma generalizada y masacra diariamente y con total impunidad al pueblo kurdo, como he podido comprobar en persona durante estos últimos días de misión parlamentaria. Hoy la UE celebra una cumbre “especial” con Turquía con la intención de terminar de “contener” la crisis migratoria. Cuando ya no quedan patatas calientes que pasarse entre Estados Miembros ni fronteras interiores que cerrar esperando así que los solicitantes de asilo se desvíen hasta el país vecino, la UE asume su incapacidad interior jugándoselo todo a la carta de la externalización integral de fronteras. A cambio de frenar el tránsito hacia Europa, de instalar nuevos campos de refugiados y de abrir algunos subsectores de su mercado laboral para que puedan emplearse y desistir de continuar su camino, Turquía espera recibir cuantiosos fondos europeos, la exención de visados para sus ciudadanos de viaje por la UE y, sobre todo y lo que resulta más alarmante, la enésima carta blanca comunitaria.
Entregándole al Gobierno turco el papel de interlocutor preferente, salvavidas de Schengen y vía de escape de las actuales tensiones europeas internas, la UE le otorga también un barniz de legitimidad internacional y mira para otro lado ante las continuas violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en territorio turco. La barbarie de Erdogan queda así legitimada y la UE se vuelve cómplice de los ataques contra la libertad de prensa y manifestación o de los bombardeos que asedian Cizre. Hay un hilo teñido de sangre que une los desalojos de Calais, las familias ahogadas en las costas griegas y las bombas que asolan la tierra kurda: se llama miedo, se llama parálisis europea, se llama xenofobia institucional, se llama Europa Fortaleza.
Pero frente a esta Europa Fortaleza y de los mercados existe otra Europa con otro plan: una Plan B que se ha puesto en marcha desde abajo, con propuestas políticas como la de las Ciudades Refugio, con gentes como las y los activistas de Proactiva Open Arms que cada día luchan para que el Mediterráneo no sea la mayor fosa común del mundo o con los innumerables ejemplos de redes de auto-organización, apoyo mutuo y solidaridad ciudadana con las personas refugiadas y migrantes que nos demuestran que no solo otra Europa es posible, sino también y sobre todo que hoy la propia idea de Europa y del proyecto europeo está en disputa. Y allí estaremos dando esa batalla.