Borja Ventura
La política es como el amor o la religión: o lo sientes
o no lo sientes, o crees o no crees. Hay factores que te hacen querer a
una persona, pero resultan difíciles de explicar porque entran en juego
las pasiones y ciertas cosas que no controlamos. Pasa lo mismo con la fe:
si se siente es un elemento básico de cualquier vivencia y una respuesta
a casi cualquier cosa. Sin embargo, fuera de esas burbujas, la gente mirará
con extrañeza a una pareja que embelesada se come a besos o, convencida,
pone velas a algún santo.
Si hay una pregunta del millón en la política nacional
en los últimos años bien podría ser la que encabeza el artículo: cómo demonios
ha podido sobrevivir, contra viento y marea, el PP en la Comunidad Valenciana,
que tiene a uno
de cada cinco miembros de su grupo parlamentario imputados.
Los escándalos, las imputaciones interminables, la gigantesca deuda que
dejan los pufos urbanísticos y todas esas cosas que hacen que fuera de
esa burbuja política que parece ser la región nadie entienda que los votantes
sigan embelesados con los dirigentes populares y les pongan velas en forma
de voto puntualmente, cada cuatro años desde aquel lejano año 1995 en el
que empieza esta historia.
Los motivos son complicados de explicar de forma exacta,
pero sí hay muchos factores que, poco a poco y en diferente medida, contribuyeron
a construir ese denso blindaje que les ha hecho sobrevivir en el poder
al menos durante dos décadas. Aunque ahora cueste creerlo, la Comunidad
Valenciana era incuestionablemente progresista tanto por tradición —por
aquello de la Guerra Civil, la lengua propia y demás— como por voto —desde
la Transición hasta casi la caída de Felipe González el socialismo
valenciano tenía un peso específico nacional acorde con la potencialidad
económica y demográfica de la Comunidad.
A grandes rasgos hay cinco factores que propiciaron el
cambio de un régimen incuestionable a otro régimen incuestionable. Cuatro
de ellos son gracias a una eficiente estrategia del propio Partido Popular,
que ha conseguido enraizarse de forma profundísima en la cultura valenciana,
y una es un favor que sus rivales le hacen. Y posiblemente ese factor sea
el auténticamente determinante de la supervivencia de estos últimos años.
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Escalada en dos pasos: Benidorm y la presidencia del
partido
Nuestra historia comienza con un jovencísimo y prometedor
político de apenas treinta y cinco años llamado Eduardo Zaplana,
que ni era valenciano ni hablaba valenciano. Estas cosas, que hoy en día
no tienen demasiada importancia en la política regional, por entonces la
tenían. Y mucha. Él fue uno de esos muchos que se iniciaron en la vida
democrática desde las filas de la UCD que, en un acelerado proceso de disolución,
acabó desaguando en las puertas del incipiente Partido Popular.
Su andadura en la política popular llegó en un momento
de cambio: José María Aznar se había hecho con la presidencia del
partido en 1990, imponiendo un nuevo estilo acorde con el rebranding
general que vivió la formación. Agresivo, sin los complejos del pasado
que atenazaban a sus antecesores, joven y directo, el que acabaría siendo
el hombre que tumbara a Felipe González abandonaría la presidencia de la
Junta de Castilla y León para dar el salto al Congreso y empezar su épica
batalla por el poder. Conocedor del talento que había diseminado por la
geografía española, empezó a buscar fichajes con los que regenerar la nómina
de militantes.
Un año después de la llegada de Aznar a la cúspide del
PP, Zaplana se hizo con la alcaldía de Benidorm. Por aquel entonces tenía
unos cuarenta y dos mil habitantes y ya comenzaba a ser un prominente núcleo
de turismo, aunque a la sombra de gigantes como Gandía, unas cuantas decenas
de kilómetros al norte. Llegó al poder gracias a una moción de censura
facilitada por una tránsfuga que casi trunca su progresión política antes
de empezar: al igual que le pasó a Garzón con el caso Gürtel, unas
escuchas muy comprometedoras fueron anuladas por la forma en que se tomaron
y Zaplana vio pasar de largo la espada de la justicia. Aquello fue parte
del llamado «caso Naseiro», y le sirvió para aprender la lección: nunca
jamás volvió a cometer un solo error estratégico.
Desde la atalaya de Benidorm, donde en un tiempo récord
tejió una tupida red de contactos empresariales e infraestructurales, ganó
peso en la sombra del partido a nivel regional. Entonces estaba regido
por Pedro Agramunt, sempiterno senador popular, a quien arrebató la presidencia
del partido de forma casi inexplicable y por unos pocos votos. Aquello
fue como lo de Zapatero en el año 2000, pero con gomina, polo y dejando
atrás un ayuntamiento en ebullición económica. Años después, ya muy lejos
de allí, avalaría la construcción de Terra Mítica y la desmedida extensión
de una ciudad que ahora mismo tiene casi el doble de habitantes que entonces
en invierno y que en tiempos de bonanza ha llegado a tener una población
veraniega estimada de casi un millón de personas.
Aquel Aznar que empezaba a plantar cara a González en la
dialéctica parlamentaria se fijó en él. Su nuevo hombre en la Comunidad
Valenciana era muy de su estilo, incluso en lo ideológico dentro de la
heterodoxia del partido en aquellos días. Liberal, alejado del halo religioso
asociado a anteriores líderes del partido, conservador, inflexible… renovador
y estable a la vez, prometedor en cualquier caso.
De cómo el PP se merendó a la UCD y a UV
Posiblemente lo que terminó de conquistar a Aznar fue la
forma en la que Zaplana supo encontrar su sitio en la política valenciana.
Lo primero que hizo fue demoler al tercer partido en discordia en la región,
una Unión Valenciana que era un partido regionalista de corte tradicional
y conservador, anticatalanista, no necesariamente nacionalista y muy bien
avenido con determinados entornos culturales de la vida valenciana que
tenían un peso específico en la tradición lingüística.
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Zaplana, que es de Cartagena, supo hacer suyo el discurso
anticatalanista que durante años, y de forma cíclica, ha calado en la política
valenciana. Una buena muestra de ello eran los partidos de fútbol: en aquellos
días el Real Madrid no era mal recibido en Mestalla, mientras que los partidos
contra el Barcelona eran auténticas batallas dialécticas. Eran los tiempos
en los que el mapa del tiempo de la televisión catalana incluían al País
Valencià y toda una generación de niños se criaban consumiendo dibujos
doblados al catalán y usando en los colegios libros de valenciano escritos
por editoriales catalanas.
La fama y el poder acabó con la formación: su carismático presidente, Vicente González Lizondo (aquel que sacó una naranja en el Congreso cuando no estaba de moda llevar cosas a la tribuna), fue expulsado del partido por el sector más reaccionario y nacionalista. Su muerte un mes después abrió una disputa interna que hizo que muchos destacados dirigentes cruzaran el Rubicón y se alistaran en el PP. Son gente que luego alcanzaron altas responsabilidades de la mano del propio Zaplana, como Maria Ángeles Ramón-Llin —dos veces consejera.
La sociedad valenciana es un poco como las fallas para
esas cosas: bonita de apariencia, con mensajes de hermandad y sonrisa eterna,
ampulosos monumentos, muy grandes, pero muy de cartón piedra. Y los grandes
discursos del No ens fareu catalans (No nos haréis catalanes) calaban,
y de qué forma.
Con el legado de Zaplana generando dinero a espuertas en
Benidorm, absorbiendo parte del discurso regionalista de UV y con la decadencia
socialista a la que González conseguía sobrevivir pero no así sus barones
regionales, llegó la sorpresa. De quedar como segunda fuerza a catorce
escaños del PSPV, Zaplana consiguió en sus primeras elecciones, las de
1994, quedar diez escaños por encima del socialista y entonces president
Joan Lerma. En cuatro años veinticuatro escaños de vuelco cuando
entonces Les Corts tenían ochenta y nueve. Y, de un plumazo, el PSOE perdía
un importantísimo granero de votos. Nada mal.
El Ejecutivo de González tuvo que recolocar a toda prisa
a los náufragos de aquella debacle: los Lerma, Carmen Alborch y
demás fueron realojados a la espera de una reorganización para volver a
dar la batalla e intentar recuperar el trono perdido en una pelea que imaginaban
corta. Nada más lejos de la realidad. El PP pactó con UV gobernar, en una
conjunción que se conoció como «el pacto del pollo» y que mataba muchos
pájaros de un tiro: desalojaba al PSPV, ponía a Zaplana en el mapa y, de
paso, iniciaba la demolición interna de UV en favor del PP.
Aquel acuerdo tuvo unos efectos similares a los que tienen
las grandes coaliciones —la del PSD y la CDU en el primer gobierno de
Merkel, o el de los Tories y liberales en Reino Unido actualmente—:
el partido en desventaja fue literalmente fagocitado y eliminado por el
partido dominante. Por aquel entonces UV era un partido clave en la gobernabilidad
valenciana, con presencia en el Ayuntamiento y hasta en el Congreso de
los diputados, pero aquello les puso en primera línea, consiguiendo por
ejemplo la presidencia de Les Corts.
La fama y el poder acabó con la formación: su carismático presidente, Vicente González Lizondo (aquel que sacó una naranja en el Congreso cuando no estaba de moda llevar cosas a la tribuna), fue expulsado del partido por el sector más reaccionario y nacionalista. Su muerte un mes después abrió una disputa interna que hizo que muchos destacados dirigentes cruzaran el Rubicón y se alistaran en el PP. Son gente que luego alcanzaron altas responsabilidades de la mano del propio Zaplana, como Maria Ángeles Ramón-Llin —dos veces consejera.
Aquel caldo de cultivo hizo que en 2004, con el partido
relegado a la irrelevancia, su presidente José María Chiquillo se
presentara como marca «popular» en 2004. La historia terminó en 2011 cuando
el entonces presidente Francisco Camps anunció la absorción efectiva
de un partido que, durante estos veinte años, ha ido desapareciendo y cediendo
su cuota ideológica y de votos al PP de forma progresiva y muy rentable.
Pero las conquistas del general Zaplana no terminaron ahí.
Él, que venía de UCD, hizo lo que hacen algunos altos directivos cuando
se pasan a la competencia: llevarse consigo a un puñado de su equipo. Así,
el exsenador Joaquín Farnós, el exeurodiputado José Emilio Cervera,
o personajes de la talla política de Manuel Tarancón, Juan Cotino
o el hombre que sucedió a Zaplana, José Luis Olivas (sí, su nombre
te suena de Bankia), abandonaron las filas del centrismo para ocupar responsabilidades
en el PP. Si a eso se añade la contribución de otros cuyo cambio de equipo
fue aún más notorio, como los exsocialistas Diego Such o Rafael
Blasco, se obtiene una buena idea del acopio de fuerzas que consiguió
forjar a su alrededor durante los siete años que fue presidente.
De hecho, el vuelco que hizo posible su primera victoria
solo hizo que profundizarse: en sus segundas elecciones, las de 1999, sacó
catorce escaños de diferencia, algo que solo logró superar mucho después
Camps, en 2007, cuando Valencia era el epicentro de la locura inmobiliaria.
Toda esta estrategia política no solo tuvo consecuencias
numéricas, sino también ideológicas: el PP valenciano tejió a su alrededor
una red ideológica que aglutinaba a conservadores, liberales, centristas
y regionalistas, lo que sirvió de potente maquinaria para fijar algunas
ideas que aún hoy perduran. Por ejemplo, que el PP es el que defiende los
intereses de la Comunidad frente a las «aspiraciones» (sic) catalanistas,
o que sirve de guardián de la cultura y la tradición valenciana.
Como muestra, un botón: el 2003, con Zaplana en la cima
de su carrera, Lo Rat Penat, una antiquísima y conservadora institución
cultural valenciana que defiende que la Comunidad debería llamarse «reino»,
otorgó la distinción de regina dels Jocs Florals, por la que se
hubiera matado durante la edad de oro, a la hija de Zaplana. Al preguntarle
sobre el asunto él respondió «es evidente que es en agradecimiento a mi
labor de gobierno durante estos años».
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El inicio de la burbuja
Convertido en indiscutible dominador de la política valenciana,
solo faltaba una guinda para el pastel. Pongámonos en contexto: España
tenía las cuotas más altas de paro e insatisfacción laboral conocidas hasta
la presente crisis allá por el final de los 80, con las huelgas generales,
la reconversión industrial, la práctica destrucción del sector agrario
español y otros sacrificios que se llevaron a cabo en el altar de la UE
a cambio de los fondos de cohesión que nos tocaban como «hermanos pobres»
de la incipiente unión continental. Esos mismos fondos de cohesión que
luego sostuvieron nuestra economía y, en parte, hicieron que creyéramos
que éramos ricos… hasta que llegaron a la UE otros más pobres que nosotros
que se quedaron con los fondos.
En aquel momento los escándalos no eran muy diferentes
a los actuales: ahora no hay un GAL, ni una ETA matando a decenas de personas
al año, pero entonces ya había inmensos escándalos de corrupción y acosos
mediáticos para terminar con un gobierno socialista que tras catorce años
en el poder sobrevivía por pura inercia.
Aznar, el que estaba noqueando a González, hizo una especie
de casting nacional de nuevos talentos, donde Zaplana aparecía por
méritos propios. Tras una primera legislatura moderada, con el apoyo de
CiU y con el PSOE desmoronándose, llegó un segundo mandato que fue la oportunidad
soñada para el entonces president: primero ministro de Trabajo y,
después, portavoz, previo paso todo ello por el Senado y el Congreso. Aquel
era el nuevo PP que aún hoy se recuerda, el momento de gloria de muchos
tiburones políticos como él.
Además del feeling entre ambos, Zaplana vendía un
modelo económico de éxito: no es que cogiera un pueblo de pescadores y
lo convirtiera en una urbe antes de cambiar el signo ideológico de la tercera
región más importante del país, pero sí impulsó la reconversión de Benidorm
y alentó que se pusieran las bases para la profunda reforma que vivió Valencia
en concreto y la Comunidad Valenciana en general y alcanzó su cénit de
la mano de Francisco Camps.
Campos de golf para buscar turismo de ricos, reforma de
planes urbanísticos que permitieran la edificación de la costa y dieran
millones a los ayuntamientos para
invertir en infraestructuras y un desmedido
impulso por la especulación inmobiliaria. Valencia cambió completamente
y pasó a ser una ciudad de monumentos y proyectos de futuro que antes hubieran
parecido imposibles. Zaplana no trajo la Copa América, ni el Hilton, ni
la Fórmula 1, pero sin Zaplana nada de eso hubiera sido posible.
Entonces la ola estaba alta y no se adivinaba la resaca.
Por hacer un símil es como si un trabajador de clase media hubiera comprado
un palacio: claro, tu casa es preciosa, el problema es que no solo te quedas
sin dinero sino que tu deuda es tan grande que nadie de tus sucesores podrá
pagarla. Algo así sucedió con Valencia y con la Comunidad Valenciana, pero
entonces nadie lo sabía. Era el momento de la fiesta y el milagro económico,
a la que le sucedería la época del gasto público.
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La transición popular valenciana
Aquí, como en lo del crecimiento «a lo fallero» de la economía valenciana, entra otro componente inmaterial: el empresariado valenciano, incluyendo el comercio, ha sido siempre de corte tradicional, con una hinchadísima visión de sí mismo, que ha generado una enorme cantidad de dinero en entornos rurales donde no hace falta tanto para vivir. Son en muchos casos self-made-men que protegen lo suyo de lo que interpretan como amenazas externas con uñas y dientes. Y eso el PP, tanto el de Zaplana como el de Camps, lo supo ver muy bien.
En ese punto cobra especial importancia la televisión autonómica valenciana, que no se constituyó como un vehículo de defensa de la lengua y cultura propias, ni como un órgano de información sobre el entorno regional. Lo que se creó fue una empresa a imagen y semejanza de esa valencianía: gigantescamente desmesurada —con más gente en informativos de la que hay en Antena 3 y Telecinco juntas—, con más jefes que trabajadores —ocuparon parte del garaje de coches antenizados para construir despachos— y con una gestión económica montada en una burbuja. Como con el símil de la ola, aquello fue bien mientras la burbuja se hinchaba… hasta que estalló.
Canal 9 consiguió notoriedad, audiencia y dinero inventando formatos basura como Tómbola. Progresivamente castellanizó su contenido, dando cancha a artistas y famosos afines, a los que recolocaba a precios millonarios. Abrieron el debate de la privatización de televisiones autonómicas allá por 2003, cuando la externalización de contenidos era una constante. El funcionamiento era sencillo: cuando había que recortar se hacían despidos ejemplarizantes de gente afín, que montaba una productora privada que acababa llevándose dinero público por la realización de programas carísimos y generalmente sin audiencia.
No es casual, por ejemplo, que en Valencia a día de hoy no haya Ikea a pesar de que llevan años asegurando que se va a construir: el empresariado del mueble, arruinado por la irrupción de fabricantes extranjeros, el hundimiento inmobiliario y la falta de adaptación del sector, lleva años haciendo trabajo de lobby bloqueando su construcción. Y la Generalitat, consciente de la importancia de su apoyo, transigiendo. Y ese es solo un ejemplo, pero durante estos años ha habido miles.
Y mientras, las izquierdas descompuestas
El tablero de Risk ha tenido esa forma durante años: un PP hegemónico, con un modelo económico de crecimiento continuo, que supo absorber las cuotas de poder de rivales directos como UCD y UV, con un líder carismático con peso en Madrid, en un momento de bonanza, con industria y empresariado haciendo suyas las banderas del mantenimiento de lo propio frente a la amenaza exterior y con una gigantesca arma de propaganda. Todo eso por sí mismo, además de la inercia, podría explicar estos veinte años de hegemonía popular. Pero falta el detalle más importante: durante todos estos años, y aún ahora, no han tenido un rival.
En esa estructura económica con un crecimiento exponencial,
y con los dos pies en Madrid, Zaplana quiso mantener su peso específico
en Valencia. Tras él Olivas dirigió un ejecutivo interino y temporal, que
heredó en las urnas Camps. Aún resuena el restallar de sables de la batalla
que, durante años, «zaplanistas» y «campsistas» libraron en la Comunidad.
Como si de una guerra civil política se tratara, los fieles del expresident
se concentraban en la provincia de Alicante y algunos puntos del entorno
de Valencia, mientras que Camps controlaba los núcleos de poder que consiguió
arrebatar a los pocos alcaldes socialistas que quedaban en el anteriormente
conocido como «cinturón rojo» de la capital y, sobre todo, la protección
que desde Castellón le daba Fabra (sí, el de la lotería).
Mientras en Valencia se construía y decidía, Alicante y
Castellón emergían como potencias económicas. Los modelos eran diferentes,
y los «líderes» también: en un lado el turismo y la industria —juguete,
calzado, mueble…—; en el otro el turismo y otra industria —Porcelanosa,
Pamesa, Mercadona…—. Las guerras políticas solo son visibles cuando se
pierde, y el problema era menor porque el PP arrasaba. Pero es que incluso
esa guerra favoreció al PP en lugar de dividirlo: a pesar de las evidentes
tensiones y desencuentros por el hecho de que el discretísimo Camps no
se dejaba gobernar por Zaplana y los suyos, el modelo económico funcionaba
tan bien que había tarta para todos. Con el tiempo el propio Camps, educado,
tranquilo y cabal, se convirtió en un ambicioso y ciego político que encadenó
éxitos y llegó a sostener al ahora presidente del Gobierno. En cierto modo
la pelea encubierta entre el modelo de Aznar y el de Rajoy fue un
poco como la de Zaplana y Camps: el fin de una época y el inicio de otra.
Esa nueva escuela popular valenciana ya no era la de viejos
centristas reconvertidos o regionalistas adoptados. El Barça ya no era
el enemigo en Mestalla, sino el Real Madrid. El PP se llenó de jóvenes,
ya nacidos para la política con un PP poderoso, de familias económicamente
pudientes, con coches imponentes y mucha vinculación con el poderoso y
tradicional empresario valenciano. La construcción cimentó amistades muy
lucrativas.
Aquí, como en lo del crecimiento «a lo fallero» de la economía valenciana, entra otro componente inmaterial: el empresariado valenciano, incluyendo el comercio, ha sido siempre de corte tradicional, con una hinchadísima visión de sí mismo, que ha generado una enorme cantidad de dinero en entornos rurales donde no hace falta tanto para vivir. Son en muchos casos self-made-men que protegen lo suyo de lo que interpretan como amenazas externas con uñas y dientes. Y eso el PP, tanto el de Zaplana como el de Camps, lo supo ver muy bien.
En ese punto cobra especial importancia la televisión autonómica valenciana, que no se constituyó como un vehículo de defensa de la lengua y cultura propias, ni como un órgano de información sobre el entorno regional. Lo que se creó fue una empresa a imagen y semejanza de esa valencianía: gigantescamente desmesurada —con más gente en informativos de la que hay en Antena 3 y Telecinco juntas—, con más jefes que trabajadores —ocuparon parte del garaje de coches antenizados para construir despachos— y con una gestión económica montada en una burbuja. Como con el símil de la ola, aquello fue bien mientras la burbuja se hinchaba… hasta que estalló.
Canal 9 consiguió notoriedad, audiencia y dinero inventando formatos basura como Tómbola. Progresivamente castellanizó su contenido, dando cancha a artistas y famosos afines, a los que recolocaba a precios millonarios. Abrieron el debate de la privatización de televisiones autonómicas allá por 2003, cuando la externalización de contenidos era una constante. El funcionamiento era sencillo: cuando había que recortar se hacían despidos ejemplarizantes de gente afín, que montaba una productora privada que acababa llevándose dinero público por la realización de programas carísimos y generalmente sin audiencia.
Con semejante monstruo montado, el paso maestro fue hacer
de aquello un aparato de propaganda masiva. No en la forma en la que casi
todos los medios públicos españoles no han sido, sino de forma profunda
y mucho más latente. La audiencia rural de la región, formada por personas
mayores que en muchos casos sintonizaban Canal 9 para ver si hablaban de
su pueblo en la tele, tenían ante ellos un No-Do de más de una hora
de duración que dedicaba gran parte de la emisión a hablar de lo que hacía
el Govern. Ese mismo aparato propagandístico hizo que, cuando los escándalos
de corrupción arreciaron y Camps dimitió, muchos se preguntaran por qué:
en Canal 9 el caso Gürtel jamás fue mencionado junto al de Camps, que llegó
a sentarse frente al juez sin que Canal 9 lo contara.
El uso que se hizo entonces del órgano de comunicación
de la Generalitat fue el de la defensa: los casos de corrupción se vendieron
como causas del Gobierno central contra el valenciano, ellos que habían
creado la crisis atacaban a los dirigentes que habían traído prosperidad
y habían puesto a Valencia en el mapa, los del circuito Ricardo Tormo,
la Fórmula 1, las obras de Calatrava, el Bioparc, la Copa América
y tantas cosas más. De nuevo como con el supuesto catalanismo: todo era
un ataque contra lo propio, y en esa dialéctica el empresariado valenciano
respondió muy bien del lado del Consell.
No es casual, por ejemplo, que en Valencia a día de hoy no haya Ikea a pesar de que llevan años asegurando que se va a construir: el empresariado del mueble, arruinado por la irrupción de fabricantes extranjeros, el hundimiento inmobiliario y la falta de adaptación del sector, lleva años haciendo trabajo de lobby bloqueando su construcción. Y la Generalitat, consciente de la importancia de su apoyo, transigiendo. Y ese es solo un ejemplo, pero durante estos años ha habido miles.
Y mientras, las izquierdas descompuestas
El tablero de Risk ha tenido esa forma durante años: un PP hegemónico, con un modelo económico de crecimiento continuo, que supo absorber las cuotas de poder de rivales directos como UCD y UV, con un líder carismático con peso en Madrid, en un momento de bonanza, con industria y empresariado haciendo suyas las banderas del mantenimiento de lo propio frente a la amenaza exterior y con una gigantesca arma de propaganda. Todo eso por sí mismo, además de la inercia, podría explicar estos veinte años de hegemonía popular. Pero falta el detalle más importante: durante todos estos años, y aún ahora, no han tenido un rival.
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El Partido Socialista no ha sabido hacer la digestión
de su derrota en todo este tiempo. Desde la caída de Lerma han desfilado
por su primera línea Antoni Asunción, exministro de González, Joan
Ignasi Pla, Jorge Alarte y ahora Ximo Puig. Cuatro caras y múltiples
familias, empezando por las que ya en tiempos de Lerma estaban en pie —Ciprià
Císcar, por ejemplo, sigue siendo diputado y Leire Pajín, ahora
de retiro laboral, solo conserva un cargo político y es en la Ejecutiva
regional.
Sirvan dos ejemplos recientes para ilustrar la profundidad
de las peleas internas. El primero, el de Joan Ignasi Pla, el único candidato
que ha repetido desde Lerma y cuya salida fue forzada desde Ferraz porque
se negó a dimitir; lo hicieron filtrando a la Cadena SER información sobre
unas obras irregulares en su casa. El segundo, el de Antoni Asunción, que
acabó fuera del partido al perder las primarias abiertas en las últimas
autonómicas al acusar de «pucherazo» a la formación.
Además de por su inestabilidad, el PSPV le ha puesto muy fácil al PP las cosas, por ejemplo validando su discurso anticatalanista: las siglas del socialismo valenciano responden a Partit Socialista del País Valencià. Esto, que ya de por sí llama la atención, fue un intenso punto de conflicto hace unos cinco años cuando Jordi Sevilla, al dejar la cartera ministerial, fue enviado por Zapatero a poner paz en la organización. Ya el primer punto de su plan, que pasaba por renombrar la organización al estilo catalán (PSV, Partit dels Socialistes Valencians) fue rechazado en plano. Sevilla acabó tirando la toalla y publicando sus impresiones en su blog, donde habló de «oxidadas palancas» imposibles de mover.
Otro problema evidente, producto de esa guerra de taifas continua, es el ensimismamiento del partido: no solo tienen peleas internas, lo cual es grave, sino que parecen no ser conscientes y parecen creerse siempre preparados para gobernar. Sin embargo, la desconexión con la calle es absoluta, a juzgar por su progresiva pérdida de representatividad que se dilata incluso en los sondeos para 2015.
Retomando el asunto del catalanismo se presenta un problema más, dados los guiños que el PSPV sigue haciendo a esa corriente y que con detalles como el cambio de denominación parece seguir queriendo hacer: en la Comunidad Valenciana no hay una alternativa política de izquierdas que no sea, de forma más o menos cierta, catalanista. Y eso, que posiblemente un socialista valenciano negaría a pesar de las siglas (argumentando que el nombre es una denominación histórica que nada tiene que ver con el catalanismo) es algo que se ve, por ejemplo, en cada manifestación sindical o, incluso, de colectivos sociales de izquierda: las banderas independentistas catalanas ondean, pero las valencianas —con la franja azul y sin estrella— no. Es una especie de aversión similar a la que en el espacio público español se siente por la bandera.
Enric Nomdedéu, portavoz de Compromís en el Ayuntamiento y la Diputación de Castellón, considera que durante todos estos años dos razones explican la supervivencia del PP: «Se ha generado cierta tolerancia social frente a la corrupción y, a la vez, ha faltado una alternativa creíble… y eso es algo que va íntimamente ligado a lo primero», explica.
Y es que a la izquierda del PSPV las cosas tampoco han sido fáciles: hasta cuatro combinaciones diferentes de partidos han intentado presentarse a sucesivas elecciones, lo que ha provocado que hasta las de 2011 solo hubiera tres partidos con representación en la Cámara. Así, hasta 1998 Esquerra Unida (IU) y el Bloc —nacionalistas, catalanistas y de izquierdas— se presentaban separados. En 2003 EU firmó un acuerdo, La Entesa, con todos los grupos regionalistas de izquierdas salvo con el Bloc. En 2007 por primera vez concurrieron todos unidos como Compromís y en las últimas elecciones, las de 2011, la coalición se rompió y EU volvió a concurrir por su parte. Otra locura semejante a la del PSPV.
¿Qué pasó entre todas esas formaciones en este tiempo? De todo: peleas entre filocomunistas y regionalistas, entre unos ecologistas y otros, pasos de personas de una formación a otra y, finalmente, peleas programáticas.
Además de por su inestabilidad, el PSPV le ha puesto muy fácil al PP las cosas, por ejemplo validando su discurso anticatalanista: las siglas del socialismo valenciano responden a Partit Socialista del País Valencià. Esto, que ya de por sí llama la atención, fue un intenso punto de conflicto hace unos cinco años cuando Jordi Sevilla, al dejar la cartera ministerial, fue enviado por Zapatero a poner paz en la organización. Ya el primer punto de su plan, que pasaba por renombrar la organización al estilo catalán (PSV, Partit dels Socialistes Valencians) fue rechazado en plano. Sevilla acabó tirando la toalla y publicando sus impresiones en su blog, donde habló de «oxidadas palancas» imposibles de mover.
Guillermo López, profesor de la Universitat de València
y autor de La
Paella Rusa, un influyente blog satírico
muy crítico con el Consell, coincide con la visión externalizadora de las
culpas. «Hasta 2011, la respuesta es, a mi juicio, que podían echarle todas
las culpas al rival, al PSOE y a Zapatero, en cuanto al impacto de la crisis.
Su modelo, aunque ya se veía que no funcionaba, ni el ladrillo ni los eventos,
aún lograba calar socialmente. No es hasta que llega Rajoy al poder cuando
queda claro que ni es verdad que el PP pudiera solucionar la crisis, ni
es verdad que el PP sea el partido que defiende a los valencianos».
En las primarias que se celebraron para elegir candidato
a las elecciones autonómicas de 2011 se postularon hasta cinco candidaturas,
que luego se quedaron en cuatro y luego en dos que consiguieron avales
suficientes. Ese es el nivel de fragmentación interna.
Otro problema evidente, producto de esa guerra de taifas continua, es el ensimismamiento del partido: no solo tienen peleas internas, lo cual es grave, sino que parecen no ser conscientes y parecen creerse siempre preparados para gobernar. Sin embargo, la desconexión con la calle es absoluta, a juzgar por su progresiva pérdida de representatividad que se dilata incluso en los sondeos para 2015.
Retomando el asunto del catalanismo se presenta un problema más, dados los guiños que el PSPV sigue haciendo a esa corriente y que con detalles como el cambio de denominación parece seguir queriendo hacer: en la Comunidad Valenciana no hay una alternativa política de izquierdas que no sea, de forma más o menos cierta, catalanista. Y eso, que posiblemente un socialista valenciano negaría a pesar de las siglas (argumentando que el nombre es una denominación histórica que nada tiene que ver con el catalanismo) es algo que se ve, por ejemplo, en cada manifestación sindical o, incluso, de colectivos sociales de izquierda: las banderas independentistas catalanas ondean, pero las valencianas —con la franja azul y sin estrella— no. Es una especie de aversión similar a la que en el espacio público español se siente por la bandera.
Ante todos estos problemas internos, la alternativa se
ha ido fraguando en otras vías. Un caldo de cultivo propicio ha sido el
cultural. Es curioso, por ejemplo, el ejemplo de Gandía, donde mientras
gobernó la izquierda se hacían correllengües y conciertos de grupos
más o menos catalanistas, algo que ha cambiado a las corridas de toros
y Julio Iglesias en cuanto el PP ha llegado al Ayuntamiento. Y eso
que la ciudad hace muchos años que dejó de ser el centro turístico que
fue cuando Zaplana despertaba en Benidorm.
En esa trinchera, la cultural, la corriente a la izquierda
del PSPV ha ganado muchos enteros: muchos profesores de secundaria, gente
de corte más joven vinculada a la docencia y la cultura, participan de
forma más o menos activa en iniciativas vinculadas a Compromís. La vieja
guardia socialista, que antaño poblaba el ámbito cultural, ha quedado desplazada
a contextos mucho
menos conectados a la gente joven y la calle.
Eso, unido al acierto estratégico de una personalidad emergente
en el ámbito político valenciano, ha acabado por hacer que la balanza de
la izquierda empiece a virar hacia Compromís. Mònica Oltra es mucho
más famosa fuera de las fronteras de la Comunidad Valenciana que cualquier
líder del socialismo regional. Y lo ha conseguido gracias a sus vídeos
en YouTube plantando cara a las formas del PP en Les Corts, con sus camisetas
hostigando a Camps y otros corruptos y capitalizando la respuesta política
en momentos tan delicados como las manifestaciones que tuvieron lugar en
el IES Luis Vives hace cuatro años. Ella, y otros dirigentes de su partido,
estaban a pie de calle con los manifestantes, mientras los socialistas
seguramente hubieran sido desalojados de allí entre abucheos.
Luego vinieron las apariciones de Oltra con Jordi Évole,
su cara en las encuestas y demás. Pero antes que todo esto, cuando Rita
Barberá y Francisco Camps decidieron empezar a demoler El Cabanyal,
barrio protegido culturalmente y que el Tribunal Supremo acabó amparando,
Mònica Oltra fue una de las heridas por las cargas policiales porque estaba
allí, con los vecinos, intentando impedir que las excavadoras arrancaran.
La calle siempre ha sido una forma efectiva para la izquierda de convertirse
en alternativa.
Enric Nomdedéu, portavoz de Compromís en el Ayuntamiento y la Diputación de Castellón, considera que durante todos estos años dos razones explican la supervivencia del PP: «Se ha generado cierta tolerancia social frente a la corrupción y, a la vez, ha faltado una alternativa creíble… y eso es algo que va íntimamente ligado a lo primero», explica.
Y es que a la izquierda del PSPV las cosas tampoco han sido fáciles: hasta cuatro combinaciones diferentes de partidos han intentado presentarse a sucesivas elecciones, lo que ha provocado que hasta las de 2011 solo hubiera tres partidos con representación en la Cámara. Así, hasta 1998 Esquerra Unida (IU) y el Bloc —nacionalistas, catalanistas y de izquierdas— se presentaban separados. En 2003 EU firmó un acuerdo, La Entesa, con todos los grupos regionalistas de izquierdas salvo con el Bloc. En 2007 por primera vez concurrieron todos unidos como Compromís y en las últimas elecciones, las de 2011, la coalición se rompió y EU volvió a concurrir por su parte. Otra locura semejante a la del PSPV.
¿Qué pasó entre todas esas formaciones en este tiempo? De todo: peleas entre filocomunistas y regionalistas, entre unos ecologistas y otros, pasos de personas de una formación a otra y, finalmente, peleas programáticas.
Así las cosas, entre la eficacia militar del PP y los recursos
gastados por los partidos de izquierda en pelearse consigo mismos, el panorama
valenciano se enquistó. Y todo eso volvió a reforzar la idea madre con
la que aquel PP de Zaplana empezó a jugar: mientras ellos se pelean o crean
la crisis, solo nosotros defendemos los intereses valencianos.
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El advenimiento del tripartito
En su opinión para este cambio de perspectiva se debe «a que la corrupción se tolera mucho mejor cuando no hay crisis, además de que la intolerancia a la corrupción tiene un efecto acumulativo».
Pero todo este pequeño imperio podría estar tocando a su
fin. Según explica López, «como no hay un duro, ni siquiera está claro
que puedan mantener las redes clientelares que han tendido en estos casi
veinte años. La conjunción de todos esos factores señalados les deja, electoralmente,
en muy mala posición».
Coincide también Nomdedéu: «Creo, y así parecen demostrarlo
las prospecciones demoscópicas, que la situación empieza a cambiar. Y no
solo por el hundimiento electoral del PP, sino por el crecimiento de algunas
fuerzas políticas. Creo honestamente que el posible éxito tiene también
una explicación interna, que es que empezamos a hacer las cosas mejor,
y otra externa, que es que hay mayor permeabilidad a discursos diferentes
por la dimensión dela crisis».
En su opinión para este cambio de perspectiva se debe «a que la corrupción se tolera mucho mejor cuando no hay crisis, además de que la intolerancia a la corrupción tiene un efecto acumulativo».
Desde hace más de un año, el PP, que de la mano de Alberto
Fabra intenta
denodadamente apartar a los imputados de primera
línea, está cambiando su habitual comunicación azuzando
la idea de que el tripartito conduciría a la ruina.
Porque el tripartito, según los sondeos, es más que probable: la suma del
PSPV, Compromís y EU desbancaría al PP tras más de dos décadas.
En
dichas encuestas se confirman las tendencias
que se han visto desde los últimos años: el PSPV, aunque sigue siendo el
principal partido de la oposición, sigue derrumbándose, mientras a su izquierda
multiplican los escaños. La fragmentación de Les Corts, que hasta hace
nada era cosa de tres partidos, seguiría con hasta cinco formaciones…
y eso a pesar del umbral del cinco por ciento de los votos necesarios para
entrar en el Parlament. Mònica Oltra es, además, la líder mejor valorada
con una amplia distancia y, de forma significativa, los del PP salen francamente
mal parados… con lo que significa que Rita Barberà, la que sale en cada
procesión o salta en el balcón en cada fiesta de Fallas, pierda su aura
de intocable.
De aquí a 2015, las próximas elecciones, queda mucha tela
por cortar y mucho por resolver en la Comunidad Valenciana, sobre todo
ahora que las pistas de la investigación del caso Gürtel vuelven a apuntar
a la posible
financiación irregular de la formación. El discurso
del miedo que empieza a agitar el PP también puede tener mucho que decir,
a pesar de todo, dadas las férreas estructuras tejidas durante todos estos
años, por maltrechas que estén, y sumando a eso la herencia del término
«tripartito» en el imaginario español en general y valenciano en particular,
por aquello de la asociación con Cataluña.
Pero, pese a las precauciones, sí parece que los vientos
empiezan a cambiar en la tierra de Calatrava, el aeropuerto de Castellón
y el accidente del Metro que nunca se investigó en condiciones. El problema,
en cualquier caso, sobrevivirá a quienes lo agigantaron: no es que la Comunidad
Valenciana no tenga dinero, es que tiene deudas mucho mayores que su capacidad
de generar riqueza… así que el problema no se solventará con un cambio
de timoneles, si es que llega a producirse. El problema está para quedarse,
quién sabe si otros veinte años más.