Luis Matías López
Más de 10 millones de personas murieron –sobre todo en África, entre
1996 y 2001- por no poder acceder a los nuevos medicamentos
antirretrovirales que permitían controlar el sida y suponían la gran
esperanza de supervivencia para la legión de afectados por la peor plaga
de la historia reciente. Las grandes compañías farmacéuticas,
suculentos negocios con disparatados beneficios, bloquearon el acceso a
los genéricos de bajo coste que habrían permitido salvar a todas esas
víctimas, el doble de las que causó el Holocausto nazi. De la magnitud
del despropósito da idea que el precio de venta del tratamiento anual
para un infectado del VIH rondaba en Estados Unidos los 15.000 dólares,
mientras que su réplica en India no superaba los 200, pese a lo cual aún
resultaba rentable fabricarlo.
La codicia del conjunto de empresas multinacionales que se conoce
como Big Pharma no habría prevalecido sin la complicidad de los
gobiernos occidentales, principales contribuyentes a la investigación y
desarrollo de nuevos fármacos. Esto desmonta el argumento de los grandes
laboratorios para defenderse de la acusación de perpetrar con
premeditación y alevosía el
crimen del siglo: que esos precios
desmesurados y el monopolio que supone en la práctica la prolongada
protección de las patentes permiten las inversiones en I+D (entre el 4% y
el 8% de los ingresos, según las fuentes) imprescindibles para
desarrollar remedios contra las enfermedades más graves, desde el sida
al cáncer o la malaria.
El
lobby farmacéutico es tan potente que ese genocidio
sanitario que se cebó sobre todo en África, en los más pobres entre los
más pobres, se produjo sin una gran repercusión mediática, ignorado o
tratado sin gran relevancia por los grandes medios de comunicación, pese
a los gritos impotentes de un puñado de activistas y ONGs. De hecho, lo
que más sorprendió al cineasta indo-irlandés Dylan Mohan Gray cuando, a
mediados de la pasada década, tuvo conocimiento cabal del problema fue
que no se hubiese dedicado ninguna película a exponer y denunciar la
situación. Él llena en parte ese hueco con el documental
Fire in the blood (Fuego en la sangre), que presentó la semana pasada en Valladolid en la sección Tiempo de Historia de la Seminci.
El filme ilustra la lucha de unos cuantos
francotiradores que,
en África y la India, se esforzaron durante años por acabar con el
monopolio del Big Pharma. Por extraño que parezca, lo lograron, aunque
el camino quedó sembrado de millones de cadáveres de infectados que no
pudieron ser tratados por su falta de medios. Entre esos quijotes se
encontraban Peter Mugyenyi, director del principal centro de tratamiento
e investigación del sida en Uganda; el activista surafricano Zackie
Achmat y, sobre todo, el investigador Yusuf Hamied, de la farmacéutica
india Cipla, que se empeñó en una campaña a escala mundial para
proporcionar antirretrovirales a precio de costo a los países más pobres
y con más enfermos, así como para facilitarles la tecnología para
producirlos
in situ.
De golpe y porrazo, la plaga se controló. La mayoría de los afectados más graves
resucitaron y
pudieron hacer vida normal. David venció a Goliat, y superó los campos
de minas plantadas por las multinacionales farmacéuticas, la
incomprensión de la Organización Mundial de la Salud, la indiferencia de
la UE y el rechazo activo de los Gobiernos de Estados Unidos y del
resto de Occidente.
En el coloquio posterior al pase de
Fire in the blood, Dylan
Mohan Gray defendió lo obvio: que “el interés público debe imponerse
sobre el de las grandes compañías farmacéuticas”, y que permitir que
éstas se salgan con la suya, con la
ética capitalista de obtener
el máximo resultado con la mínima inversión, constituye un inaceptable
“pacto con el diablo”. Con todo, su conclusión es pesimista: se ganó una
batalla, pero se puede perder la guerra, si se hacen realidad los
peores temores sobre el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de
Cooperación Económica (TPP), cuya negociación, rodeada del máximo
secretismo, podría concluir este año.
El TPP pretende liberalizar las economías de la región Asia-Pacífico y
se firmó en 2005 por Brunei, Chile, Nueva Zelanda y Singapur, países a
los que ahora se sumarán Estados, Unidos, Japón, Canadá, Australia,
Malaisia, México, Perú y Vietnam. En conjunto, suponen dos quintos de la
economía y un tercio del comercio mundiales. Y aún cabe la posibilidad
de que el tratado, que podría servir de modelo para otros en el futuro,
se amplíe a la totalidad de los 21 países de la APEC. Junto al pacto
similar que discuten EE UU y la UE, las partes interesadas sostienen que
el TPP supondrá un impulso a la economía del planeta que ayudará a
paliar el fracaso de la ronda de Doha para liberalizar el comercio
mundial.
Lo que temen Dylan Mohan Gray, y con él ONGs como Médicos Sin
Fronteras (MSF), es que el TPP, en el caso concreto de sus
estipulaciones para “defender la propiedad intelectual”, permita a las
grandes empresas farmacéuticas mantener durante más tiempo el monopolio
sobre la comercialización de nuevos medicamentos. O lo que es lo mismo,
que se bloquee, con mayor dureza y por periodos más prolongados (hasta
25 años) la futura distribución de nuevos genéricos de bajo coste y de
precio hasta centenares de veces inferior al de las marcas comerciales
de Big Pharma. De esta forma, los tratamientos de, por ejemplo, diversos
tipos de cánceres y del mismo sida, resultado de las investigaciones en
curso y por venir, resultarían una vez más inaccesibles para gran parte
de la población mundial, empezando, cómo no, por el África más pobre.
MSF estima que, a menos que rectifique el rumbo de las negociaciones,
“el TPP se convertirá en el tratado más dañino de todos los tiempos para
el acceso a medicamentos en los países en desarrollo”.
En línea con lo defendido por numerosos activistas y organizaciones
no gubernamentales, Dylan Mohan Gray propone una serie de medidas como
que se prohíba que los propietarios de las patentes monopolicen el
acceso a medicamentos que puedan salvar vidas, que se permita el libre
acceso a la investigación realizada con fondos públicos y que los
Gobiernos de EE UU y Occidente se comprometan a no ejercer presiones
económicas ni amenazar con sanciones a los países en vías de desarrollo
que pretendan facilitar el acceso a sus ciudadanos de medicinas
esenciales. Un objetivo tal vez utópico, pero imprescindible si se
quiere evitar otro
crimen del siglo.