Jaume-Grau
A mediados del pasado mes de agosto, mientras tomaba una caña en la terraza del bar Felip en Selva de Mar, -un pequeño pueblo de l’Alt Empordà-, observé una curiosa escena. Un hombre que sobrepasaba los sesenta, recio y rústico, pero de apariencia acomodada, se encontraba con un joven de unos 30 años, con rastras en el pelo y un tatuaje que le cubría la totalidad del jarrete de su pierna izquierda. El contraste entre los dos personajes era muy chocante. Se trataba de su primer encuentro, se presentaron y se sentaron en una mesa muy cercana a la que yo ocupaba. Dos personas absolutamente dispares en cuanto a extracción y cultura, hablando animada y cordialmente de algo que parecía que les era común: de suministro de agua, de carreteras y accesos, de transporte y de menús a buen precio. Durante este verano he podido observar versiones de esta misma escena en distintas partes de Catalunya: grupos de jubilados departiendo con veinteañeras, tenderos estudiando planos con estudiantes, campesinos consultando hojas de excel con transportistas… Estos encuentros entre colectivos heterogéneos tiene una explicación bien sencilla, los preparativos para la Via Catalana, el acto que l’ANC (Assemblea Nacional Catalana) organiza el próximo día 11 de septiembre. L’ANC pretende realizar una cadena humana de casi cuatrocientos kilómetros, desde el Perthus hasta Alcanar, 722 tramos numerados de quinientos metros cada uno, coordinados por 30000 voluntarios.
La Via Catalana para la independencia se inspira en la Vía Báltica. El 23 de agosto de 1989, cerca de dos millones de personas se unieron para formar una cadena humana de más de seiscientos kilómetros de longitud, cruzando Estonia, Letonia y Lituania. La fecha de la movilización coincidió con el cincuenta aniversario de la firma del pacto Molotov-Ribbrentop, que facilitó posteriormente la anexión ilegal de las tres repúblicas bálticas por parte de la Unión Soviética. Pese a los impedimentos de todo tipo de las autoridades soviéticas, el acto de reivindicación fue un éxito y dos años más tarde, en el 1991, las repúblicas bálticas recuperaban su soberanía. Hoy, delante de la catedral de Vilnius, el lugar simbólico donde empezó la cadena, hay una placa conmemorativa en el suelo con una sencilla y gráfica expresión: Stebuklas, milagro.
La Via Catalana, que intenta emular a la báltica, ya es un éxito, y no por el hecho de conseguir su propósito de enlazar los dos extremos del Principado, ni por la repercusión mediática que pueda llegar a tener. El éxito de la convocatoria reside, a mi modo de ver, en conseguir que una parte muy importante de la población catalana se ilusione por un objetivo social, en un tiempo en el que la política ha alcanzado cotas altísimas de descrédito y en el contexto de una fuerte crisis económica y de valores. La convocatoria de la Via Catalana es un acto lúdico, festivo, pacífico, transversal socialmente, alegre, que refleja una cierta dosis de candidez y de ingenuidad, tal vez algo naïf en sus formas, pero radicalmente democrático. La Via Catalana para la independencia, como la báltica, constituye un pequeño milagro, un milagro que no pienso perderme, en el tramo número 32, en el Delta del Ebro.
A mediados del pasado mes de agosto, mientras tomaba una caña en la terraza del bar Felip en Selva de Mar, -un pequeño pueblo de l’Alt Empordà-, observé una curiosa escena. Un hombre que sobrepasaba los sesenta, recio y rústico, pero de apariencia acomodada, se encontraba con un joven de unos 30 años, con rastras en el pelo y un tatuaje que le cubría la totalidad del jarrete de su pierna izquierda. El contraste entre los dos personajes era muy chocante. Se trataba de su primer encuentro, se presentaron y se sentaron en una mesa muy cercana a la que yo ocupaba. Dos personas absolutamente dispares en cuanto a extracción y cultura, hablando animada y cordialmente de algo que parecía que les era común: de suministro de agua, de carreteras y accesos, de transporte y de menús a buen precio. Durante este verano he podido observar versiones de esta misma escena en distintas partes de Catalunya: grupos de jubilados departiendo con veinteañeras, tenderos estudiando planos con estudiantes, campesinos consultando hojas de excel con transportistas… Estos encuentros entre colectivos heterogéneos tiene una explicación bien sencilla, los preparativos para la Via Catalana, el acto que l’ANC (Assemblea Nacional Catalana) organiza el próximo día 11 de septiembre. L’ANC pretende realizar una cadena humana de casi cuatrocientos kilómetros, desde el Perthus hasta Alcanar, 722 tramos numerados de quinientos metros cada uno, coordinados por 30000 voluntarios.
La Via Catalana para la independencia se inspira en la Vía Báltica. El 23 de agosto de 1989, cerca de dos millones de personas se unieron para formar una cadena humana de más de seiscientos kilómetros de longitud, cruzando Estonia, Letonia y Lituania. La fecha de la movilización coincidió con el cincuenta aniversario de la firma del pacto Molotov-Ribbrentop, que facilitó posteriormente la anexión ilegal de las tres repúblicas bálticas por parte de la Unión Soviética. Pese a los impedimentos de todo tipo de las autoridades soviéticas, el acto de reivindicación fue un éxito y dos años más tarde, en el 1991, las repúblicas bálticas recuperaban su soberanía. Hoy, delante de la catedral de Vilnius, el lugar simbólico donde empezó la cadena, hay una placa conmemorativa en el suelo con una sencilla y gráfica expresión: Stebuklas, milagro.
La Via Catalana, que intenta emular a la báltica, ya es un éxito, y no por el hecho de conseguir su propósito de enlazar los dos extremos del Principado, ni por la repercusión mediática que pueda llegar a tener. El éxito de la convocatoria reside, a mi modo de ver, en conseguir que una parte muy importante de la población catalana se ilusione por un objetivo social, en un tiempo en el que la política ha alcanzado cotas altísimas de descrédito y en el contexto de una fuerte crisis económica y de valores. La convocatoria de la Via Catalana es un acto lúdico, festivo, pacífico, transversal socialmente, alegre, que refleja una cierta dosis de candidez y de ingenuidad, tal vez algo naïf en sus formas, pero radicalmente democrático. La Via Catalana para la independencia, como la báltica, constituye un pequeño milagro, un milagro que no pienso perderme, en el tramo número 32, en el Delta del Ebro.