Jaume Asens y Gerardo Pisarello
La manifestación del domingo en
Bilbao fue una de las más multitudinarias de los últimos años. Decenas
de miles de personas marcharon juntas bajo una misma pancarta: “Derechos
Humanos, Acuerdo y Paz”. La consigna unió, después de mucho tiempo, a
gentes del PNV y de Bildu. La razón no es un misterio: la ceguera de un
Gobierno y de un sector del Poder Judicial incapaces de aceptar la
irreversibilidad del proceso de paz abierto en el País Vasco tras la
decisión de ETA de 2011 de abandonar las armas.
No es una novedad que la derecha utilice la cuestión vasca (y la
catalana) para ocultar su responsabilidad en la crisis y para fomentar
un nacionalismo español autoritario y anti-democrático. Sin embargo, es
dudoso que la operación pueda repetirse ad nauseam. Hace unas semanas,
el colectivo de expresos de ETA reconoció el daño que había causado y
rechazó el uso de la violencia para lograr sus objetivos políticos. Para
algunos, comenzando por las víctimas de esa violencia, puede resultar
insuficiente. Pero es mucho más de lo que ha hecho el Gobierno, empeñado
en volver inviable el proceso de paz, a fuerza de convertirlo en una
suerte de imposición arrogante de los vencedores sobre los vencidos,
incluidas sus familias.
Los participantes en la declaración no eran aprovechados que hablaran
amparándose en la impunidad. Eran personas que habían pagado sus
delitos con prisión de entre 20 y 30 años (a veces más). Todo ello en un
país donde supuestamente las penas no pueden utilizarse como una forma
de venganza o de castigo sin límites. La declaración podrá no complacer
las demandas de algunos. Pero asumía la legalidad penitenciaria y, lejos
de la antigua reclamación de amnistía, se mostraba abierta a la
reinserción individual de los presos. Esta era una de las exigencias
principales de grupos pacifistas vascos como Lokarri y de varias
organizaciones internacionales de resolución de conflictos. También
formaba parte de la llamada Vía Nanclares, puesta en marcha por el
Gobierno de Zapatero tras el fracaso del proceso de diálogo de 2006. Se
trataba, pues, de un paso previo al proceso unilateral de disolución de
la banda y de una apuesta decisiva para consolidar el anuncio del cese
definitivo.
A pesar de todo ello, el Gobierno del PP y sus aliados judiciales
reaccionaron de la manera más cerril posible. El juez de la Audiencia
Nacional, Eloy Velasco, decidió prohibir la marcha en favor de un cambio
de política penitenciaria convocada por el colectivo “Tantaz Tanta”
(Gota a Gota). Velasco no es un juez cualquiera. Fue miembro del
Gobierno del PP en Valencia y sus actuaciones en esta cuestión están
signadas por un revanchismo incompatible con un mínimo de independencia.
El magistrado que examinó antes que él la legalidad de la
manifestación, Pablo Ruz, consideró que no existían indicios de que con
ella se buscara “enaltecer el terrorismo”. Sin embargo, Velasco sostuvo
que la organización convocante era una tapadera de otra suspendida
judicialmente por formar parte del “entramado de ETA”. Las pruebas, en
su opinión, eran concluyentes: el objetivo de la movilización coincidía
con otros similares defendidos por la organización suspendida; ergo, se
trataba de una estrategia al servicio del terrorismo.
También el ministro Fernández Díaz reaccionó a las peticiones de los
colectivos de presos con una contraofensiva represiva. Ordenó un
registro irregular del despacho del abogado y senador por Bildu, Iñaki
Goioaga, así como la detención de tres letrados acusados de hacer de
puente entre los presos y el mundo exterior. El Colegio de abogados de
Bizkaia calificó la operación policial de despropósito e incluso desde
El País se sugirió que el objetivo de estas medidas era torpedear el
proceso de paz.
Ciertamente, ni el Partido Popular ni sus aliados en el poder
judicial han actuado siempre así. Cuando el ex presidente Aznar carecía
de mayoría absoluta, autorizó contactos con lo que el mismo llamaba
“Movimiento de Liberación Nacional Vasco”. Asimismo, acercó a 200 presos
a las cárceles vascas en plena actividad frenética de la banda. El
propio lehendakari Iñigo Urkullu recordó con perplejidad que este tipo
de marchas llevaba años realizándose, incluso cuando ETA seguía
asesinando.
Con la insistencia en su línea más dura, sin duda, el Gobierno
pretende remontar en las encuestas, contentar a sus sectores más
extremistas y paralizar a quienes discrepan. Lo mismo en el País Vasco
que en Cataluña, contra los recortes o contra la criminalización del
aborto. Puede que se salga con la suya. Pero semejante siembra puede
traer consigo más de una tempestad. La obsesión por dinamitar todos los
puentes hacia la paz, identificándolos con una estrategia al servicio de
ETA, ha emponzoñado la vida en el País Vasco y fuera de él hasta
límites indecentes. Ha servido para cerrar periódicos, ilegalizar
formaciones políticas, prohibir manifestaciones, imputar a personas de
acreditadas convicciones pacifistas o simplemente impedir reuniones,
manifestaciones o debates públicos. Sin embargo, se trata de un camino
que comienza resultar intolerable incluso para gente que no pertenece al
mundo abertzale.
Tras el éxito de la manifestación del domingo en Bilbao, un grupo de
organizaciones ha anunciado, para los próximos meses, una cadena humana
de Durango a Pamplona a favor del “derecho a decidir”. Ya no solo es
Cataluña. Es también el País Vasco. Y son, en realidad, muchos otros
rincones del Estado en los que el derecho a manifestarse, a protestar, a
recuperar los espacios de decisión ilegítimamente expropiados, comienza
a ser visto como algo irrenunciable. Contra el miedo, contra la
violencia de un Gobierno cínico y arbitrario, y en defensa de la
democracia. Habrá que ver qué ocurre.