Isidro López ()
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El análisis de lo sucedido en la jornada electoral dará todavía para muchas explicaciones y conjeturas. Pero la pregunta que anda rondando detrás de todas es ¿cómo le ha podido desaparecer un millón cien mil votos a Unidos Podemos? Y otra pregunta relacionada, ¿hacia donde debe ir una realidad de partido (Podemos) en la que se han depositado tantas esperanzas de transformación? Pero antes de probar una respuesta, es necesario considerar algunas cuestiones “externas”. De una parte, en la arena estatal, la victoria del PP no garantiza, ni mucho menos, un gobierno estable. Seguimos en la estela de la ingobernabilidad que se fijó el 20D. De otra, y de manera quizá más decisiva, continuamos metidos dentro de un contexto económico y europeo extraordinariamente turbulento. Todo ello sigue haciendo añicos tanto las fantasías de recuperación económica (si por este término entendemos una mínima recomposición material de una sociedad rota desde hace ya casi una década), como de un proyecto político estable de unas elites europeas cada mas erosionadas en su legitimidad. Dicho de otro modo, a la luz de los elementos materiales, estamos aún lejos de experimentar un cierre por arriba de la crisis económica y política.
Metidos en la respuesta al ¿qué pasó? y ¿qué hacer?, conviene desechar también las explicaciones fáciles. Lo que ocurrió el domingo no fue el resultado de una supuesta derechización del electorado. En conjunto el bloque conservador apenas ganó 300.000 votos, en su mayoría procedentes de la abstención. Mucho se ha hablado del triunfo del discurso del miedo como causa de la victoria del PP, pero quizá sea más pertinente hablar de una dinámica de refugio en el Estado provocada por la implosión de Ciudadanos, la mayor fuente de crecimiento de votos del PP.
Ciudadanos nació como nuestra particular Liga Norte: en este caso, la unidad de España sustituía las veleidades secesionistas de la Padania, que sostuviera lo que se puede llamar un programa antisistema de derechas centrado en el regeneracionismo político contra la corrupción y el “despilfarro”. En el corazón del discurso de Ciudadanos apenas hemos conocido otra cosa que el ataque a los coches oficiales, las diputaciones e incluso a los organismos autonómicos; considerados todo ellos nidos de corrupción a los que oponen una concepción fundamentalmente meritocrática de la política. El problema es que Rivera y los suyos traicionaron este rol después de diciembre. En su lugar pusieron la reconstrucción del Estado, abriendo la puerta al PP, el auténtico “partido de Estado”. Sin duda, la corrupción como foco político, y su reverso la regeneración, son territorio pantanoso. Los efectos estigmatizantes pueden posarse en personas concretas y no alcanzar la dimensión sistémica. Si en la Italia de Manos Limpias no fue así, y provocó la caída de todo el sistema de partidos, fue porque su cierre por arriba, Berlusconi no se presentó como un proyecto de recuperación del Estado sino como su conversor en empresa privada. Por eso Ciudadanos está condenado a la subalternidad, a ser un comodín de los partidos tradicionales.
Por volver a Unidos Podemos, a la cuestión acerca de la desaparición de su voto, otra cuestión que aparece en todos los análisis es el error de las encuestas. Sin embargo, también aquí hay que probar lineas de interpretación alternativas. Es extraordinariamente extraño que todas las encuestas, incluido el CIS, dieran a Unidos Podemos sistemáticamente un 25% (y esto desde los primeros momentos de la confluencias) y que, como bien apuntaba el polítologo Pepe Férnandez Albertos, todas estuvieran equivocadas y nadie percibiera nada. Más probable parece que el paso a la abstención de los potenciales votantes de Unidos Podemos se haya producido en las últimas dos semanas. De hecho, no fue hasta entonces cuando algunas encuestas empezaron a señalar una mayor debilidad del voto a Unidos Podemos. Tendremos que esperar al CIS postelectoral para confirmar este extremo, por otro lado bastante probable, y que daña sobremanera la interpretación de aquellos que quieren culpar ex ante, y sin concretar, ni argumentar empíricamente, a la confluencia como la causa de la pérdida de más de un millón de votos.
Si lo dicho es cierto, la campaña produjo paradójicamente una rápida desmovilización del electorado de Unidos Podemos. Desde que el 15M mutara en Podemos y el movimiento se hiciera propuesta electoral, las campañas han sido decisivas para generar movilización. De hecho, las campañas han sido casi las únicas formas de movilización de masas que hemos visto desde 2014; hasta el punto de ser capaces de aupar a las distintas candidaturas municipales y a Podemos con resultados en ocasiones espectaculares. Así ocurrió en mayo del año pasado y tambien en diciembre. En esta misma línea, el potencial de la confluencia no descansaba tanto en la mera suma de votos, cuanto en su capacidad para generar movilización y desborde, tal y como lo hicieron las candidaturas municipalistas en mayo y las confluencias territoriales en diciembre. Sin embargo, para que esta estrategia sea efectiva, las campañas requieren convertirse en el alimento de la movilización. El 26J fuimos testigos de una apuesta clara de la dirección de campaña, entregada a los sectores más reticentes a la confluencia, por una campaña de contención, conservadora y centrada en la normalización. Una campaña sin duda más alimentada por el miedo a los efectos que pudiera tener la confluencia sobre esa abstracción llamada “votante medio” que por una exploración de las potencialidades de la confluencia y, más en general, de las potencialidades del ciclo que se abrió el 15M. Este campo de posibilidades es lo que algunos sectores de Podemos, especialmente quienes han diseñado la campaña, no terminan de comprender en toda su radicalidad democrática y constituyente.
La campaña ha padecido pues de una condensación de problemas que, resumiendo, podríamos llamar propios del “partido populista” frente al “movimiento de clase”. Y cuando me refiero a un movimiento de clase, lo hago en referencia a un instrumento político de una clase emergente nacida de la alianza de los sectores de clase media desclasados con las masas populares que llevan sufriendo décadas de relegación. Se trata de una empresa compleja en contextos europeos donde las inercias tienden a llevar el conflicto social hacia las guerras culturales entre ambos estratos. Las categorías son múltiples: progres contra paletos, jóvenes formados contra chavs, o también jóvenes contra viejos. Las dinámicas internas que se han desarrollado alrededor del referéndum del Brexit son la última demostración de este tipo de guerras en un país europeo, a las que durante cierto tiempo también se abonó Manuela Carmena.
Si las campañas, y más en general el partido populista ha perdido la capacidad de movilizar es porque ha cortado el flujo de información y poder de abajo a arriba necesario para superar estas fragmentaciones. Esto convierte a la demoscopia y de los asesores de comunicación en la única fuente para conocer a los sujetos políticos múltiples que orbitan en torno a Podemos. El problema es que la demoscopia y las asesorías de comunicación sólo devuelven imágenes abstractas y desfiguradas de estos sujetos. Quizás esto puede no ser problemático para una hipótesis populista que, de un lado, presenta a una sociedad amorfa y atomizada y de otro, deja al partido como vector único de la dinámica política. Y quizás esto puede servir para “pastorear” un tiempo a una masa informe, pero a largo plazo es un cul de sac.
Las apuestas concretas de la campaña, y su fracaso, son la demostración más palpable de los límites de esta modalidad. El problema del uso de términos como “patria”, antes que un uso ideológico, es un “significante” arbitrario que no responde a la demanda política de casi nadie, y, en ese misma medida no moviliza. De hecho, resulta sorprendente que precisamente aquellos sectores errejonistas que más defienden la transversalidad usen uno de los conceptos más ideológicos y connotados que existen en nuestro acervo político reciente; algo que sólo se explica desde una concepción de lo social como una suerte de espacio liso compuesto de significantes “flotantes” listos para su resignificación en una vitrina de supermercado. Cuando se analice el voto que ha salido desde el PSOE a Podemos habrá que tener en cuenta también el efecto de repulsión que provoca en el votante socialista un término, y una actitud política subyacente, que desde su punto de vista atenta contra la memoria antifranquista. Lo mismo se puede decir de la insistencia en los pactos con el PSOE, que como bien decía
Gregorio Morán en un excelente articulo pueden ser vistos como los principales problemas concretos de representación y delegación entre bases y cúpulas, o entre partido y movimiento:
“Mientras la cúpula está obsesionada por el poder –lógico, nadie crea un partido para que degenere en club de debate–, las bases, las difusas bases de Podemos, se encuentran más cómodas siendo una “radical oposición” que un “poder institucional”. Y esto es un problema de difícil solución, que exige en principio menos Gramsci y más Rosa Luxemburgo.”
Antes que a promover el desencanto, todas estas consideraciones están dirigidas a contribuir a algo que ha escaseado en Podemos y que hoy se torna inevitable, el debate abierto y público entre proyectos políticos diferentes. Esta es seguramente la única base posible para una refundación radical de un partido diferente, de un partido-movimiento vivo que descanse menos en la primacía de la representación que en visiones compartidas nacidas de espacios de deliberación abierta. Sólo con esta pluralidad se podrá hacer frente a las tentaciones de ese cierre sobre sí mismo que amenaza a Podemos. Cómo normalmente ha sucedido en los mejores momentos de los movimientos de emancipación, el debate público y abierto es nuestra mejor arma para avanzar frente a la oscuridad de las luchas de pasillo y las reyertas fraccionales.