Juan Andrade Blanco
Doctor en Historia Contemporánea y Profesor de Didáctica de la Historia en la UEx
El informe de los responsables de educación de la Comunidad de Madrid
ha suscitado un interesante debate acerca de la formación que reciben
los futuros maestros y por extensión sobre el estado en que se encuentra
la universidad española. No cabe duda que estos resultados – e incluso
me temo que la iniciativa del propio informe - han sido
instrumentalizados en beneficio de la agresiva y premeditada estrategia
que el gobierno de la Comunidad de Madrid viene impulsando contra la
educación pública y sus trabajadores. Si embargo, esto no quita que los
informes remitan, aunque sea con la peor de sus intenciones, a una
realidad difícil de negar, como es el descenso en muchos aspectos del
nivel formativo de los estudiantes de Magisterio, una apreciación que,
por otra parte, es extensible a la de la mayoría de los universitarios
de todas las titulaciones en general.
A criticar esta situación e indagar en algunas de sus causas iba
orientado el excelente y oportuno artículo que hace unos días publicó el
profesor Enrique Moradiellos, quien atribuía esta situación no sólo,
pero sí en buena medida, a la primacía que ha tenido en los ámbitos
académicos una cierta forma de entender la pedagogía y la didáctica
[i]
El artículo ha suscitado algunas reacciones que se han movido entre la
defensa corporativa de los especialistas en estas materias, la
reivindicación tácita de su exclusiva capacidad profesional para
reflexionar sobre el tema y la afirmación de que esas apreciaciones
críticas pudieran contribuir involuntaria o voluntariamente a la
agresiva campaña de la Consejería de Educación madrileña. Lo
sorprendente es que algunas de estas reacciones al artículo han venido
de reputados profesionales que en varias ocasiones han sostenido
planteamientos críticos parecidos.
Creo que esta actitud a la defensiva obedece a uno de los efectos más
perversos que está teniendo la crisis económica, social, política y
cultural actual: el de idealizar la situación previa que vivíamos al
compararla con la salida reaccionaria que se está procurando a la
quiebra del modelo anterior. Así como algunas críticas a la
contraofensiva laboral y los recorte brutales en derechos sociales
acometidos por el gobierno parecen añorar un potente Estado de Bienestar
que nunca existió, así también algunas críticas contra la ofensiva
privatizadora del gobierno en educación parecen añorar un modelo
educativo completamente público, socialmente igualador y de calidad que
también brilló por su ausencia. Que estemos peor no significa que antes
estuviéramos bien, y la crítica a lo que de malo viene de atrás no
implica favorecer a quienes aspiran a terminar de estropearlo. Es más,
creo que esa crítica es necesaria para una defensa efectiva de lo
público, porque los recortes y privatizaciones actuales son una
intensificación de políticas que vienen de muy lejos. Aunque el
incremento cuantitativo de esas acciones de acoso a lo público en los
últimos meses esté derivando en una nueva campaña cualitativamente
distinta, de aquellos polvos vienen estos lodos.
Por otra parte, el debate ha querido polarizarse idealmente entre
unos partidarios de la defensa de los contenidos disciplinares en la
educación de supuesta tendencia conservadora y los partidarios de las
nuevas pedagogías supuestamente progresistas. Muchos de quienes
reivindicamos la centralidad de los contenidos disciplinares en la
enseñanza no lo hacemos ni mucho menos desde una actitud “antididáctica”
y “antipedagógica”, entre otras cosas porque algunos de nosotros nos
dedicamos también al desarrollo de ambas disciplinas. Sí que lo hacemos
contra una forma de entender la didáctica y la pedagogía que suele
presentarse con los ropajes del progresismo y que en última instancia
reproduce, conciente e inconscientemente, unos valores pragmatistas y
competitivos que escandalizaría a quienes como Paulo Freire cultivaron
magistralmente la pedagogía en un sentido emancipador
[ii].
Para tomar conciencia de que la crítica más incisiva a estos enfoques
supuestamente pedagógicos no ha venido precisamente de sectores
conservadores basta releer las contribuciones de los universitarios
anti-Bolonia
[iii],
quienes tuvieron la habilidad de denunciar que la introducción de
criterios mercantiles en la organización de los estudios superiores se
estaba disfrazando con esos ropajes. El resultado, que ya tiene graves
antecedentes en primaria y secundaria, es la imposición de unas pautas
de ordenación de la docencia que repelen el análisis científico y la
reflexión crítica en torno a contenidos materiales concretos, es decir,
en torno a lo único que se puede reflexionar con garantías. En lugar de
eso se viene imponiendo una jerga corporativa de objetivos,
competencias, destrezas y evaluaciones: un metalenguaje vacuo y
autorreferencial que reproduce los valores mercantiles del funcionalismo
y la competitividad y confunde la necesaria organización de la
enseñanza con su burocratización. El caso es que entre tantas
directrices plagadas de fríos tecnicismos se disipa aquello que Emilio
Lledó reivindica como las coordenadas básicas de la enseñanza: el amor
por lo que se enseña y el amor a quien se enseña. El gran humanista nos
recuerda también que la libertad de expresión es papel mojado si no va
acompañada de la libertad de pensar que debería promover una enseñanza
plural, rigurosa y de calidad, no utilitarista y sobre-pautada
[iv].
En un libro ya clásico el filósofo Francisco Fernández Buey nos
advertía de lo ilusorio que resultan aquellas metodologías o reflexiones
teóricas y procedimentales que operan autónomamente y no están
referidas a realidades concretas ni vinculadas al trabajo empírico
[v].
En este sentido, no se está planteado que no tenga sentido, ni que no
sea muy importante, que lo es y mucho, una reflexión teórica y
metodológica en torno a “cómo”, “por qué” y a “quién” se enseña, pero sí
que esta reflexión no puede ser independiente del “qué” se enseña, y
que el primer principio didáctico lógico y fundamental es que no se
puede enseñar aquello que se desconoce.
El problema no es sólo que algunos de estos enfoques educativos
reproduzcan los valores teóricamente neutros del funcionalismo, sino que
también vienen acompañados de una pretensión adoctrinadora. Este
adoctrinamiento tiene dos caras complementarias: la cara bronca del
conservadurismo moral, la enseñanza confesional y el darwinismo social y
la cara ingenua de la llamada educación en la tolerancia. Por distintos
que sean, ambos enfoques vienen abonando el terreno a los mismos
valores del utilitarismo y la competitividad. No se trata de
infravalorar la expansión de las ideas retrógradas que la derecha trata
expresamente de difundir a través de la instrucción pública; pero
también resulta muy peligrosa la expansión que por el currículo de
primaria y secundaria tiene ese otro pensamiento moralizante, cándido y
políticamente correcto que proclama ideas tan peregrinas como el
“respeto a todas las ideas”, dado que inevitablemente entre éstas habría
que incluir las ideas creacionistas sostenidas por diferentes sectas
religiosas o la idea de la superioridad de la raza aria del Mein Kampf. Y
es que la alternativa al pensamiento reaccionario no puede ser un
pensamiento blando y melifluo. Frente a aquel es un error promover una
educación moralizante a la contra. En lugar de eso sería más efectivo
promover un conocimiento riguroso que fuera amplio, positivo y crítico,
pues creo sinceramente que una consigna no se combate con otra consigna,
sino con una buena tesis.
En cualquier caso, el gran problema que estamos sufriendo en la
actualidad es el del desdoblamiento del sistema educativo, en todos sus
niveles, en centros públicos masificados y desasistidos para estudiantes
que serán carne de cañón del paro, la precariedad o la emigración y
unos pocos centros privados muy mimados por el gobierno de turno y
concebidos como espacio para la formación de élites gestoras. Si además
de tolerar esta situación que condena a la mayoría de los estudiantes a
la subalternidad les educamos mientras tanto en metalenguajes técnicos y
en una tolerancia mal entendida, en lugar de hacerlo en una comprensión
material, científica, rigurosa y crítica de la realidad existente y
también en metodologías útiles para intervenir educativamente sobre
ella, estaremos contribuyendo a que sean, además de más precarios, menos
libres y más conformistas.
De todas formas a veces terminamos idealizando los debates.
Indudablemente hace falta un fortalecimiento de los contenidos
disciplinares, así como metodologías didácticas y enfoques pedagógicos
realmente novedosos. Sin embargo, el incremento de la calidad de la
enseñaza y su capacidad para promover la igualdad social no vendrán sólo
de esas reorientaciones, sino también de la imprescindible apuesta por
lo público, de la mejora de las condiciones laborales de sus
trabajadores, de la dotación de mayores recursos y de una financiación
digna…que podría salir de todos ese dinero de la gente común que se ha
derivado a salvar a los bancos o de aquellas fortunas patrias que anidan
en paraísos fiscales.
[i] Enrique Moradiellos, “Primero aprende, después enseña”,
El País, 22 de marzo de 2013.
[ii] Paulo Freire,
Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 2012.
[iii] Véase la recopilación de trabajos en Luis Alegre y Victor Moreno (coord.),
Bolonia no existe. La destrucción de la universidad europea, Hiru, Hondarribia, 2009.
[iv] Emilio Lledó,
Ser quien eres. Ensayos para una educación democrática, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2009.
[v] Francisco Fernández Buey,
La ilusión del método. Ideas para un racionalismo bien temperado, Barcelona, Crítica, 2004.