Jaume Asens y Gerardo Pisarello
La “mayoría silenciosa” se ha convertido en una categoría central de
la política española actual. En manos del Gobierno, es el arma
arrojadiza contra cualquier movilización que cuestione sus políticas.
Los que protestan —contra los recortes, contra las privatizaciones,
exigiendo mayor democracia— son siempre una minoría. Ruidosa,
extremista, invariablemente manipulada. La “mayoría silenciosa”, en
cambio, sería la expresión ontológica de una sociedad civilizada. La que
se queda en casa, la que soporta estoicamente los ajustes y las
exhibiciones de impunidad de los que mandan. El problema se produce
cuando las minorías ruidosas comienzan a crecer. O cuando amenazan con
votar como no deberían. En esos casos, la “mayoría silenciosa”, o mejor,
“silenciada”, ya no es un concepto descriptivo. Es algo que conviene
crear. Aparatosamente, a través de una mayor represión directa. O de
manera sutil, a través de medidas que neutralicen o desgasten a quienes
se resisten a entrar en razón y que dificulten el control judicial. La
reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana o la propuesta de restricción
del derecho de huelga deben entenderse dentro de esta última estrategia.
La idea de estrechar el cerco contra la protesta social ha estado
presente desde un primer momento en los planes del Partido Popular. El
Gobierno, de hecho, ha acompañado cada movilización en su contra con un
anuncio de restricción de libertades y de endurecimiento del marco de
sanciones existentes. Primero fue la reforma del Código Penal, pensada
para erradicar las ocupaciones pacíficas y reivindicativas de entidades
bancarias, los bloqueos simbólicos de transportes públicos o el
ciberactivismo en las redes sociales. Una ofensiva punitiva que permitía
llevar al banquillo de los acusados a activistas del 15-M, Yayoflautas,
miembros de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH) o
integrantes del Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT).
Este tipo de medidas se combinaría con una progresiva ampliación de
los márgenes para la represión policial de la protesta. Tras la
aparición del 15-M, numerosos organismos de derechos humanos han
detectado un preocupante aumento de los abusos policiales vinculado a
las protestas contra las medidas anti-crisis. La mayoría de ellos no han
merecido siquiera la apertura de un expediente sancionador. Por el
contrario, casi siempre han contado con el aval institucional. El
crédito casi ilimitado concedido a los agentes en relación con las
víctimas y otros testigos ha permitido ampliar las vías represivas de
alta y baja intensidad: desde los maltratos directos y las detenciones e
identificaciones arbitrarias, hasta la imposición de multas
desproporcionadas, pasando por las constantes grabaciones de
manifestantes, incluso en aquellos casos en los que no estuvieran
cometiendo ilícito alguno.
La llamada Ley mordaza viene a reforzar el corporativismo y la
impunidad policial. Ni grabaciones ni difusiones de imágenes de agentes
de las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones. Toda una
forma de censura que acabará vaciando el derecho ciudadano a obtener
información veraz y obtener pruebas de actuaciones policiales ilegales.
No en vano, el diseño de la reforma ha sido encomendado a un inspector
vinculado a las unidades de antidisturbios de la Policía Nacional.
Tampoco es casual que uno de sus responsables políticos haya sido un
Secretario de Estado de Seguridad que ha defendido sin ambages el uso de
cuchillas “anti-migrantes” en las vallas de Ceuta y Melilla.
De aprobarse la reforma del gobierno, el número de infracciones
administrativas se incrementará de forma notable: de las 39 previstas en
la llamada Ley Corcuera a 55. El nuevo repertorio de conductas
sancionables se ampliaría a escraches, disolución de manifestaciones con
vehículos (como las realizadas en Cataluña contra los peajes),
protestas frente a instituciones como el Congreso de los Diputados o
durante la jornada de reflexión electoral (como las realizadas por el
15-M). Las sanciones también se incrementarían, pudiendo llegar a multas
de hasta 30.001 euros. La filosofía de fondo de la propuesta no carece
de lógica: el Gobierno piensa que una multa cuantiosa puede contribuir a
configurar su soñada “mayoría silenciosa” con igual o mayor eficacia
que una carga policial, que unos días de encierro o que un par de golpes
en una furgoneta o en una comisaría.
Hace tiempo, en realidad, que la utilización de la llamada
“buro-represión” ocupa un lugar prioritario en las estrategias más
sutiles de desgaste y de neutralización de la protesta social. Las
multas no solo engrosan las arcas de las Delegaciones de Gobierno.
También obligan a activistas y militantes a desviar sus escasos recursos
a tareas que no tienen que ver con sus exigencias inmediatas y a
convocar constantes actos de solidaridad para afrontar las sanciones. El
objetivo no es reemplazar iniciativas más duras -como la reforma del
Código Penal- por otras más blandas. De lo que se trata es de
complementarlas. El intento de Interior por llevar a la Audiencia
Nacional las protestas ante el Congreso, o el escrache a la
vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, a un juzgado de
Madrid, se saldó con un rotundo fracaso. Los jueces primaron la
libertad de expresión y emitieron duros autos contra la actuación
policial. Las sanciones administrativas permitirán sortear ese
contratiempo. Alcanzarán a muchas más personas y podrán ser impuestas
directamente por las Delegaciones de Gobierno, sin control judicial
previo. Quien quiera recurrir deberá pagar no solo los gastos de
abogados y procuradores
sino también unas tasas de hasta 2.750 euros. Un obstáculo, en la práctica, de difícil o imposible superación para la mayoría de los afectados.
El objetivo de la reforma parece claro. Reforzar la impunidad
policial y complementar la profundización del ajuste social con un nuevo
ajuste penal. O mejor, con un ajuste penal administrativo, menos
garantista pero tan o más eficaz que este último. Esta combinación entre
represión dura y blanda no tiene otro propósito que infundir miedo y
convertir a la supuesta minoría ruidosa que desafía al Gobierno en una
mayoría amordazada y obediente. Es posible que sus impulsores se salgan
con la suya. Pero también podría ocurrir lo contrario. Al amenazar con
multas desorbitadas a quienes han perdido su trabajo y su casa, a
quienes ya están endeudados o se han visto condenados a una precariedad
insoportable, el Gobierno juega con fuego. No solo porque difícilmente
le servirá para detener a quienes tienen poco o nada que perder, sino
porque entre esos sectores hay mucha gente, cada vez más, que le dio su
voto en las últimas elecciones. Negar esa realidad es de necios. Y si el
Gobierno insiste en hacerlo, si insiste en imponer por la fuerza el
silencio y la resignación, al tiempo que airea su propia impunidad, bien
podría ocurrir que el ruido de la indignación, más temprano que tarde,
acabe por romperle los tímpanos.