Lidia Falcón
Abogada y escritora. Líder del Partido Feminista
Con la noticia de la aprobación del proyecto de Ley de Educación de
Wert se me agolpan los recuerdos de las sucesivas experiencias que la
instrucción pública ha sufrido en nuestro país. No olvidemos que el
Ministerio de la II República se llamaba expresamente así, cuando los
hombres y mujeres ilustrados, formados en la Institución Libre de
Enseñanza, creían que la implantación de un sistema de enseñanza,
público, obligatorio, laico, igualitario, universal y gratuito, basado
en los valores de la moral de la Ilustración, haría de España un país
avanzado, desarrollado y libre. Precisamente el proyecto que tuvo la II
República y que tan sangrientamente fue destrozado por la Guerra civil y
la dictadura.
Pues bien, en ningún momento de estos tan alabados años de
democracia, que no de República, no hemos logrado recuperar aquel
bendito plan de enseñanza cuyo último Ministro Marcelino Domingo
implantó en los últimos años de su mandato. Ni los socialistas, siempre
estrangulados por su temor a la Iglesia, a la burguesía y a los poderes
financieros, que con evidente cobardía nunca se atreven a molestar a las
oligarquías; ni por supuesto los populares que vienen a cumplir los
propósitos de sus amos: capitalistas, OPUS, vaticanistas, han
reimplantado en España un sistema escolar que siguiera los pasos de
nuestros admirables maestros republicanos.
No solamente no se han construido escuelas públicas en la proporción
necesaria, confiando buena parte de la enseñanza a los colegios privados
–esos que ahora se llaman concertados-, y que pagamos con fondos
públicos, la mayoría de los cuales naturalmente son religiosos; no
solamente no se ha dotado de medios económicos a los colegios e
institutos, no se ha contratado a los profesores necesarios para que las
aulas no estén saturadas, sino que, sobre todo, sobre todo, se ha
procurado desprestigiar a la escuela pública y a sus maestros.
Exactamente la política contraria a la que realizaron, con tanto
esfuerzo y entusiasmo los hombres y mujeres de la II República.
Los políticos que han gobernado en nuestro país en los últimos
treinta años se han complacido en cumplir en primer lugar las exigencias
de la Iglesia, proporcionando clases de religión cuyos profesores se
pagan del erario público. Y por supuesto han puesto el sistema educativo
al servicio del capital. Las escuelas y las Universidades privadas
proliferan por todo el país, prestigiándose a pesar de poseer un nivel
detestable, gracias a que los gobiernos han difundido de la idea de que
la escuela pública es de muy mala calidad y que cualquier familia que se
precie ha de matricular a sus hijos en la privada. Esa que lleva
nombres tan modernos y liberales como Sagrado Corazón, Esclavas de
Jesús, Esclavas de María, Hermanos de las Escuelas Cristianas, Nuestra
Señora de Lourdes, Escolapios, Franciscanos, Maristas, etc.etc.
Los programas escolares están dirigidos a cubrir las necesidades de
las empresas y en absoluto a dotar de capacidad de pensamiento y de
crítica, así como sabiduría, a los alumnos, de tal modo que en estos
años se han ido rebajando de categoría, hasta casi desaparecer, todas
aquellas materias que forman realmente a los individuos para que se
conviertan en personas, y que hoy se consideran inútiles: Latín, Griego,
Filosofía, Arte, Lengua, Literatura, Historia, Sociología, Música.
Inútiles para formar trabajadores del capital, que sólo requiere
trabajadores manuales especializados, o gestores de las empresas. El
plan Bolonia es el delirio de este proyecto, que el capital europeo ha
impuesto con saña y que en nuestro desgraciado país, ya desangrado por
el avance sin piedad de las exigencias de la oligarquía, llevará al
final desguazamiento de la enseñanza humanística y clásica.
Lo verdaderamente patético no es que la nueva ley Wert imponga
evaluaciones periódicas, rebaje la edad para decidir la Formación
Profesional o el Bachillerato, o sitúe a la Religión como asignatura
troncal, como se están complaciendo en criticar los opositores a esa
ley, con una indignación sorprendida, totalmente infantil. Esas medidas
eran perfectamente previsibles, ya que están en el ADN de la derecha
española, y únicamente vienen a agravar las terribles carencias
anteriores. Lo que ha desmontado nuestro sistema educativo ha sido la
política implantada desde el comienzo de la democracia, y especialmente
desde el triunfo del PSOE en 1982, cuando se estimó que lo importante
para que “España funcionara” como destacaron González y Guerra, era que
los estudiantes se prepararan para competir con la empresa capitalista
europea. Y ese propósito, ni siquiera conseguido porque la escuela
española no ha asumido nunca que hay que enseñar a las niñas y a los
niños la perfección de las tareas, se tenía que alcanzar estudiando
materias técnicas y de administración de empresa y despreciando todo el
acervo que forma parte de la cultura universal.
Entrar en la carrera de la competitividad implica la exaltación del
individualismo frente a la tarea colectiva, imponer la meritocracia
frente al avance de la mayoría, que tan abandonada estaba, y dedicar
todos los esfuerzos a ganar dinero, como con tanta arrogancia afirmó
Carlos Solchaga, cuando era ministro de Economía, presumiendo de que
España era el país donde era más fácil hacerse rico en poco tiempo.
Cuando la burbuja inmobiliaria atrajo a miles de jóvenes a acarrear
ladrillos porque era más lucrativo que estudiar, el fracaso de la
escuela pública estaba garantizado.
Cuando se elaboró el primer informe PISA me dejó pasmada la reacción
de los profesores, algunos de los cuales tengo en la mayor estima.
Parecían sorprendidos por los resultados como si nunca, en sus muchos
años de trabajo en la docencia hubiesen podido imaginar que sus alumnos
padecían las carencias que allí se evidenciaron. Recuerdo que a una de
las directoras de Instituto le escribí que yo, que tenía pasantes de mi
bufete, Licenciadas en Derecho y abogadas en ejercicio, que no sabían
leer ni escribir, conocía desde hacía tiempo el nivel cultural de
nuestros jóvenes y que no comprendía como ellos, los profesores que se
dedicaban a eso, no se habían enterado antes.
Pero es que el desprecio con que se trata a los profesores desde la
implantación de la dictadura, y que apenas se ha mejorado en la
democracia, es otra de las simas que no se han superado y que condenan
irremisiblemente al fracaso a nuestro sistema educativo. Mal pagados,
abrumados por tareas superiores a cualquier capacidad humana, y
denostados como culpables del retraso endémico de nuestra instrucción,
los profesores se han convertido en un colectivo de segunda categoría al
que muy pocos querrían pertenecer. De tal modo, la enseñanza es el
último remedio para obtener un empleo, cuando no se puede administrar
una empresa rentable o el nivel de las pruebas no permite acceder a la
física nuclear. En consecuencia, una buena parte del profesorado no
tiene vocación alguna para una tarea tan dura, tan ingrata, tan mal
retribuida y tan poco estimada. Y con la desgana con que enseñan los
alumnos no pueden sentirse motivados. En consecuencia, unos constituyen
una clase explotada y sin reconocimiento, y los otros se convierten en
ciudadanos mal formados, desinteresados de la cultura y frustrados en
sus pretensiones de hacerse ricos.
Por tanto, nuestros profesores y nuestros alumnos desconocen lo que
fue la máxima ambición de la II República, que aquellos sintieran la
pasión de enseñar y estos el placer de aprender.