Aníbal Malvar
Esta víspera, una noticia y una cerveza me aliviaron las calores serranas cual galerna. Aunque estoy seguro de que los lectores, en estas fechas, ya van prefiriendo que les hable de la cerveza y no de la noticia, yo elijo hablar de la noticia: el Tribunal Supremo acaba de desvelarnos que llamar a alguien, en la radio o en la prensa, “botarate, oportunista, malcriado y paleto” no es vulneración del derecho al honor, sino libertad de expresión. Tal sentencia se refiere al ex juez Baltasar Garzón como insultado, y al presunto periodista -quizá menos periodista que autroplocamado juez- Federico Jiménez Losantos como insultante. El fallo nos viene a decir que los ex jueces son unos soberbios por cabrearse con un simple insulto, con la mera exabrupción de un señor un poco facha, al que ya solo escuchan algunos oídos sordos sus palabras necias. Federico ha llamado a Garzón botarate, malcriado, oportunista y paleto, y nuestros jueces consideran que este discurso está muy bien.
He de decir que estoy en total acuerdo con la decisión del alto tribunal, pero solo porque me concede el derecho a calificar, sin riesgo de cárcel o multa, a los magistrados del citado Tribunal Supremo de botarates, oportunistas, malcriados y paletos. Me han sentado insultante jurisprudencia que hoy acato. Y no es que yo tenga en buena estima al ex juez Garzón, o que le tenga más antipatía a Federico de la que él mismo se construye palabra a palabra, esputo a esputo, manipulación a manipulación, peloteo a peloteo. Esta no es una cuestión personal. Es una cuestión de libertad de expresión.
Ciertos límites a la libertad de expresión me parecen imprescindibles. Y no por cuestión ética o deontológica. Lo digo por defender mi prosa. Yo me paso la vida insultando impíamente a políticos y poderosos, a chorizos y/o banqueros, pero buscándome las habichuelas semánticas, la metáfora volandera, el guiño astuto del adjetivo expatriado de su significado más laso. Eso es lo que diferencia a un columnista o a un poeta de un hooligan indocumentado de la información. De un exabruptero vulgar que nunca da noticias, que solo enmierda adjetivos dependiendo de quién le paga y quién no. Como el soneto te encorseta en metro y rima embelleciendo el mensaje, los límites de la libertad de expresión ayudan al periodista a llevar su columna o reportaje al plenilunio lírico del decir no diciendo sí, del machacar acariciando, del confundir espada y pluma, cual Garcilaso. Que uno es muy garcilasiano:
Y ansí, en la parte que la diestra mano
gobierna y en aquella que declara
los concetos del alma, fui herido.
Mas yo haré que aquesta ofensa cara
le cueste al ofensor, ya que estoy sano,
libre, desesperado y ofendido.
Este soneto fue dedicado a Mario Galeota, un amigo del poeta herido en la lengua y en el brazo. Como me hiere a mí aquesta sentencia, ya que hiriendo de exceso de libertad mi lengua, dando salvaguarda legal a mis insultos, hieren también mi brazo de escribir, pues muy fácil le resultará a mi brazo escribidor llamar a los jueces del TS botarates, al presidente del Gobierno paleto, a cualquier ministro oportunista, y al rey, al rey, botarate y oportunista (tiene más derechos y se ofendería si le dedicara menor número de adjetivos descalificativos que a los botarates no inmanentes). Y esta retahíla de adjetivos, no dejando de ser verdad, llevan al escritor y al lector al recíproco aburrimiento, a la desidia y a la pereza. Como una pareja que ya se ha dicho todo y carece de imaginación para volverlo a decir, pero con otra forma, que en eso consiste el arte de columnismo, según mi arrogante opinión. Cambiar de forma. Si me dejan insultar en plan brutófilo, no puedo hacer buena prosa.
Paradójicamente,
que el insulto se eleve a categoría de libertad de expresión es un
ataque a la libertad de expresión. Y, además, un peligro. ¿Qué es un
insulto y qué no es un insulto? ¿Si en lugar de llamarle a estos jueces
botarates, les llamo chorizos ignorantes o lamemierdas eunucos, pueden
entrullarme? El TS se ha metido en un problema: ahora deberá encargar un
diccionario de exabruptos e injurias que entran dentro de la nueva y
desluciente libertad de expresión, y otro diccionario de exbruptos e
injurias que no, que son ilegales. Te lo decide un juez. No un
semiólogo. Y por tanto te vas a la cárcel.. Yo me niego a cooperar en el
citado diccionario. Sé insultar con demasiada elegancia y muy bello
gracejo como para participar en tal bajeza. Insultar sin verso ni
belleza ni prosa ni amor por la palabra ni cosa ni o sea, es solo soltar
un mal vómito. Y yo no sé vomitar. Solo me enseñaron a escribir. Y no
me enseñó un juez. Me enseñó mi madre, que no me deja insultar a nadie
que no sea ella. Por eso nunca he podido, ni he querido, insultar a
nadie.