David Torres
Cuando leí que una organización criminal como el FMI, liderada por violadores, ladrones y delincuentes de todo tipo, recomienda bajar los sueldos de los trabajadores mientras mantiene íntegras las canonjías de los estafadores que nos han conducido al actual desastre, inmediatamente detecté, en medio del cinismo y el asco, el olor aterrador de la psicopatía. Las notas esenciales en los comunicados del FMI suelen ser la crueldad, la megalomanía, la ausencia de compasión, la falta de empatía, pero en este último late ya una vena desaforada, conspicua, propia de los asesinos en masa y de los serial-killer impunes. Se comprende entonces que el FMI sea, efectivamente, un fondo, porque no se puede caer más bajo.
La propuesta del FMI me recordó el párrafo de apertura de Travesti, de John Hawkes, la novela más brutal y perturbadora que he leído en lo que va de año: “No, no, Henri. Las manos fuera del volante. Por favor. Ya es demasiado tarde. Después de todo, seguramente comprenderás que, a ciento cuarenta y nueve kilómetros por hora, en una carretera rural y en el momento más oscuro de la noche, el menor intento de hacerte con el control del volante nos incorporaría a las aburridas estadísticas de accidentes de tráfico incluso más rápido de lo que tengo planeado. Y aunque no lo creas, seguimos acelerando (…). Al menos estás en manos de un conductor experto”.
La novela es el monólogo frío, monocorde y exacto de un asesino, un conductor que ha preparado un accidente perfecto para los tres ocupantes del vehículo: su mejor amigo, su hija y él mismo. El texto es una máquina de producir angustia por diversas razones, pero no es la menor el hecho de que el conductor, como tantos asesinos, pretende impartir una lección moral a sus víctimas. Es cierto que su amigo es un poeta fatuo, que le ha engañado con su mujer y que se acuesta con su hija, pero ¿eso son razones o son justificaciones? La sensación al leer Travesti, incómoda y fascinante a más no poder, es que estamos sentados dentro del automóvil, viendo la cinta negra de asfalto devorada bajo la luz de los faros y las paredes de bosques, granjas y caseríos deslizándose hacia atrás, hacia el vacío. Y no podemos hacer nada.
Hawkes publicó la novela en 1976, mucho antes de la actual crisis, de manera que dudo mucho de que entre sus intenciones estuviera la profecía económica. Diseñó el libro, entre otras argucias, como una crítica de la lectura, “una poética disfrazada”, como señala Jon Bilbao, traductor y autor del posfacio de la novela. Según esa visión, el conductor sería el autor, los ocupantes, los lectores, y el coche, la novela que se dirige implacable hacia la página final sin que nadie pueda evitarlo. Pero es evidente que todo gran libro se alza por encima de las intenciones de su artífice y acaba siendo otra cosa. En este caso, la alegoría se traduce fácilmente: vamos a bordo de un modelo económico destinado al naufragio y además quien conduce la nave nos dice que, si no somos responsables de la catástrofe, nos la merecemos. No hay manera de escapar, no hay marcha atrás, los cierres están bloqueados, no podemos saltar en marcha, y el accidente se planeó mucho tiempo atrás, medido hasta en sus más mínimos detalles.
Buen viaje, señores. El FMI les recomienda abrocharse los cinturones.
Cuando leí que una organización criminal como el FMI, liderada por violadores, ladrones y delincuentes de todo tipo, recomienda bajar los sueldos de los trabajadores mientras mantiene íntegras las canonjías de los estafadores que nos han conducido al actual desastre, inmediatamente detecté, en medio del cinismo y el asco, el olor aterrador de la psicopatía. Las notas esenciales en los comunicados del FMI suelen ser la crueldad, la megalomanía, la ausencia de compasión, la falta de empatía, pero en este último late ya una vena desaforada, conspicua, propia de los asesinos en masa y de los serial-killer impunes. Se comprende entonces que el FMI sea, efectivamente, un fondo, porque no se puede caer más bajo.
La propuesta del FMI me recordó el párrafo de apertura de Travesti, de John Hawkes, la novela más brutal y perturbadora que he leído en lo que va de año: “No, no, Henri. Las manos fuera del volante. Por favor. Ya es demasiado tarde. Después de todo, seguramente comprenderás que, a ciento cuarenta y nueve kilómetros por hora, en una carretera rural y en el momento más oscuro de la noche, el menor intento de hacerte con el control del volante nos incorporaría a las aburridas estadísticas de accidentes de tráfico incluso más rápido de lo que tengo planeado. Y aunque no lo creas, seguimos acelerando (…). Al menos estás en manos de un conductor experto”.
La novela es el monólogo frío, monocorde y exacto de un asesino, un conductor que ha preparado un accidente perfecto para los tres ocupantes del vehículo: su mejor amigo, su hija y él mismo. El texto es una máquina de producir angustia por diversas razones, pero no es la menor el hecho de que el conductor, como tantos asesinos, pretende impartir una lección moral a sus víctimas. Es cierto que su amigo es un poeta fatuo, que le ha engañado con su mujer y que se acuesta con su hija, pero ¿eso son razones o son justificaciones? La sensación al leer Travesti, incómoda y fascinante a más no poder, es que estamos sentados dentro del automóvil, viendo la cinta negra de asfalto devorada bajo la luz de los faros y las paredes de bosques, granjas y caseríos deslizándose hacia atrás, hacia el vacío. Y no podemos hacer nada.
Hawkes publicó la novela en 1976, mucho antes de la actual crisis, de manera que dudo mucho de que entre sus intenciones estuviera la profecía económica. Diseñó el libro, entre otras argucias, como una crítica de la lectura, “una poética disfrazada”, como señala Jon Bilbao, traductor y autor del posfacio de la novela. Según esa visión, el conductor sería el autor, los ocupantes, los lectores, y el coche, la novela que se dirige implacable hacia la página final sin que nadie pueda evitarlo. Pero es evidente que todo gran libro se alza por encima de las intenciones de su artífice y acaba siendo otra cosa. En este caso, la alegoría se traduce fácilmente: vamos a bordo de un modelo económico destinado al naufragio y además quien conduce la nave nos dice que, si no somos responsables de la catástrofe, nos la merecemos. No hay manera de escapar, no hay marcha atrás, los cierres están bloqueados, no podemos saltar en marcha, y el accidente se planeó mucho tiempo atrás, medido hasta en sus más mínimos detalles.
Buen viaje, señores. El FMI les recomienda abrocharse los cinturones.