La crisis de la carne de caballo en Europa a principios de
año me puso los pelos de punta. No porque sea consumidora de lasaña o
canelones preparados –que soy una cocinillas y los hago yo- ni por comer
carne de caballo, contra la que no tengo más prejuicio que su sabor
–según dicen- un poco dulzón. El horror fue constatar que, en el fondo,
uno no sabe lo que está comiendo y que ese extraño trasiego alimentario
entre países, que me parece injustificado, es algo cotidiano. A saber,
según la prensa de esas fechas, en febrero, en uno de los casos registrado en Gran Bretaña, se trataba de un producto de una empresa francesa, que precocinaba en Luxemburgo y a donde llegaron las trazas de caballos sacrificados en Polonia y distribuídos por otra empresa de Rumanía con ramificaciones en Chipre y Holanda. A ver, que no estamos hablando de pinzas para tender o cestas de mimbre que, compremos donde compremos, acaban siendo made in China o Taiwán
y posiblemente se rompan al primer uso. Sino de algo tan serio como la
comida cuya procedencia real sólo descubrimos cuando una alerta
alimentaria lo pone en evidencia.
Esta semana he encontrado un nuevo lugar para llenar la cesta de la compra: es la Asociación Provincial de Agricultores y Ganaderos de Guadalajara (APAG), una muestra de que se pueden encontrar alimentos con una relativa cercanía entre productor y consumidor. Esta cooperativa nació para negociar en común los precios de piensos y otros productos agrarios. Luego empezaron a vender directamente para ellos y ahora lo han abierto al público. Ventajas: menor precio por la ausencia de intermediarios y mayor frescura, la que aporta su elaboración “a la vuelta de la esquina”.
Un alimento cercano ya tiene, por principio, un plus de confianza. Tiene hasta nombre propio: “Alimentación kilómetro 0”, aunque en realidad exige que la distancia entre producción y consumo no sea mayor de 100 kilómetros. A lo mejor esa denominación os suena en referencia a algunos cocineros y restaurantes. Este título se ha convertido en un reclamo de calidad, muy vinculado a la filosofía Slow Food. Se les exige, al menos, cinco platos en los que el 40% de los ingredientes sean locales y el resto, ecológicamente certificados. No hace falta deciros que toda la franja costera del país lo tiene mucho mejor que los del interior para tener una carta variada que cumpla con esta premisa.
Pero estamos mezclando tocino con velocidad. En este caso, cercanía con certificación ecológica. Y no es lo mismo. Por el momento me planteo sólo si es posible acortar distancias entre la huerta y la mesa. Perdonad si mi post resulta esta semana un poco localista pero estoy segura de que, cambiando los nombres de las poblaciones, todos habeis vivido experiencias similares.
Yo vivo en una zona agraria a 50 kilómetros de Madrid. Pero en ninguna tienda de comestibles de los pueblos cercanos encuentro tomates, o patatas, o puerros con un cartelito que señale que se han cultivado en los campos que yo veo cada mañana a mi alrededor. Lo más que he conseguido es comprar fresas –que yo misma recogí, por cierto- caras pero deliciosas, en una finca cercana. Pero esas tampoco llegan a las fruterías de mi entorno. Me sigue extrañando que en los mercadillos semanales de los pueblos y de los barrios sólo se vendan productos, aunque sean de la zona, que han pasado previamente por los grandes centros de distribución: los tomates que cultiva mi vecino no llegan a mí si no han pasado por Mercamadrid. Bueno, siempre queda otra opción, la tradicional “venta en la cuneta” para patatas, melones y sandías de primera mano que en algunas rotondas concretas de mi entorno, entran en dura competencia con los controles de la guardia civil, unas veces, o con unas sufrientes trabajadoras del sexo, otras.
Puedo entender, aunque no compartir, que en los hipermercados encuentre pimientos de Padrón de Marruecos o naranjas israelíes a pesar de vivir en el país de los cítricos. La distribución, por demencial que nos parezca, forma parte de su negocio y en nuestra mano está comprarles o no. Y además, nos hemos acostumbrado tanto a tener de todo en cualquier época del año, que ya no recordamos que los productos tienen su temporada y que en España disfrutamos de una maravillosa cocina estacional. Si no, siempre está la alternativa de las conservas o de los congelados.
Los a menudo denostados congelados, en el caso del marisco y el pescado, son garantía de frescura a un precio asequible y una excepción a la regla del kilómetro 0. Es la alternativa para quienes no tienen acceso a la carga de esos camiones que hacen recorridos diarios entre las costas y el interior y que hacen de Madrid –o eso dicen- la mejor lonja de España. Y la más cara, claro.
Hay que reconocer que si hubiéramos respetado a rajatabla el kilómetro 0, grandes poblaciones hubieran seguido sufriendo los estragos de una alimentación poco equilibrada. Entre la dificultad de acceso al pescado y la gran cantidad de abstinencias que imponía la iglesia –estamos hablando, por ejemplo, del siglo XIII y no se podía comer carne ni el viernes, ni el miércoles ni el sábado, además de la Cuaresma, las témporas y las vigilias de las fiestas- o se echaba mano de los pescados salados o se acababa desnutrido. De hecho se secaba todo lo secable, incluso los pescados pescados blancos, la pescadilla y la merluza o los planos como el lenguado y la platija. Las sardinas, los atunes, los arenques y los bacalaos salados perduran hasta ahora. De hecho, llama la atención que en todas las gastronomías españolas, y más en las de interior, haya un plato de bacalao.
Y también hay que reconocer que, si todo el mundo hubiera seguido a rajatabla lo del kilómetro 0, nos hubiéramos perdido, no sólo todas las delicias comestibles que vinieron de América, sino el riquísimo trasiego cultural de las grandes caravanas de especias e incluso de los grandes mercados regionales. Pero ahora que, para relacionarnos con lo lejano, ya no necesitamos poner la excusa del mercado, no estaría mal volver a los orígenes y, por lo menos en los productos de temporada y en los de cultivo generalizado, comer lo que hemos visto crecer día a día en la finca del vecino.
Esta semana he encontrado un nuevo lugar para llenar la cesta de la compra: es la Asociación Provincial de Agricultores y Ganaderos de Guadalajara (APAG), una muestra de que se pueden encontrar alimentos con una relativa cercanía entre productor y consumidor. Esta cooperativa nació para negociar en común los precios de piensos y otros productos agrarios. Luego empezaron a vender directamente para ellos y ahora lo han abierto al público. Ventajas: menor precio por la ausencia de intermediarios y mayor frescura, la que aporta su elaboración “a la vuelta de la esquina”.
Un alimento cercano ya tiene, por principio, un plus de confianza. Tiene hasta nombre propio: “Alimentación kilómetro 0”, aunque en realidad exige que la distancia entre producción y consumo no sea mayor de 100 kilómetros. A lo mejor esa denominación os suena en referencia a algunos cocineros y restaurantes. Este título se ha convertido en un reclamo de calidad, muy vinculado a la filosofía Slow Food. Se les exige, al menos, cinco platos en los que el 40% de los ingredientes sean locales y el resto, ecológicamente certificados. No hace falta deciros que toda la franja costera del país lo tiene mucho mejor que los del interior para tener una carta variada que cumpla con esta premisa.
Pero estamos mezclando tocino con velocidad. En este caso, cercanía con certificación ecológica. Y no es lo mismo. Por el momento me planteo sólo si es posible acortar distancias entre la huerta y la mesa. Perdonad si mi post resulta esta semana un poco localista pero estoy segura de que, cambiando los nombres de las poblaciones, todos habeis vivido experiencias similares.
Yo vivo en una zona agraria a 50 kilómetros de Madrid. Pero en ninguna tienda de comestibles de los pueblos cercanos encuentro tomates, o patatas, o puerros con un cartelito que señale que se han cultivado en los campos que yo veo cada mañana a mi alrededor. Lo más que he conseguido es comprar fresas –que yo misma recogí, por cierto- caras pero deliciosas, en una finca cercana. Pero esas tampoco llegan a las fruterías de mi entorno. Me sigue extrañando que en los mercadillos semanales de los pueblos y de los barrios sólo se vendan productos, aunque sean de la zona, que han pasado previamente por los grandes centros de distribución: los tomates que cultiva mi vecino no llegan a mí si no han pasado por Mercamadrid. Bueno, siempre queda otra opción, la tradicional “venta en la cuneta” para patatas, melones y sandías de primera mano que en algunas rotondas concretas de mi entorno, entran en dura competencia con los controles de la guardia civil, unas veces, o con unas sufrientes trabajadoras del sexo, otras.
Puedo entender, aunque no compartir, que en los hipermercados encuentre pimientos de Padrón de Marruecos o naranjas israelíes a pesar de vivir en el país de los cítricos. La distribución, por demencial que nos parezca, forma parte de su negocio y en nuestra mano está comprarles o no. Y además, nos hemos acostumbrado tanto a tener de todo en cualquier época del año, que ya no recordamos que los productos tienen su temporada y que en España disfrutamos de una maravillosa cocina estacional. Si no, siempre está la alternativa de las conservas o de los congelados.
Los a menudo denostados congelados, en el caso del marisco y el pescado, son garantía de frescura a un precio asequible y una excepción a la regla del kilómetro 0. Es la alternativa para quienes no tienen acceso a la carga de esos camiones que hacen recorridos diarios entre las costas y el interior y que hacen de Madrid –o eso dicen- la mejor lonja de España. Y la más cara, claro.
Hay que reconocer que si hubiéramos respetado a rajatabla el kilómetro 0, grandes poblaciones hubieran seguido sufriendo los estragos de una alimentación poco equilibrada. Entre la dificultad de acceso al pescado y la gran cantidad de abstinencias que imponía la iglesia –estamos hablando, por ejemplo, del siglo XIII y no se podía comer carne ni el viernes, ni el miércoles ni el sábado, además de la Cuaresma, las témporas y las vigilias de las fiestas- o se echaba mano de los pescados salados o se acababa desnutrido. De hecho se secaba todo lo secable, incluso los pescados pescados blancos, la pescadilla y la merluza o los planos como el lenguado y la platija. Las sardinas, los atunes, los arenques y los bacalaos salados perduran hasta ahora. De hecho, llama la atención que en todas las gastronomías españolas, y más en las de interior, haya un plato de bacalao.
Y también hay que reconocer que, si todo el mundo hubiera seguido a rajatabla lo del kilómetro 0, nos hubiéramos perdido, no sólo todas las delicias comestibles que vinieron de América, sino el riquísimo trasiego cultural de las grandes caravanas de especias e incluso de los grandes mercados regionales. Pero ahora que, para relacionarnos con lo lejano, ya no necesitamos poner la excusa del mercado, no estaría mal volver a los orígenes y, por lo menos en los productos de temporada y en los de cultivo generalizado, comer lo que hemos visto crecer día a día en la finca del vecino.
HABLANDO DE BACALAO
El bacalao me encanta pero, de entre todas las recetas, la que permite me deja apreciar mejor el sabor y la textura es el confitado. Es muy fácil y ligero. Ingredientes:
- Dos trozos de lomo de bacalao (se puede comprar ya desalado, o congelado “al punto de sal” o desalarlo en casa sumergiéndolo durante unas 36 horas en agua con la piel hacia arriba y cambiando el agua cada doce horas)
- Aceite
- Ajos y una guindilla picante
Elaboración:
Poner a calentar abundante aceite de oliva. Calculando la cantidad para que luego cubra el bacalao, que se tiene que cocer a fuego bajo, no más de 80º, durante unos 20 minutos. Vereis que a lo largo de proceso van subiendo a la superficie pequeñas burbujas de gelatina.
A parte, freímos con poco aceite en una sartén unos ajos en láminas y una guindilla pequeña (si nos gusta el picante) y le agregamos parte de esa gelatina que ha ido subiendo, batiéndolo un poco.
Servimos el trozo de bacalao con esa salsita por encima