CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO
«Decepción y rabia», así define un miembro del gobierno el sentimiento colectivo del gabinete
ante la abundante información que podría llevar a Rodrigo Rato a prisión acusado
de graves delitos de corrupción.
«De hecho», me comenta una fuente, «si aún no se ha decretado su detención es porque
no hay riesgo de fuga: sus guardaespaldas son los que le vigilan».
En Génova, las revelaciones sobre la trama empresarial del ex director gerente del
FMI se viven como «una pesadilla». Pero, más allá de que las malas prácticas
de Rato puedan influir en el desgaste electoral del PP de cara al 20-D –cosa de la que están
seguros todos sus dirigentes–, la caída del ex vicepresidente primero del Gobierno
representa el fin de la época más brillante del partido refundado por José María Aznar.
Converso con una persona cercana al ex presidente del Gobierno. «¿Influyeron las
sospechas de que a Rato podía estallarle algún escándalo para que Aznar no le designara
como sucesor?», le pregunto. «Yo creo que información concreta no tenía, pero lo que le
influyó eran los comentarios de sus hombres de confianza en Moncloa, que le repetían
una y otra vez que Rato tenía el techo de cristal. Aznar apreciaba mucho a Rodrigo y,
de hecho, fue su principal apoyo para que le nombraran director del FMI, pero es cierto
que las dudas sobre su relación con el mundo de los negocios fueron el elemento fundamental
para que, al final, se inclinara por Rajoy», me contesta.
Seguro que hay algo de verdad en ello (de hecho, en 2001 ya había salido a la luz el crédito
de 525 millones del HSBC a la empresa familiar Muinmo), pero también hubo otra razón
de peso. De los tres candidatos a la sucesión, Jaime Mayor, Rajoy y Rato, éste era el que
más poder tenía, dentro y fuera del partido. El ex ministro de Economía era en esos
tiempos el hombre más poderoso de España; después de Aznar, claro.
Sus amigos, Manuel Pizarro, César Alierta y Francisco González, estaban al frente
de tres de los mayores conglomerados económico- financieros del país: Endesa, Telefónica
y BBVA.
A Aznar le había salido mal la jugada de colocar a su compañero de clase, Juan Villalonga,
en Telefónica (que tuvo que dimitir afectado por sospechas de uso de información
privilegiada). Suya fue también la decisión de colocar a Miguel Blesa, su asesor fiscal,
en Caja Madrid (cuya gestión se demostró nefasta).
Ese poder propio, no delegado, fue uno de los elementos que pesaron para que Aznar
inclinara su dedo hacia Rajoy. Rato, indirectamente, controlaba el PP de Madrid (la organización
más fuerte del partido), tenía entre sus amigos a algunos de los empresarios
más influyentes de España y se había apuntado personalmente la recuperación económica
que se produjo entre 1996 y 2000. De haber llegado a presidente (nadie podía imaginar
en agosto de 2003 lo que ocurriría el 11-M), Aznar estaba seguro de que hubiera
ensombrecido su labor como el dirigente que llevó por primera vez al centro derecha
al poder, y que hizo de su partido la maquinaria política mejor engrasada de España.
Cuando Aznar y Rato fustigaban al PSOE de González por la corrupción y el crimen
de Estado nadie hubiera dicho que las cosas iban a acabar de este modo. El PP tendrá
que renovarse de arriba a abajo para poder volver a enarbolar la bandera de la regeneración.
En ese sentido, el caso Rato hace mucho más daño al PP que las denuncias de
Bárcenas. Precisamente, uno de los puntos de inflexión en la intención de voto del PP
en las encuestas se produce justo después de la salida a la luz del escándalo de las tarjetas
black de Bankia.
Mientras que Rajoy intenta recomponer a su partido, después de sucesivas derrotas
electorales, y a poco más de dos meses de las generales, Aznar, por su parte, trata de
marcar territorio de cara al Congreso del partido que se celebrará a principios de
2016. Al margen de la imagen de división interna, por más que apele a sus convicciones,
a sus sólidos principios, el ex presidente no se puede salvar de la hecatombe, que tiene a
Rato como símbolo de la decepción. Para colmo, Jorge Dezcallar, al que Aznar nombró
director del CNI en 2001, ha lanzado sobre él, en su libro Valió la pena, durísimas
acusaciones. La peor de todas, haber engañado a la opinión pública entre el 11 y el 14
de marzo de 2004 sobre la autoría del 11-M.
Uno de los miembros del gabinete en esas fechas me dice: «A mí me dijo por teléfono
que lo más probable es que el atentado lo hubiera cometido ETA». La deslealtad, dice
Maquiavelo, es una de las características de las fuerzas mercenarias.
La falta de reacción ante los sucesivos fracasos electorales, la división interna y el caso
Rato colocan al PP en la peor situación para afrontar con garantías la cita del 20-D.
«Decepción y rabia», así define un miembro del gobierno el sentimiento colectivo del gabinete
ante la abundante información que podría llevar a Rodrigo Rato a prisión acusado
de graves delitos de corrupción.
«De hecho», me comenta una fuente, «si aún no se ha decretado su detención es porque
no hay riesgo de fuga: sus guardaespaldas son los que le vigilan».
En Génova, las revelaciones sobre la trama empresarial del ex director gerente del
FMI se viven como «una pesadilla». Pero, más allá de que las malas prácticas
de Rato puedan influir en el desgaste electoral del PP de cara al 20-D –cosa de la que están
seguros todos sus dirigentes–, la caída del ex vicepresidente primero del Gobierno
representa el fin de la época más brillante del partido refundado por José María Aznar.
Converso con una persona cercana al ex presidente del Gobierno. «¿Influyeron las
sospechas de que a Rato podía estallarle algún escándalo para que Aznar no le designara
como sucesor?», le pregunto. «Yo creo que información concreta no tenía, pero lo que le
influyó eran los comentarios de sus hombres de confianza en Moncloa, que le repetían
una y otra vez que Rato tenía el techo de cristal. Aznar apreciaba mucho a Rodrigo y,
de hecho, fue su principal apoyo para que le nombraran director del FMI, pero es cierto
que las dudas sobre su relación con el mundo de los negocios fueron el elemento fundamental
para que, al final, se inclinara por Rajoy», me contesta.
Seguro que hay algo de verdad en ello (de hecho, en 2001 ya había salido a la luz el crédito
de 525 millones del HSBC a la empresa familiar Muinmo), pero también hubo otra razón
de peso. De los tres candidatos a la sucesión, Jaime Mayor, Rajoy y Rato, éste era el que
más poder tenía, dentro y fuera del partido. El ex ministro de Economía era en esos
tiempos el hombre más poderoso de España; después de Aznar, claro.
Sus amigos, Manuel Pizarro, César Alierta y Francisco González, estaban al frente
de tres de los mayores conglomerados económico- financieros del país: Endesa, Telefónica
y BBVA.
A Aznar le había salido mal la jugada de colocar a su compañero de clase, Juan Villalonga,
en Telefónica (que tuvo que dimitir afectado por sospechas de uso de información
privilegiada). Suya fue también la decisión de colocar a Miguel Blesa, su asesor fiscal,
en Caja Madrid (cuya gestión se demostró nefasta).
Ese poder propio, no delegado, fue uno de los elementos que pesaron para que Aznar
inclinara su dedo hacia Rajoy. Rato, indirectamente, controlaba el PP de Madrid (la organización
más fuerte del partido), tenía entre sus amigos a algunos de los empresarios
más influyentes de España y se había apuntado personalmente la recuperación económica
que se produjo entre 1996 y 2000. De haber llegado a presidente (nadie podía imaginar
en agosto de 2003 lo que ocurriría el 11-M), Aznar estaba seguro de que hubiera
ensombrecido su labor como el dirigente que llevó por primera vez al centro derecha
al poder, y que hizo de su partido la maquinaria política mejor engrasada de España.
Cuando Aznar y Rato fustigaban al PSOE de González por la corrupción y el crimen
de Estado nadie hubiera dicho que las cosas iban a acabar de este modo. El PP tendrá
que renovarse de arriba a abajo para poder volver a enarbolar la bandera de la regeneración.
En ese sentido, el caso Rato hace mucho más daño al PP que las denuncias de
Bárcenas. Precisamente, uno de los puntos de inflexión en la intención de voto del PP
en las encuestas se produce justo después de la salida a la luz del escándalo de las tarjetas
black de Bankia.
Mientras que Rajoy intenta recomponer a su partido, después de sucesivas derrotas
electorales, y a poco más de dos meses de las generales, Aznar, por su parte, trata de
marcar territorio de cara al Congreso del partido que se celebrará a principios de
2016. Al margen de la imagen de división interna, por más que apele a sus convicciones,
a sus sólidos principios, el ex presidente no se puede salvar de la hecatombe, que tiene a
Rato como símbolo de la decepción. Para colmo, Jorge Dezcallar, al que Aznar nombró
director del CNI en 2001, ha lanzado sobre él, en su libro Valió la pena, durísimas
acusaciones. La peor de todas, haber engañado a la opinión pública entre el 11 y el 14
de marzo de 2004 sobre la autoría del 11-M.
Uno de los miembros del gabinete en esas fechas me dice: «A mí me dijo por teléfono
que lo más probable es que el atentado lo hubiera cometido ETA». La deslealtad, dice
Maquiavelo, es una de las características de las fuerzas mercenarias.
La falta de reacción ante los sucesivos fracasos electorales, la división interna y el caso
Rato colocan al PP en la peor situación para afrontar con garantías la cita del 20-D.