dijous, 15 d’octubre del 2015

Réquiem por una época

CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO 


«Decepción y rabia», así define un miembro del gobierno el sentimiento colectivo del gabinete 
ante la abundante información que podría llevar a Rodrigo Rato a prisión acusado 
de graves delitos de corrupción. 
«De hecho», me comenta una fuente, «si aún no se ha decretado su detención es porque 
no hay riesgo de fuga: sus guardaespaldas son los que le vigilan». 
En Génova, las revelaciones sobre la trama empresarial del ex director gerente del 
FMI se viven como «una pesadilla». Pero, más allá de que las malas prácticas 
de Rato puedan influir en el desgaste electoral del PP de cara al 20-D –cosa de la que están 
seguros todos sus dirigentes–, la caída del ex vicepresidente primero del Gobierno 
representa el fin de la época más brillante del partido refundado por José María Aznar. 
Converso con una persona cercana al ex presidente del Gobierno. «¿Influyeron las 
sospechas de que a Rato podía estallarle algún escándalo para que Aznar no le designara 
como sucesor?», le pregunto. «Yo creo que información concreta no tenía, pero lo que le 
influyó eran los comentarios de sus hombres de confianza en Moncloa, que le repetían 
una y otra vez que Rato tenía el techo de cristal. Aznar apreciaba mucho a Rodrigo y, 
de hecho, fue su principal apoyo para que le nombraran director del FMI, pero es cierto 
que las dudas sobre su relación con el mundo de los negocios fueron el elemento fundamental 
para que, al final, se inclinara por Rajoy», me contesta. 
Seguro que hay algo de verdad en ello (de hecho, en 2001 ya había salido a la luz el crédito 
de 525 millones del HSBC a la empresa familiar Muinmo), pero también hubo otra razón 
de peso. De los tres candidatos a la sucesión, Jaime Mayor, Rajoy y Rato, éste era el que 
más poder tenía, dentro y fuera del partido. El ex ministro de Economía era en esos 
tiempos el hombre más poderoso de España; después de Aznar, claro. 
Sus amigos, Manuel PizarroCésar Alierta Francisco González, estaban al frente 
de tres de los mayores conglomerados económico- financieros del país: Endesa, Telefónica 
y BBVA. 
A Aznar le había salido mal la jugada de colocar a su compañero de clase, Juan Villalonga, 
en Telefónica (que tuvo que dimitir afectado por sospechas de uso de información 
privilegiada). Suya fue también la decisión de colocar a Miguel Blesa, su asesor fiscal, 
en Caja Madrid (cuya gestión se demostró nefasta). 
Ese poder propio, no delegado, fue uno de los elementos que pesaron para que Aznar 
inclinara su dedo hacia Rajoy. Rato, indirectamente, controlaba el PP de Madrid (la organización 
más fuerte del partido), tenía entre sus amigos a algunos de los empresarios 
más influyentes de España y se había apuntado personalmente la recuperación económica 
que se produjo entre 1996 y 2000. De haber llegado a presidente (nadie podía imaginar 
en agosto de 2003 lo que ocurriría el 11-M), Aznar estaba seguro de que hubiera 
ensombrecido su labor como el dirigente que llevó por primera vez al centro derecha 
al poder, y que hizo de su partido la maquinaria política mejor engrasada de España. 
Cuando Aznar y Rato fustigaban al PSOE de González por la corrupción y el crimen 
de Estado nadie hubiera dicho que las cosas iban a acabar de este modo. El PP tendrá 
que renovarse de arriba a abajo para poder volver a enarbolar la bandera de la regeneración. 
En ese sentido, el caso Rato hace mucho más daño al PP que las denuncias de 
Bárcenas. Precisamente, uno de los puntos de inflexión en la intención de voto del PP 
en las encuestas se produce justo después de la salida a la luz del escándalo de las tarjetas 
black de Bankia. 
Mientras que Rajoy intenta recomponer a su partido, después de sucesivas derrotas 
electorales, y a poco más de dos meses de las generales, Aznar, por su parte, trata de 
marcar territorio de cara al Congreso del partido que se celebrará a principios de 
2016. Al margen de la imagen de división interna, por más que apele a sus convicciones, 
a sus sólidos principios, el ex presidente no se puede salvar de la hecatombe, que tiene a 
Rato como símbolo de la decepción. Para colmo, Jorge Dezcallar, al que Aznar nombró 
director del CNI en 2001, ha lanzado sobre él, en su libro Valió la pena, durísimas 
acusaciones. La peor de todas, haber engañado a la opinión pública entre el 11 y el 14 
de marzo de 2004 sobre la autoría del 11-M. 
Uno de los miembros del gabinete en esas fechas me dice: «A mí me dijo por teléfono 
que lo más probable es que el atentado lo hubiera cometido ETA». La deslealtad, dice 
Maquiavelo, es una de las características de las fuerzas mercenarias. 
La falta de reacción ante los sucesivos fracasos electorales, la división interna y el caso 
Rato colocan al PP en la peor situación para afrontar con garantías la cita del 20-D.