MARIÀ DE DELÀS
“Lo más desconcertante de lo que pasa en Catalunya es que hay grupos de izquierda que en vez de sentirse invocados por la gente e invitados a participar en las movilizaciones, más bien se sienten incómodos porque no las controlan”.
El profesor de Historia de la Comunicación y ex – conseller de Cultura de la Generalitat, Joan Manuel Tresserras, se pronunciaba de esta manera en relación a gentes de izquierda que marcaron distancias con las manifestaciones excepcionalmente multitudinarias que durante estos últimos años se han convocado para reivindicar la soberanía y un Estado propio para Catalunya, como el de cualquier otra nación. Lo explicaba en una entrevista concedida a Públicohace ahora tres años, en vísperas de la movilización del 11 de septiembre. En aquella ocasión, bajo el nombre de ‘Vía Catalana hacia la independencia’, se formó una cadena humana de cerca de 400 kilómetros, en la que participaron 1.600.000 personas, que enlazaron sus manos de un extremo a otro del territorio catalán, a una hora convenida, las 17.14 h, en clara alusión al año en el que Catalunya fue privada de sus instituciones.
“Ningún partido puede sacar a la calle tanta gente, ninguno, ni todos juntos… “, indicaba entonces Tresserras a modo de presagio de las movilizaciones mayores que tendrían lugar en meses y años sucesivos, al tiempo que lamentaba la ausencia en esos actos de personas con las que mantiene sintonía ideológica en diferentes aspectos: “Esta izquierda, que habitualmente ha defendido que tiene un proyecto social transformador, en un momento en el que tienes a la gente movilizada, en la calle, en plena crisis, alrededor de un tema que pone en crisis al Estado mismo y que puede suscitar la construcción de un Estado nuevo o de un proyecto social nuevo, cuando hay la posibilidad efectiva de desarrollar un proyecto de cambio social, esta izquierda no está y se inhibe, o tiene dudas… “.
Ahora que se acerca otro 11 de septiembre, actores políticos de todos los colores andan pendientes de la capacidad de convocatoria que puedan demostrar en este momento las organizaciones soberanistas, conscientes de la incidencia que tiene la presión en la calle para modificar, en un sentido u otro, la correlación de fuerzas entre independentistas y unionistas y, según se mire, entre defensores y detractores del derecho de los catalanes a decidir sobre su futuro político.
Jordi Sànchez, presidente de una de las dos organizaciones convocantes, la Assemblea Nacional Catalana, reconoció hace unos días que el proceso independentista ha generado “una cierta fatiga” y que la cifra de “inscritos” para participar en la Diada era inferior a la del año pasado. Lo justificó alegando que la gente está “en situación de reserva activa” ante la convocatoria de un referéndum que, según él, se celebrará en 2017.
El cansancio y el reposo vacacional, sin embargo, no han detenido las tomas de posición en tertulias, charlas, artículos, mesas redondas y redes sociales en torno a la soberanía de las naciones y sus actuales límites, el derecho a decidir, las formas de Estado, las oportunidades para la convocatoria de un referéndum, la unilateralidad en la toma de decisiones como método de ruptura, los márgenes para la negociación y el acuerdo… Con demasiada frecuencia ese debate se ha ensuciado con los insultos y salidas de tono que tanto dificultan la exposición de verdaderas ideas y argumentos, pero afortunadamente también existen y se han aprovechado espacios y tiempos para el diálogo civilizado.
En diferentes ciudades y pueblos se ha podido asistir a enriquecedoras discusiones en torno al republicanismo catalán y español y su relación con la socialización de la riqueza; el Estado plurinacional y el derecho histórico de cualquier nación a la independencia; el concepto actual de soberanía, la calidad de la democracia, los procesos constituyentes…
Las fuerzas que a día de hoy se proclaman inequívocamente independentistas no han dejado de discutir sobre la manera de gestionar su preeminencia en el Parlament de Catalunya, porque discrepan entre sí en torno a temas de calado, como la concepción de los servicios sociales y su defensa, o el método para hacer efectiva su pretendida ‘desconexión’ de Catalunya de las instituciones del Estado español, pero también porque saben que obtuvieron la mayoría con un porcentaje de votos inferior al 50 por ciento (47,8%). Son conscientes de que para evitar la frustración colectiva que traería consigo el descarrilamiento de lo que se conoce como ‘el procés’ (proceso soberanista) necesitan ampliar de alguna manera su base social y por eso dirigen la mirada hacia votantes, organizaciones y dirigentes que hicieron posible la entrada en las instituciones de personas y organizaciones que confluyeron en Barcelona en Comú, Catalunya Sí que es Pot o En Comú Podem, que integraron también a partidarios no contabilizados de la independencia de Catalunya y que actualmente se preparan para dar vida a un nuevo sujeto político.
Un joven politólogo, Jordi Muñoz, y una figura clave del equipo de gobierno municipal de Barcelona, Gerardo Pisarello discutieron por escrito este verano, en el digital catalán Crític, en artículos muy comentados, sobre acercamientos y desencuentros entre sectores del independentismo de izquierdas (CUP, ERC) y del ámbito de ‘els Comuns’ (BComú, Cat Sí que es Pot y En Comú Podem). Vale la pena leer y releer esos textos. Habría que poner de moda esa manera de discutir.
De acuerdo con el análisis de Muñoz, “en el mundo independentista se ha ido imponiendo la idea de que la independencia debería decidirse colectivamente, en una votación clara y con mayoría absoluta de votos”, en un ‘referéndum oficial y vinculante’ a celebrar en el 2017, tal como pidieron los firmantes de un conocido manifiesto. Ese viraje o ‘viaje’ de los independentistas, desde la defensa de una declaración unilateral de independencia hasta la del referéndum unilateral, no ha servido, según Muñoz, para encontrar un “espacio de entendimiento” con els Comuns, porque algunos de sus dirigentes habrían conseguido imponer, en lo referente a la cuestión nacional, un discurso muy parecido al que tenía y abandonó el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) en el año 2012, el de “la famosa consulta legal y acordada”.
Muñoz pronosticaba un escenario de confrontación entre independentismo y els Comuns, pero al mismo tiempo advertía que sin entendimiento entre ellos, en el ámbito de la izquierda, difícilmente se encontraría “una solución democrática, en un plazo razonable”, al “conflicto que plantea la existencia de una amplia demanda independentista en Catalunya, que no tiene encaje en el actual ordenamiento jurídico”.
El artículo del politólogo abrió una exquisita y animada polémica, explícitamente alejada de gentes ‘ruidosas’ e ‘hiperventiladas’, en la que decidió participar Gerardo Pisarello, que en los próximos tiempos puede jugar un papel de primer orden en Catalunya, en la búsqueda de lo que él mismo describe como un “entendimiento entre los que defienden el cambio social y la radicalidad democrática”.
Los motivos de la desavenencia entre els Comuns y la izquierda independentista son variados, pero las líneas de separación más visibles y evidentes vienen dadas por políticas de pactos. Carles Puigdemont gobierna en Catalunya con mayoría de consellers de su partido, PDC, y con Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) en minoría. Ada Colau y la fuerza política que lidera, Barcelona en Comú, comparten el gobierno de la capital catalana con un grupo minoritario de concejales socialistas.
Jordi Muñoz opina que, más allá de la competencia electoral entre “espacios contiguos” y hasta cierto punto permeables como el independentismo de izquierdas y els Comuns, “el pacto político con el PSOE como horizonte político” y un “anti-independentismo muy intenso e insistente han acabado predominando en la práctica y en el discurso político” de los segundos.
“El alejamiento” entre independentistas de izquierdas y las organizaciones que se mueven en torno a els Comuns podría tener además, según Muñoz, “una implicación no menor”: “Puede hacer imposible la articulación de un bloque histórico por el cambio social en el gobierno de Catalunya”.
Gerardo Pisarello, actual primer teniente de alcalde de la ciudad de Barcelona, replicó que el problema de els Comuns con los independentistas no tiene tanto que ver con su independentismo como con el processisme (procesismo), término que se utiliza para referirse a los defensores del ‘procés” y su hoja de ruta hacia la desconexión, aprobada por quienes apoyan, con sus más y sus menos, al actual Govern de la Generalitat, controlado en un sesenta por ciento por la flamante refundación CDC, el Partit Demòcrata Català.
No está nada claro, según él, que este partido, que apoyó las leyes antisociales del PP, quiera o sea capaz de impulsar un referéndum como el que defienden los independentistas de izquierda.
Todo esto parece una discusión muy local, pero si se estiran un poco los discursos, si se amplían un poco los argumentos, enseguida rompen el marco de la política catalana.
Pisarello, experto en derecho constitucional, explica que, en un Estado democrático, la mejor manera de conseguir que una nación pueda ejercer su derecho a la autodeterminación es la de un acuerdo con el Gobierno estatal, como ocurrió en Quebec o Escocia. En España sería posible a través de la vía prevista en el artículo 92 de la Constitución española.
Altas instituciones del Estado dan vueltas desde hace un tiempo al margen de maniobra que existe para la realización de una consulta. Eso es cierto y abre un campo enorme para la reflexión y los pronósticos sobre el futuro de la monarquía, pero de momento, los partidos que se autodenominan constitucionalistas, cierran la puerta a cal y canto ante el más leve atisbo o posibilidad de convocatoria a la urnas de los catalanes para que se puedan pronunciar sobre su futuro. Prefieren hacer ver que los soberanistas políticamente no existen, pero en algún momento tendrán que escucharles.
Debe ser por eso que el propio Pisarello advierte que cuando el Gobierno del Estado bloquea de manera sistemática la posibilidad el referéndum acordado, “es legítimo plantear otras vías no necesariamente acordadas con el Estado”.
Es obvio que en las manifestaciones del próximo 11 de septiembre se elevará el tono de voz para proclamar esa legitimidad. Reunirán más o menos asistentes que otros años, pero volverán a contar con la participación de gentes de izquierda no independentistas.
La propia Ada Colau, que aclara una y otra vez, pacientemente, que no es independentista, ha explicado que tiene más razones para acudir que para dejar de hacerlo.
Otros dirigentes de la órbita de els Comuns, sin embargo, han hecho declaraciones que de alguna manera invitaban a la desmovilización en esa fecha. Tienen sus argumentos, claro está, pero sorprenden en la actual coyuntura, en vísperas de acontecimientos políticos tales como las elecciones en Euskadi y Galiza, la votación de la cuestión de confianza en el presidente Carles Puigdemont en el Parlament de Catalunya y, en particular, de lo que ocurra en el Congreso, en el debate y votación de investidura del candidato a la presidencia del Gobierno español.
Si el PSOE mantiene el compromiso de votar en contra de la investidura de Mariano Rajoy, si ningún grupo de diputados hace algo diferente a lo que indican sus dirigentes, el presidente del PP fracasará y los partidos tendrán que dejar de hablar de las terceras elecciones como una fatalidad y deberán situarse, como dice Miquel Iceta, en un escenario diferente.
Cuesta creer que en esas circunstancias los socialistas no quieran ni plantearse la posibilidad de hablar con Podemos sobre un eventual Gobierno alternativo al de la derecha.
Todo es posible, pero si PSOE y Podemos y las confluencias en las que participa, entre ellas En Comú Podem, decidieran explorar esa posibilidad, necesitarían hacer ver a los independentistas la conveniencia de facilitarles de alguna manera la tarea.
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