dilluns, 4 de novembre del 2013
El ministro aristócrata, Morenés, avala un ‘pucherazo’
Sabíamos que este Gobierno es en general, y casi siempre, tramposo. El Ministerio de Defensa, regido por el popular
Pedro Morenés y Álvarez -un aristócrata amigo de Rajoy y con
millonarios negocios armamentistas en su talego- ha confirmado la
tendencia del PP a jugar sucio.
Una encuesta digital
El diario inglés The Telegraph ha acusado a Defensa de manipular los resultados de una encuesta digital sobre el estatus de Gibraltar. Para que saliera bien parado, respecto a España, el resultado, no se le ocurrió nada mejor a Morenés, o a sus colaboradores, que votar miles de veces desde sus ordenadores.
Un pucherazo
O sea, que el tal Morenés y Álvarez ha avalado, como mínimo, un pucherazo al estilo de los que aparecieron de la mano de los caciques durante la larga época de la Restauración. El máximo responsable de este episodio, el político aristócrata, ha callado como hace a menudo su protector, don Mariano, cuando pintan bastos.
República bananera
¡Qué imagen de república bananera, Sr. Rajoy! Y también, Sr. Margallo, ministro de Exteriores, otro obsesionado tratando desde que llegó al Consejo de Ministros de recuperar Gibraltar para España. Ese rescate no se produjo y lo que sí se produjo es abrir más heridas con nuestros vecinos gibraltareños. La mayoría de ellos prefieren ser británicos y no españoles.
A la deriva
Algo muy comprensible, desde luego, a la vista de estos gobernantes inútiles o tridentinos que tenemos cada día que soportar. La marca España, Sr. Margallo, está como el Gobierno, dando tumbos y a la deriva. ¿Es una anécdota sin mayor importancia lo de los ordenadores de Defensa y The Telegraph?
Al registro de la propiedad
No lo es. Un tipo que permite semejantes trampas, como ha hecho Morenés y Álvarez, no debería seguir siendo ministro. Ni por otras razones, como las del caso Bárcenas, debiera haberse ido Rajoy a su casa. O a su Registro de la Propiedad, tranquilo y a forrarse.
Enric Sopena es director de ELPLURAL.COM
Una encuesta digital
El diario inglés The Telegraph ha acusado a Defensa de manipular los resultados de una encuesta digital sobre el estatus de Gibraltar. Para que saliera bien parado, respecto a España, el resultado, no se le ocurrió nada mejor a Morenés, o a sus colaboradores, que votar miles de veces desde sus ordenadores.
Un pucherazo
O sea, que el tal Morenés y Álvarez ha avalado, como mínimo, un pucherazo al estilo de los que aparecieron de la mano de los caciques durante la larga época de la Restauración. El máximo responsable de este episodio, el político aristócrata, ha callado como hace a menudo su protector, don Mariano, cuando pintan bastos.
República bananera
¡Qué imagen de república bananera, Sr. Rajoy! Y también, Sr. Margallo, ministro de Exteriores, otro obsesionado tratando desde que llegó al Consejo de Ministros de recuperar Gibraltar para España. Ese rescate no se produjo y lo que sí se produjo es abrir más heridas con nuestros vecinos gibraltareños. La mayoría de ellos prefieren ser británicos y no españoles.
A la deriva
Algo muy comprensible, desde luego, a la vista de estos gobernantes inútiles o tridentinos que tenemos cada día que soportar. La marca España, Sr. Margallo, está como el Gobierno, dando tumbos y a la deriva. ¿Es una anécdota sin mayor importancia lo de los ordenadores de Defensa y The Telegraph?
Al registro de la propiedad
No lo es. Un tipo que permite semejantes trampas, como ha hecho Morenés y Álvarez, no debería seguir siendo ministro. Ni por otras razones, como las del caso Bárcenas, debiera haberse ido Rajoy a su casa. O a su Registro de la Propiedad, tranquilo y a forrarse.
Enric Sopena es director de ELPLURAL.COM
El precio de los medicamentos, crimen del siglo
Luis Matías López
Más de 10 millones de personas murieron –sobre todo en África, entre 1996 y 2001- por no poder acceder a los nuevos medicamentos antirretrovirales que permitían controlar el sida y suponían la gran esperanza de supervivencia para la legión de afectados por la peor plaga de la historia reciente. Las grandes compañías farmacéuticas, suculentos negocios con disparatados beneficios, bloquearon el acceso a los genéricos de bajo coste que habrían permitido salvar a todas esas víctimas, el doble de las que causó el Holocausto nazi. De la magnitud del despropósito da idea que el precio de venta del tratamiento anual para un infectado del VIH rondaba en Estados Unidos los 15.000 dólares, mientras que su réplica en India no superaba los 200, pese a lo cual aún resultaba rentable fabricarlo.
La codicia del conjunto de empresas multinacionales que se conoce como Big Pharma no habría prevalecido sin la complicidad de los gobiernos occidentales, principales contribuyentes a la investigación y desarrollo de nuevos fármacos. Esto desmonta el argumento de los grandes laboratorios para defenderse de la acusación de perpetrar con premeditación y alevosía el crimen del siglo: que esos precios desmesurados y el monopolio que supone en la práctica la prolongada protección de las patentes permiten las inversiones en I+D (entre el 4% y el 8% de los ingresos, según las fuentes) imprescindibles para desarrollar remedios contra las enfermedades más graves, desde el sida al cáncer o la malaria.
El lobby farmacéutico es tan potente que ese genocidio sanitario que se cebó sobre todo en África, en los más pobres entre los más pobres, se produjo sin una gran repercusión mediática, ignorado o tratado sin gran relevancia por los grandes medios de comunicación, pese a los gritos impotentes de un puñado de activistas y ONGs. De hecho, lo que más sorprendió al cineasta indo-irlandés Dylan Mohan Gray cuando, a mediados de la pasada década, tuvo conocimiento cabal del problema fue que no se hubiese dedicado ninguna película a exponer y denunciar la situación. Él llena en parte ese hueco con el documental Fire in the blood (Fuego en la sangre), que presentó la semana pasada en Valladolid en la sección Tiempo de Historia de la Seminci.
El filme ilustra la lucha de unos cuantos francotiradores que, en África y la India, se esforzaron durante años por acabar con el monopolio del Big Pharma. Por extraño que parezca, lo lograron, aunque el camino quedó sembrado de millones de cadáveres de infectados que no pudieron ser tratados por su falta de medios. Entre esos quijotes se encontraban Peter Mugyenyi, director del principal centro de tratamiento e investigación del sida en Uganda; el activista surafricano Zackie Achmat y, sobre todo, el investigador Yusuf Hamied, de la farmacéutica india Cipla, que se empeñó en una campaña a escala mundial para proporcionar antirretrovirales a precio de costo a los países más pobres y con más enfermos, así como para facilitarles la tecnología para producirlos in situ.
De golpe y porrazo, la plaga se controló. La mayoría de los afectados más graves resucitaron y pudieron hacer vida normal. David venció a Goliat, y superó los campos de minas plantadas por las multinacionales farmacéuticas, la incomprensión de la Organización Mundial de la Salud, la indiferencia de la UE y el rechazo activo de los Gobiernos de Estados Unidos y del resto de Occidente.
En el coloquio posterior al pase de Fire in the blood, Dylan Mohan Gray defendió lo obvio: que “el interés público debe imponerse sobre el de las grandes compañías farmacéuticas”, y que permitir que éstas se salgan con la suya, con la ética capitalista de obtener el máximo resultado con la mínima inversión, constituye un inaceptable “pacto con el diablo”. Con todo, su conclusión es pesimista: se ganó una batalla, pero se puede perder la guerra, si se hacen realidad los peores temores sobre el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Cooperación Económica (TPP), cuya negociación, rodeada del máximo secretismo, podría concluir este año.
El TPP pretende liberalizar las economías de la región Asia-Pacífico y se firmó en 2005 por Brunei, Chile, Nueva Zelanda y Singapur, países a los que ahora se sumarán Estados, Unidos, Japón, Canadá, Australia, Malaisia, México, Perú y Vietnam. En conjunto, suponen dos quintos de la economía y un tercio del comercio mundiales. Y aún cabe la posibilidad de que el tratado, que podría servir de modelo para otros en el futuro, se amplíe a la totalidad de los 21 países de la APEC. Junto al pacto similar que discuten EE UU y la UE, las partes interesadas sostienen que el TPP supondrá un impulso a la economía del planeta que ayudará a paliar el fracaso de la ronda de Doha para liberalizar el comercio mundial.
Lo que temen Dylan Mohan Gray, y con él ONGs como Médicos Sin Fronteras (MSF), es que el TPP, en el caso concreto de sus estipulaciones para “defender la propiedad intelectual”, permita a las grandes empresas farmacéuticas mantener durante más tiempo el monopolio sobre la comercialización de nuevos medicamentos. O lo que es lo mismo, que se bloquee, con mayor dureza y por periodos más prolongados (hasta 25 años) la futura distribución de nuevos genéricos de bajo coste y de precio hasta centenares de veces inferior al de las marcas comerciales de Big Pharma. De esta forma, los tratamientos de, por ejemplo, diversos tipos de cánceres y del mismo sida, resultado de las investigaciones en curso y por venir, resultarían una vez más inaccesibles para gran parte de la población mundial, empezando, cómo no, por el África más pobre. MSF estima que, a menos que rectifique el rumbo de las negociaciones, “el TPP se convertirá en el tratado más dañino de todos los tiempos para el acceso a medicamentos en los países en desarrollo”.
En línea con lo defendido por numerosos activistas y organizaciones no gubernamentales, Dylan Mohan Gray propone una serie de medidas como que se prohíba que los propietarios de las patentes monopolicen el acceso a medicamentos que puedan salvar vidas, que se permita el libre acceso a la investigación realizada con fondos públicos y que los Gobiernos de EE UU y Occidente se comprometan a no ejercer presiones económicas ni amenazar con sanciones a los países en vías de desarrollo que pretendan facilitar el acceso a sus ciudadanos de medicinas esenciales. Un objetivo tal vez utópico, pero imprescindible si se quiere evitar otro crimen del siglo.
Más de 10 millones de personas murieron –sobre todo en África, entre 1996 y 2001- por no poder acceder a los nuevos medicamentos antirretrovirales que permitían controlar el sida y suponían la gran esperanza de supervivencia para la legión de afectados por la peor plaga de la historia reciente. Las grandes compañías farmacéuticas, suculentos negocios con disparatados beneficios, bloquearon el acceso a los genéricos de bajo coste que habrían permitido salvar a todas esas víctimas, el doble de las que causó el Holocausto nazi. De la magnitud del despropósito da idea que el precio de venta del tratamiento anual para un infectado del VIH rondaba en Estados Unidos los 15.000 dólares, mientras que su réplica en India no superaba los 200, pese a lo cual aún resultaba rentable fabricarlo.
La codicia del conjunto de empresas multinacionales que se conoce como Big Pharma no habría prevalecido sin la complicidad de los gobiernos occidentales, principales contribuyentes a la investigación y desarrollo de nuevos fármacos. Esto desmonta el argumento de los grandes laboratorios para defenderse de la acusación de perpetrar con premeditación y alevosía el crimen del siglo: que esos precios desmesurados y el monopolio que supone en la práctica la prolongada protección de las patentes permiten las inversiones en I+D (entre el 4% y el 8% de los ingresos, según las fuentes) imprescindibles para desarrollar remedios contra las enfermedades más graves, desde el sida al cáncer o la malaria.
El lobby farmacéutico es tan potente que ese genocidio sanitario que se cebó sobre todo en África, en los más pobres entre los más pobres, se produjo sin una gran repercusión mediática, ignorado o tratado sin gran relevancia por los grandes medios de comunicación, pese a los gritos impotentes de un puñado de activistas y ONGs. De hecho, lo que más sorprendió al cineasta indo-irlandés Dylan Mohan Gray cuando, a mediados de la pasada década, tuvo conocimiento cabal del problema fue que no se hubiese dedicado ninguna película a exponer y denunciar la situación. Él llena en parte ese hueco con el documental Fire in the blood (Fuego en la sangre), que presentó la semana pasada en Valladolid en la sección Tiempo de Historia de la Seminci.
El filme ilustra la lucha de unos cuantos francotiradores que, en África y la India, se esforzaron durante años por acabar con el monopolio del Big Pharma. Por extraño que parezca, lo lograron, aunque el camino quedó sembrado de millones de cadáveres de infectados que no pudieron ser tratados por su falta de medios. Entre esos quijotes se encontraban Peter Mugyenyi, director del principal centro de tratamiento e investigación del sida en Uganda; el activista surafricano Zackie Achmat y, sobre todo, el investigador Yusuf Hamied, de la farmacéutica india Cipla, que se empeñó en una campaña a escala mundial para proporcionar antirretrovirales a precio de costo a los países más pobres y con más enfermos, así como para facilitarles la tecnología para producirlos in situ.
De golpe y porrazo, la plaga se controló. La mayoría de los afectados más graves resucitaron y pudieron hacer vida normal. David venció a Goliat, y superó los campos de minas plantadas por las multinacionales farmacéuticas, la incomprensión de la Organización Mundial de la Salud, la indiferencia de la UE y el rechazo activo de los Gobiernos de Estados Unidos y del resto de Occidente.
En el coloquio posterior al pase de Fire in the blood, Dylan Mohan Gray defendió lo obvio: que “el interés público debe imponerse sobre el de las grandes compañías farmacéuticas”, y que permitir que éstas se salgan con la suya, con la ética capitalista de obtener el máximo resultado con la mínima inversión, constituye un inaceptable “pacto con el diablo”. Con todo, su conclusión es pesimista: se ganó una batalla, pero se puede perder la guerra, si se hacen realidad los peores temores sobre el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Cooperación Económica (TPP), cuya negociación, rodeada del máximo secretismo, podría concluir este año.
El TPP pretende liberalizar las economías de la región Asia-Pacífico y se firmó en 2005 por Brunei, Chile, Nueva Zelanda y Singapur, países a los que ahora se sumarán Estados, Unidos, Japón, Canadá, Australia, Malaisia, México, Perú y Vietnam. En conjunto, suponen dos quintos de la economía y un tercio del comercio mundiales. Y aún cabe la posibilidad de que el tratado, que podría servir de modelo para otros en el futuro, se amplíe a la totalidad de los 21 países de la APEC. Junto al pacto similar que discuten EE UU y la UE, las partes interesadas sostienen que el TPP supondrá un impulso a la economía del planeta que ayudará a paliar el fracaso de la ronda de Doha para liberalizar el comercio mundial.
Lo que temen Dylan Mohan Gray, y con él ONGs como Médicos Sin Fronteras (MSF), es que el TPP, en el caso concreto de sus estipulaciones para “defender la propiedad intelectual”, permita a las grandes empresas farmacéuticas mantener durante más tiempo el monopolio sobre la comercialización de nuevos medicamentos. O lo que es lo mismo, que se bloquee, con mayor dureza y por periodos más prolongados (hasta 25 años) la futura distribución de nuevos genéricos de bajo coste y de precio hasta centenares de veces inferior al de las marcas comerciales de Big Pharma. De esta forma, los tratamientos de, por ejemplo, diversos tipos de cánceres y del mismo sida, resultado de las investigaciones en curso y por venir, resultarían una vez más inaccesibles para gran parte de la población mundial, empezando, cómo no, por el África más pobre. MSF estima que, a menos que rectifique el rumbo de las negociaciones, “el TPP se convertirá en el tratado más dañino de todos los tiempos para el acceso a medicamentos en los países en desarrollo”.
En línea con lo defendido por numerosos activistas y organizaciones no gubernamentales, Dylan Mohan Gray propone una serie de medidas como que se prohíba que los propietarios de las patentes monopolicen el acceso a medicamentos que puedan salvar vidas, que se permita el libre acceso a la investigación realizada con fondos públicos y que los Gobiernos de EE UU y Occidente se comprometan a no ejercer presiones económicas ni amenazar con sanciones a los países en vías de desarrollo que pretendan facilitar el acceso a sus ciudadanos de medicinas esenciales. Un objetivo tal vez utópico, pero imprescindible si se quiere evitar otro crimen del siglo.
diumenge, 3 de novembre del 2013
FETA LA LLEI, FETA LA TRAMPA
És una d’aquelles frases fetes que, traduïda
al castellà, segueix conservant el seu significat. No cal donar massa
explicacions; crec que el seu significat s’entén a la perfecció: Per cada llei
que es fa, sempre es troba la manera d’eludir-la.
Dilluns 21 d’octubre, Diari Ebre (que és el
nom que pren Diari de Tarragona per a les nostres comarques) es feia ressò de
la problemàtica dels nitrats a les aigües subterrànies del subsòl tarragoní.
Són diverses les zones de la demarcació on els aqüífers estan altament
contaminats. De moment sembla que no hi ha perill per a la població, però ja sé
sap que tampoc cal crear una alarma innecessària.
Una d’aquestes zones (quatre en total) afecta
a un bon nombre de poblacions de les comarques del Baix Ebre i Montsià on, des
de fa diverses dècades, alguns pagesos de la zona van veure la ramaderia com
una alternativa a l’agricultura tradicional de l’olivera, el garrofer o la
vinya.
Entre els anys 60 i 70, on la llei era molt
més permissiva i construir una granja estava més a l’abast de les economies
dels nostres pagesos, la ramaderia intensiva d’aus (sobre tot pollastres) i
porcs va patir un increment considerable. Tant popular va arribar a ser la cria
i engreix de pollastres que fins i tot se’n criaven en magatzems i sales
d’algunes cases particulars de l’interior del casc urbà dels pobles, fins que
la llei va establir que la distància mínima a un nucli urbà havia de ser, al
menys, d’un quilòmetre.
Tornant a la contaminació per nitrats que causen
els purins (és així con s’anomenen els excrements dels porcs), cal dir que no
significa cap novetat, ja que, el nostre territori ha patit episodis similars
de fa un bon grapat d’anys, el que passa ara és que algú ha volgut
estudiar-ho i donar-ne la informació necessària. Una cosa ben diferent és que
s’hi vulgui posar solució. Recordo que fa uns anys es v parlar de Masdenverge
com el terme més contaminat de les Terres de l’Ebre i la província de Lleida
com un dels territoris que més patien els efectes de l’abocament de purins
degut a l’alta concentració de granges porcines.
Però sabíeu que la majoria de les grans
explotacions porcines que hi ha al nostre territori tenen capital holandès?
Holanda va ser un dels països que va crear la Comunitat Econòmica Europea (el
que ara coneixem per Unió Europea) Les seves postals de camps de tulipes son
idíl·lics, però a cap d’aquestes postals hi surt una granja de porcs. El
problema és millor exportar-lo a un altre país lluny de casa on, segurament, la
llei que s’aplica es molt menys restrictiva.
Una d’aquestes empreses (Pordecona),
s’ubica al terme d’Ulldecona, però prou apartada del seu nucli urbá com pera
que la majoria de falduts ignorin la seva existència. Geogràficament es
troba situada a tocar del terme de Godall, quasi que al costat de la carretera
de Santa Bàrbara a la Sénia.
Quan s’havia d’instal·lar, els seus
propietaris per mig d’amics i coneguts, van fer una campanya de recollida
d’autoritzacions de propietaris d’explotacions agràries que els hi donaven
permís abocar els purins. Un amic em va demanar que li firmés una
d’aquestes autoritzacions on, suposadament, els autoritzava a portar fins les
meves finques els residus orgànics de la seva granja. I dic suposadament
perquè mai hi han abocat ni una sola gota. De fet, no crec que sàpiguen on tinc
les petites explotacions. Però com la llei diu que els purins s’hauran de
repartir en un determinat número d’hectàrees, depenent dels caps de bestiar de
l’explotació, amb les autoritzacions signades es demostra que s’està en
disposició de poder-ho fer. Però a la pràctica els fets demostren una altra
cosa i la concentració de l’abocament de purins en una determinada àrea acaben
produint les esmentades contaminacions.
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