María Márquez GuerreroUniversidad de Sevilla
Tras el vergonzoso espectáculo del golpe político y mediático (29 / septiembre / 2016), que comenzó con las palabras de Felipe González en la SER y la inmediata dimisión de 17 miembros de la Comisión Ejecutiva del PSOE, los vencedores impusieron el silencio. Según la versión oficial, lo que se percibía como una fractura de la organización no era más que una simple vendetta entre facciones, el lógico desacuerdo por la existencia de distintas estrategias. El propio Javier Fernández, presidente de la gestora que desde ese día dirige el partido, diagnosticó que detrás del escandaloso desgarro no había “un asunto ideológico”, sino “un asunto político de naturaleza táctica sobre qué le conviene al país”; nada grave, por tanto. Sin embargo, visto desde la perspectiva actual, resulta evidente que la voluntad de negar la dimensión ideológica del conflicto implicaba un desconocimiento acerca de la profundidad y naturaleza de la herida, y olvidaba por completo la necesidad de “limpiarla” bien, esto es, de sacar a la luz toda la conflictividad escondida, requisito ineludible si no se quiere coser a toda prisa y cerrar en falso (cfr. “La herida del PSOE: sutura, vendaje y otros remedios, Público 8 / 10/ 2016)
A estas alturas, y a juzgar por el resultado de las encuestas, se podría afirmar que, al menos, una parte del tejido está necrosado. Por doloroso que se aventurara el proceso, la curación de la herida exigía, no la sutura y ocultación tras un espeso vendaje, sino un análisis acerca de la profunda crisis de identidad y de representación por la que atraviesa el partido: el abismo entre unas bases de centro-izquierda y una cúpula que ha practicado una política liberal, vaciando así de contenido al propio concepto de socialdemocracia. Sin embargo, la crisis no se ha gestionado con análisis, autocrítica y búsqueda de la afinidad y el encuentro. Efectivamente, se cosió a toda prisa y se proclamó la “unidad” bajo el gobierno de la Gestora, una situación provisional que se ha prolongado estratégicamente durante seis meses generando mayor confusión, incertidumbre y desvalimiento entre la militancia, es decir, profundizando aún más la crisis de representación. Después de ser castigados los insumisos, que pretendían ser consecuentes con los acuerdos del Comité Federal (un “No” a favorecer el gobierno de Rajoy), y tras meses de ignorar la voz de los militantes, súbitamente parece haberse alcanzado la paz: llegamos a los umbrales de “un tiempo nuevo” que se anuncia con la inminente convocatoria de primarias. Un tiempo en el que, según Susana Díaz, los socialistas se reconocen como “compañeros”, socialistas a secas, sin apellidos; juntos, unidos por una tradición gloriosa que guarda la esencia del socialismo español, el mismo que ahora se encarna en ella. Todo perfecto, salvo que este discurso de gran emocionalidad sobre el amor y la unidad resulta desmentido por la realidad.
Después de seis meses, el día 26, finalmente, Susana Díaz se ha propuesto como candidata para secretaria general, lo que no quiere decir que durante todo este tiempo no haya tomado posiciones de ventaja en la singular guerra civil que vive el PSOE: muy al contrario, su posición como presidenta de la Junta de Andalucía se ha convertido en una plataforma ideal desde la que reconstruir su imagen de cara a las primarias. La ambigüedad de las declaraciones y la confusión de planos han estado muy bien calculadas, pues le han servido para fortalecerse, dibujar su nuevo perfil de “mujer de Estado” y reunir apoyos. Así, durante estos meses, sin precandidatura anunciada y en actos “municipalistas”, Díaz ha actuado de hecho como la voz del PSOE en el ámbito nacional; ha tomado medidas “sociales” en la Junta, como la retirada de subvenciones a los colegios concertados que segregan por sexos; ha anticipado el balance de sus dos años de gobierno como parte de su campaña, y hasta le ha concedido la medalla de la comunidad a Antonio Caño, director de El País, integrante del grupo PRISA, que tuvo un papel destacado en el golpe. Por otra parte, la Gestora, juez y parte en todo el proceso, ha establecido los tiempos y los ritmos favorables a su candidatura, y ahora es la que fija las normas de la consulta, hecho inaudito que explica la petición de transparencia y limpieza en el proceso por parte de Sánchez.
En la presentación de su candidatura, Díaz ha destacado tres objetivos políticos de gran alcance para el “nuevo” PSOE: la lucha contra la desigualdad, contra el populismo y contra el nacionalismo. En un discurso de elevada emocionalidad, la mayor intensidad se registró en el momento en que la candidata se comprometió a no pactar “nunca”, si no es “desde la victoria”, con un partido como Podemos, al que de ningún modo querría asimilarse, marcando así la distancia con Pedro Sánchez y con una “izquierda transformadora” que, según ella, no existe, pues la formación morada sería, en su opinión, una manifestación más del populismo que tiene como objetivo combatir.
Sin embargo, la intervención de la presidenta andaluza, que todavía lo es a pesar de las críticas de la oposición, se ajusta a los rasgos del discurso populista más puro: predominio casi absoluto de la emoción frente a la razón política; una argumentación muy sencilla y general, en lugar de un proyecto político concreto; exaltación de los valores (dignidad, lealtad, honestidad, autenticidad, tradición), y, fundamentalmente, enaltecimiento de la figura de la líder, que se presenta dotada de una fuerza, energía y empatía excepcionales, capaz de poner a salvo el proyecto colectivo, amenazado por enemigos a los que hay que derrotar. Ganar no es solo el objetivo y el verdadero foco del discurso de Susana Díaz, sino el núcleo que define su identidad (“sabe ganar”) y el pasado glorioso de su partido. La exaltación de la candidata es tal que conduce a su completa idealización: “una trianera tocada por los dioses del socialismo y de la política”; una persona llamada a “parar, templar y mandar”, en símil torero de Javier Lambán, presidente de Aragón.
Otro rasgo característico del discurso populista que observamos en la intervención de Díaz es la búsqueda de la proximidad, un modo comunicativo propio de lo cotidiano, donde abundan las frases hechas y las expresiones coloquiales (“se queda tan pancho”), y donde se finge inmediatez, un intercambio comunicativo real, espontáneo y directo ( con interpelaciones directas, vocativos, preguntas, citas en estilo directo –“Rajoy nos dijo: hacerlo ustedes si queréis”- marcadores interactivos, como “veréis”, “¿verdad?” etc.), todo ello al servicio de una experiencia, no ya de intimidad, sino de fusión del representante con las bases: “Ya no eres, somos”, le decía el alcalde de Cornellá de Llobregat, del PSC, Antonio Balmón. Hay “fascinación y trascendencia, ya que el vínculo entre el jefe y el pueblo debe ser de orden sentimental más que ideológico” (P. Charaudeau). Y la masa se enardece “embobada” “atrapada”, “envuelta” en la pasión que transmite la oradora.
Frente a las veleidades de los movimientos asamblearios y las iniciativas plebiscitarias, Susana Díaz piensa en el pueblo y cuenta con él, pero “desde la victoria”: promete “darle al socialismo pasión y emoción”, lo que le va a permitir ganar, y así, y solo entonces, reconciliarse “con la mayoría social”. De ahí la ostentación de fuerza y de poder que exhibió durante su presentación. Ni una palabra, en cambio, de las sombras de ese pasado “glorioso” que han podido provocar la desafección de la militancia: los ERE, el GAL, la modificación del artículo 135 de la Constitución, la reforma laboral, la bajada de los salarios, la congelación de las pensiones, y, en general, el apoyo a una política económica austericida, la obediencia ciega a los mercados…
Como manifestación del maniqueísmo que también es propio del populismo, y de manera indirecta, “cobarde” (Odón Elorza), se hace referencia a Pedro Sánchez al que se le culpa de los fracasos electorales, sin tener en cuenta el contexto económico global, que también explica, en parte y a la inversa, el éxito de sus antecesores. Aunque su mayor pecado no sea ese, sino la traición: el intentar congraciarse con el enemigo, que no es tanto la derecha como esos recién llegados que quieren venderle humo a los ciudadanos, diciendo que desean gobernar para luchar contra los poderosos y para ello recurren “a la mentira compulsiva, a la división, al enfrentamiento, al poder por el poder”… Todo esto tiene lugar en una escenificación fuertemente teatralizada, una prolongada entrada entre abrazos, música muy alta, banderas…, y “una producción corporal, vocal y gestual de barricada por parte del orador”. Se trata de “estrategias discursivas que son las propias de todo discurso político, pero gobernadas por el descontrol y el exceso” (P. Charaudeau).
Ciertamente, la política no es otra cosa que el arte de conquistar el poder. Para ello, la retórica clásica aconsejaba utilizar estrategias con el fin de que el orador consiguiera la adhesión del auditorio hacia su causa, si bien distinguía entre persuasión y manipulación, entre la autenticidad y el rigor, por un lado, y la argumentación falaz, por otro, haciendo especial hincapié en el aporte de datos y pruebas que no contradigan la realidad, que sean auténticos, verificables y adecuados a la tesis que se defiende. Cuando la palabra se pone en contexto y se contradice con los hechos, la emoción se queda vagamente flotando en el aire, desasida, sin fuerza para encarnar ningún proyecto futuro. … La promesa de la victoria puede compensar el sentimiento de una identidad deteriorada, de la dignidad herida por las circunstancias económicas y por unos representantes que nos han dado la espalda, pero en sí misma no contiene una promesa de cambio de la realidad. Tal vez, se busque el “efecto del carro ganador”, el ofrecimiento de participar, real o simbólicamente, de la victoria y sus beneficios, o quizás, como señalaba E. Noelle-Neumann (La espiral del silencio), se trata de algo más modesto: el deseo de evitar el aislamiento, pues la fuerza que se presenta como ganadora ejerce, por el hecho de ser mayoritaria, una fascinación casi inevitable: nos ofrece la garantía de no estar aislados, de evitar la exclusión y el ostracismo.
En cualquier caso, en su afán por la conquista del poder, la autoimagen de Susana Díaz se ha desplazado desde el “roja y decente” (mitin convocado por el primer año de su presidencia) a esa otra, desdibujada y neutra, que se traduce de sus palabras tras el Comité Federal (23 / 10 / 2016): “espero… que cuando salgamos de aquí acaben las rencillas y triunfen los socialistas, que no son ni buenos ni malos, ni de izquierdas ni de derechas”. Las intrigas, los modos autoritarios, la imposición de una “unidad” fingida, el discurso único que oculta la discrepancia y el pensamiento crítico; la conspiración, y el juego sucio… ¿Todo vale si se sabe ganar? Ya lo recordaba Felipe González: “Blanco o negro, lo importante es que el gato cace ratones” (Deng Xiao Ping).
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