José María Mella
Catedrático del Departamento de Estructura Económica y Economía del Desarrollo de la Universidad Autónoma de Madrid
La respuesta a la pregunta del título de este artículo es compleja y
no exenta de dificultades. En este sentido, se tratará de explicar
algunas –no todas- de sus vertientes, como son el sistema financiero, el
sector público, la vivienda, el empleo y las pensiones.
El sistema financiero español ha incurrido en el pasado en un
exacerbado endeudamiento con los bancos europeos y en una excesiva
concentración de su balance en activos hipotecarios. Al llegar la crisis
inmobiliaria, juntamente con un altísimo nivel de deuda, la banca
española tenía más de la mitad de sus activos en el sector de la
vivienda, lo que juntamente con la caída de la producción y el aumento
del desempleo, hizo que se deterioran sus activos y aumentaran la
morosidad y los impagos. Junto con ese problema de solvencia, el sistema
financiero español adolece de falta de liquidez por desconfianza de la
banca internacional, que dejó de prestarle.
Ante esta situación, el gobierno plantea un “saneamiento” de activos
consistente en crear provisiones que cubran esos “agujeros” de deuda no
cubiertos, incentiva la fusión y absorción de entidades y crea un mapa
financiero dominado por cuatro grandes entidades de bancos y cajas que
controlan el mercado, que dedican su actividad a lucrativos negocios de
compra de deuda pública, pero abandonan la actividad minorista del
crédito a familias y pymes. Y ahí está el problema fundamental: los
bancos tendrían que recuperar urgentemente su función principal, que es
la de proporcionar crédito a empresas y familias, para volver a una
senda de crecimiento y creación de empleo, y normalizar simultáneamente
su situación.
El sector público cabe analizarlo desde el punto de vista de la
deuda, del gasto y de la política fiscal. Desde el punto de vista de la
deuda, debe tenerse en cuenta que la deuda pública española en
porcentaje del PIB era de las menores de la Eurozona; pero el problema
más importante de la deuda no es la parte pública, sino la parte privada
(empresas y familias) que representa más del 80% de la deuda total.
Ahora bien, que el sector público haya “nacionalizado” una buena parte
de entidades financieras con problemas de solvencia, haya concedido
avales a dichas entidades o inyectado fondos para su restructuración, ha
supuesto una gigantesca socialización de pérdidas que ha contagiado a
la deuda pública y ha elevado los costes de su financiación, todo ello a
cargo de los contribuyentes.
Sin embargo, la Unión Europea no ha reaccionado ante la gravedad de
esta situación; todo lo contrario, la ha agravado. El Banco Central
Europeo (BCE) se niega a financiar directamente la deuda pública
española, lo que alimenta las operaciones especulativas, eleva los tipos
de interés a pagar y las cargas financieras del Estado. Con respecto a
la parte privada de la deuda, solamente un reconocimiento de que en su
estado actual es impagable y, por tanto, que es imprescindible su
renegociación, podría posibilitar que familias y empresas vieran
aliviados sus compromisos de pago, se detuviera la caída del precio de
la vivienda, el deterioro de los balances bancarios y la contracción del
crédito.
Desde el punto de vista del gasto público (su drástica reducción
llamada inapropiadamente “austeridad”), los “recortes” llevan al
deterioro de los servicios públicos de educación, sanidad, ayudas a la
dependencia, prestaciones por desempleo y al ensanchamiento de la
desigualdad social. Y, lo que es de enorme trascendencia, a menor gasto
público, menor crecimiento económico, menores ingresos públicos y
mayores déficits: que era el “problema” que en, palabras del gobierno,
se trataba de resolver. En una palabra, un fiasco político, que estamos
pagando todos los ciudadanos, por hacer justamente lo contrario de lo
que se debiera: ante una reducción de la inversión privada, la inversión
pública debiera multiplicarse para crecer más, aumentar los ingresos y
el empleo y reducir el déficit y la deuda.
En materia de política fiscal, en la parte que se ocupa de los
ingresos del Estado, el gobierno ha apostado erróneamente por la subida
del IVA (Impuesto sobre el valor añadido) que pagamos todos los
consumidores en vez de optar por incrementos en los tipos impositivos de
las grandes empresas (el tipo impositivo efectivo, lo que realmente
pagan, de las grandes es sólo el 10% frente al 25% de las pequeñas y
medianas), por mantener un IRPF (Impuesto sobre la renta de las personas
físicas) que beneficia a las rentas del capital y perjudica a las del
trabajo y por no recuperar el Impuesto sobre el Patrimonio. Además, el
gobierno debiera introducir un Impuesto sobre consumos energéticos (que,
aparte de limitar nuestra dependencia energética, permitiría una mejor
conservación ambiental) y luchar seriamente contra el fraude y los
paraísos fiscales.
En materia de vivienda, después del estallido de la burbuja
inmobiliaria, sigue habiendo un elevado volumen de pisos en propiedad,
una gran estrechez del mercado de alquiler, una gran insuficiencia de
vivienda protegida o pública y un aumento escandaloso de los desahucios.
El Plan 2013-2017 de Vivienda, con la creación de un parque público de
viviendas, debería servir para facilitar el acceso a una vivienda a las
capas sociales con dificultades para llegar a fin de mes, a los jóvenes,
a los inmigrantes y a todas aquellas personas y familias que siguen
ocupando infraviviendas.
La creación de empleo, la gran asignatura pendiente en un país de más
de 6 millones de parados, no puede basarse en la reforma laboral
vigente que facilita y abarata la destrucción de empleo y hunde los
salarios, que inhabilita a los sindicatos para la negociación colectiva,
que recorta las prestaciones por desempleo y consagra la temporalidad
en la contratación. No es soportable por más tiempo que haya casi dos
millones de hogares con todos sus miembros en paro y el desempleo de
larga duración no pare de crecer. Una política de creación de empleo
debe basarse en la elevación del salario mínimo, la reinversión de los
beneficios, la inversión en actividades de I+D+i (Investigación,
Desarrollo e Innovación), la formación de los trabajadores, la calidad
de la producción, la cooperación y la internacionalización. Y, por
supuesto, en un empresariado más dinámico en iniciativas generadoras de
mayor valor añadido y no tanto en actividades de rendimientos fáciles
(construcción) o de bajo contenido en conocimiento (turismo).
Por último, la nueva reforma de jubilaciones anticipadas -que hay que
denunciar- supone un recorte en un subsidio que, con frecuencia, es la
única fuente de ingresos y de cotización, la desprotección de los
trabajadores mayores de 50 años y el impulso a la sustitución de los
trabajadores mayores (y jóvenes) en activo por otros también mayores que
-al disponer de rentas derivadas de la pensión- sean una excusa para
reducir salarios. Las pensiones se han endurecido definitivamente con
más edad para cobrarlas, más años de cotización e importes de menor
cuantía. Y, teniendo en cuenta las noticias sobre el informe de
expertos en la materia, no cabe hacerse ilusiones de ningún tipo.
En definitiva, se hace imprescindible articular un programa de
reactivación económica basado en la inversión pública, que arrastre a la
inversión privada, eleve el consumo, mejore la capacidad exportadora y
permita a la economía crecer y crear empleo. No se puede seguir como
hasta ahora. Hay que cambiar hacia un nuevo horizonte de esperanza para
las generaciones actuales y futuras.
Este artículo fue publicado recientemente en http://www.revistadigitalseniorsuniversitarios.com