José Antonio Nieto Solís
Profesor de Economía Aplicada, miembro de econoNuestra y escritor. Autor de la novela “Los crímenes de la secta. Una investigación sobre la casta”
Profesor de Economía Aplicada, miembro de econoNuestra y escritor. Autor de la novela “Los crímenes de la secta. Una investigación sobre la casta”
Hace 75 años Roosevelt y Churchill firmaron Carta del Atlántico. Fue una declaración conjunta por la que Estados Unidos y el Reino Unido asumían ciertos principios comunes, con el objetivo de “establecer una paz que permita a todas las naciones vivir con seguridad en el interior de sus propias fronteras y que garantice a todos los hombres de todos los países una existencia libre sin miedo ni pobreza”. Y fue también el origen de los nuevos mecanismos de cooperación internacional que condujeron a la creación de las Naciones Unidas, el FMI y el Banco Mundial, y la OTAN. Además, en Europa se abrió el camino al Plan Marshall, la actual OCDE y las primeras Comunidades Europeas, antecedentes de la UE.
Simbólicamente, la Carta de Atlántico fue un monolito de proporciones atómicas cuya onda expansiva se extendió a ambas orillas del Océano. Primero, afianzando explícitamente el modelo económico, político y militar occidental frente a las amenazas nazi y soviética. Segundo, abriendo el camino implícitamente a un modelo social y cultural edificado a partir del encumbramiento de la sociedad de consumo, como complemento necesario de la defensa fundamental de las libertades individuales. En realidad, aquel documento fue un paso necesario para el inicio del vigente orden mundial.
Pero el mundo ha dado muchas vueltas, la globalización ha empezado a inundar todo el aire respirable, y los organismos internacionales se muestran cada vez más incapaces de regular las relaciones económicas mundiales. Un ejemplo de ello es la OMC (Organización Mundial del Comercio), abocada a morir de éxito tras consolidar durante décadas un modelo de reducciones arancelarias multilaterales que en el siglo XXI resulta insuficiente para satisfacer las necesidades de expansión de las empresas transnacionales. Por ello, el gobierno de EEUU, impulsor y garante de los intereses de sus empresas en el mundo, ha lanzado en las últimas décadas diversas iniciativas trasatlánticas que parecen estar cobrando forma con el TTIP (Acuerdo Trasatlántico de Comercio e Inversiones).
Una de las dudas que plantea el TTIP es si será beneficioso para los europeos o si, ante todo, es una herramienta estratégica de EEUU para afianzar su posición en la nueva economía global, fomentando acuerdos similares en Asia-Pacífico y las Américas. Pero la pregunta, así formulada, es ciertamente tramposa, porque ni los europeos, ni los norteamericanos, ni ningún otro pueblo somos sociedades homogéneas para las que pueda hablarse de efectos similares sobre los agentes económicos, la concentración de la riqueza o el bienestar de las personas. Los acuerdos internacionales de nueva generación, como el TTIP, parecen más bien la respuesta lógica del modelo de acumulación vigente, que a su vez es prisionero de la tendencia a la concentración y centralización del capital y el poder, pero ha de enfrentarse también a una globalización cuya base material no deja de expandirse, a pesar de que las condiciones para la reproducción de ese modelo hegemónico distan de ser ideales.
Pese a que el nivel de información y debate deja mucho que desear, cada vez se habla más en Europa del TTIP y sus consecuencias. Entre otros aspectos, se alude a la opacidad de las negociaciones y a las servidumbres frente a los intereses empresariales, se insiste en que la idea central es homogeneizar normas, probablemente adoptando los criterios menos exigentes, y se subraya la anomalía que supone la creación de un Tribunal Internacional de carácter privado, formado por tres jueces que estarán fuera de los ámbitos jurisdiccionales nacionales y, por lo tanto, quedarán sometidos a la presión de los lobbies, en lugar de preservar los intereses de los Estados y los ciudadanos. Se dice incluso que los acuerdos como el TTIP exacerbarán las tensiones entre países y entre áreas vinculadas por distintos acuerdos bilateralmente plurilaterales, sin que los organismos mundiales puedan poner orden en las previsibles disputas, si es que realmente están capacitados para hacerlo.
Por ello, el TTIP puede considerarse un nuevo sujeto emergente en el panorama internacional, cuyos efectos se asemejarán a los de un segundo monolito de gran dimensión lanzado por Occidente sobre las aguas del Atlántico, siempre con fines pacíficos. Pero en esta ocasión el impacto podría ser incluso más extenso y profundo que en 1941. Podría dar origen a una secuencia de ondas gravitacionales al estilo de las que predijo Einstein hace un siglo. Porque no habrá barreras que frenen sus efectos, ni accidentes geográficos ni gobiernos que las contengan, ni circunstancias espacio-temporales capaces de limitar su expansión, siempre que sigan vigentes las condiciones vitales que impulsan al capitalismo a ocuparlo todo, a su manera, mientras no haya fuerzas que lo contrarresten. Lo cual tampoco implica confiar necesariamente en esas fuerzas, ni en las instituciones nacionales o internacionales que las sustentan.
Quizá el TTIP se convierta en uno de los hechos de mayor relevancia en las relaciones económicas internacionales desde la II Guerra Mundial. ¿Exagero?, quizá no, si consideramos que su influencia va mucho más allá del Atlántico y supera ampliamente el ámbito de los acuerdos económicos convencionales, para adentrarse en la esfera política (mediante nuevas formas paralegítimas de cesión de soberanía), en la esfera social (profundizando el dogmatismo fiscal que asfixia a los Estados de bienestar tal y como se conocen en algunos países europeos), y en las esferas cultural y medio ambiental (propagando un estilo de vida consumista, individualista y depredador del medio ambiente, como corresponde a la actual fase de internacionalización del capital).
Así concebido, el TTIP está blindado de manera intangible para atravesar los espacios nacionales y empresariales clásicos, y para superponerse jerárquicamente a todos ellos, siguiendo la estela de lo que ya hacen las empresas transnacionales, aunque con la legitimidad institucionalizada que le otorguen a partir de ahora quienes lo suscriban y sustenten. En consecuencia, el TTIP transformará gran parte de las relaciones públicas internacionales en relaciones privadas, y contribuirá a sacralizar un modelo ideológico, el neoliberalismo, que se ha mostrado ineficiente para predecir y combatir las crisis, insolidario e injusto con la mayoría de las personas, e incapacitado para contrarrestar los efectos más perniciosos de la financiarización (progresivo poder de las finanzas sobre todos los ámbitos de nuestras vidas y nuestras actividades).
La guinda la pondrá la propaganda. ¿Volverán a recordarnos, como en 1941, que lo importante para las naciones es “vivir con seguridad en el interior de sus propias fronteras” y garantizar para todos “una existencia libre sin miedo ni pobreza”? Desde esa perspectiva místico-diplomática, el TTIP es el corolario ideal para nuestro porvenir. Su onda gravitacional será plena y lo abarcará todo. Si alguien propone lo contrario, será fulminado o ignorado por el pensamiento único. La UE, EEUU y las grandes empresas nos convencerán de que la plenitud individual y colectiva exige fomentar el consumo, pero también combatir a los enemigos del sistema. A los de dentro, y a los de fuera. A los enemigos poco dóciles y a los nuevos bárbaros, con su intolerancia teológica y sus abominables actos terroristas. Los enemigos son tan necesarios que si no están, se los busca donde haga falta. Por desgracia, ya hay demasiados enemigos y los más canallas no siempre son los que reciben oficialmente ese calificativo.
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