Nada tiene de reprobable ni la aspiración a la independencia de muchos catalanes (está por ver si la mayoría) ni el rechazo de entrada a la misma por parte de otros catalanes y de una amplia mayoría del resto de los españoles. Ambos sentimientos son respetables por igual y se sitúan con frecuencia incluso por encima de profundas diferencias ideológicas en otras cuestiones.
El rechazo a romper el mapa se manifiesta de manera más radical y explosiva en la derecha de toda la vida defensora de la “sacrosanta unidad de España” y que, en el fondo, abomina del modelo autonómico, clave en la transición de la dictadura a la democracia. También hay muchos ‘unionistas’ en la izquierda, que ha respetado sin reservas el modelo territorial consagrado en la Constitución de 1978. Pero ahora, con la que se ha armado, es cuando desde el partido socialista se inyecta un renovado énfasis a la propuesta de Estado federal, quizá como alternativa moderada e intermedia al desafío separatista de Artur Mas.
El nivel de autogobierno que han alcanzado las diversas comunidades desde la muerte de Franco hace 37 años resiste perfectamente la comparación con modelos cercanos como el de los länder alemanes, y supera con amplitud las atribuciones de las regiones en la mayoría de los Estados de la Unión Europea. La aspiración a la independencia es comprensible y legítima, pero no es de recibo presentarla como una respuesta a un centralismo represivo, excluyente, ruinoso y desequilibrado en términos económicos, incapaz de respetar el ‘hecho diferencial’ o proteger la identidad histórica, cultural o lingüística.
Mal que bien, aunque mostrando algunas goteras, el modelo autonómico que constituye el gran hecho diferencial de la democracia española ha sobrevivido más de tres décadas, pese al desaforado derroche y aumento de la burocracia. Y lo más probable es que CiU no le habría desafiado de forma tan frontal de no ser por las consecuencias devastadoras de la crisis económica, que se ceba brutalmente con Cataluña y que ha obligado a Mas a imponer el más duro e impopular programa de recortes sociales de que se tiene memoria, sin que ni siquiera así haya conseguido la estabilidad financiera. Acosado, necesitado de señalar un culpable ‘exterior’ del desastre, más allá del páramo que heredó del tripartito, el que podría haber sido un líder nacionalista como Jordi Pujol, siempre en lucha por ampliar la cuota de autogobierno, pero sin pretensiones de dinamitar el mapa estatal, ha mutado, casi por sorpresa, hasta convertirse en un adalid de la independencia total.
Varias circunstancias han confluido para que se llegase a esta situación. Zapatero, prisionero de los votos socialistas catalanes, prometió durante la tramitación del Estatut más de lo que estaba en su mano cumplir; el Constitucional dio con la puerta en las narices a buena parte de lo decidido por el Parlament; y Rajoy ha actuado con torpeza, sin esa mano izquierda que se le supone, respecto a la petición de pacto fiscal. Únase todo esto que Cataluña está en la ruina, y ya está listo el caldo de cultivo para que la separación sea considerada por muchos como la panacea anticrisis y como una ‘exigencia patriótica’ ampliamente compartida, como demostró la masiva manifestación del 11 de septiembre, auténtico punto de no retorno. Con todo, sería lamentable que factores coyunturales y circunstanciales, así como la pasión del momento, decidiesen sobre una cuestión de importancia histórica, que determinará si los caminos de los catalanes y el resto de los españoles coinciden o se bifurcan para siempre.
Admitiendo que el futuro puede deparar muchas sorpresas, la cuestión esencial es: ¿sería razonable que el Gobierno central se opusiera a la independencia si la aspiración a ésta se convierte en un clamor popular en Cataluña que se pretende someter a referéndum?
Todo se puede reformar, pero con la Constitución actual en la mano, la apuesta de Mas es inviable, ya que no está reconocido el derecho a la autodeterminación de las regiones y mucho menos que una cuestión de este calado se resuelva en una consulta en la que no vote el conjunto de los españoles, que son también ‘parte interesada’. La esencia de este conflicto, sin embargo, no es jurídica, sino política. A lo largo de la historia, los mapas han cambiado y los Estados han surgido, han muerto o se han troceado sin que las leyes vigentes en cada momento pudiesen evitarlo. En muchos casos, la mayoría, el factor decisivo ha sido el uso de la fuerza. En la España de hoy, un país democrático miembro de la Unión Europea, está claro que el ejemplo a seguir no debe ser el del enfrentamiento, sino el que se basa en la negociación y la libre expresión de la voluntad popular.
Con el acuerdo entre las partes, se pueden cambiar las leyes, incluso la más alta, buscando siempre el máximo grado de consenso, una virtud, por desgracia, cuya existencia ignora este Gobierno, pero de la que tampoco hizo gala el anterior. La negociación debe ser flexible y sin que el resultado final esté predeterminado, aunque sería absurdo no asumir que, en última instancia, los catalanes tendrán derecho a decidir su propio destino en libertad y con las máximas garantías de limpieza del proceso. Impedírselo por la fuerza sería una aberración.
En estos días se habla y escribe mucho sobre el ‘ejemplo escocés’ y sus supuestas similitudes con el caso catalán, pero lo más importante es la forma en que el Gobierno de Londres y el de Edimburgo han llegado a un pacto: negociando con flexibilidad, sin precondiciones, sin posturas previas inamovibles, sin dramatismos catastrofistas.
El ministro principal escocés, Alex Salmond, se inclinaba por un referéndum a celebrar dentro de dos años con tres posibles respuestas: la independencia, la continuidad en el Reino Unido y la ‘devolution max’, o sea, la entrega de más poderes a la región, pero sin llegar a la separación total. En cuanto al primer ministro británico pretendía una consulta rápida (en 2013) y rechazaba la tercera opción, favorita en los sondeos. No es que David Cameron quiera que Escocia sea independiente, antes al contrario, pero, si solo se puede votar sí o no a la independencia, el sí lleva por el momento todas las de ganar.
¿Qué gana Salmond? Primero, tiempo. La consulta será en octubre de 2014, y él confía en que, de aquí a entonces, podrá cambiar la tendencia de voto. Segundo, que podrá decidir si votan quienes tengan 16 y 17 años (hoy excluidos), a los que en principio se considera más favorables a la independencia. Y tercero, que será Edimburgo quien decida cómo organizar la votación.
¿Qué gana Cameron? Primero, mostrarse como un líder razonable y flexible, consciente de que no se puede forzar la voluntad de todo un pueblo, lejos del estereotipo de que la derecha británica es partidaria de la unidad a ultranza del Reino. Segundo, que prospere una pregunta que no deje margen a la confusión, lo que de momento convierte en muy incierto el triunfo de la opción independentista. Y tercero, que el proceso esté tutelado por la comisión electoral británica.
¿Qué es lo más importante? Primero, que se da prioridad al derecho a la autodeterminación, a la libre decisión de los escoceses sobre su futuro como nación Y, segundo, que ambas partes se comprometen expresamente a respetar el resultado del referéndum, que será políticamente vinculante, y a negociar a partir del día siguiente la forma de mantener una relación estrecha y fructífera para ambas, ya sea caminando juntos o cada una por su lado. Porque con la votación no acabará el proceso, ya que habrá mucho de lo que discutir, por ejemplo sobre el modelo de relación entre los dos Estados (si surge uno nuevo), o sobre a quien pertenece esto o aquello, de manera muy especial los yacimientos petrolíferos del mar del Norte.
Hasta octubre de 2014, británicos y nacionalistas escoceses intentarán convencer a los votantes de las ventajas, sobre todo materiales, que supondrá la victoria de la opción que defiende cada uno de los bandos en liza. Y pueden ser estas consecuencias económicas las que inclinen la balanza en un sentido o en otro. Éste será también, a la hora de la verdad, un factor determinante en el caso catalán, junto al debate sobre la eventual pertenencia a la UE y, por supuesto, sobre la identidad nacional.
El punto de partida no es el mismo. Por muchas razones que sería muy prolijo detallar aquí, pero empezando por que en Escocia no existe esta terrible crispación, que Rajoy y Mas han incrementado y que envenena las relaciones entre dos partes que, con ellos o quienes les sucedan al frente de los Gobiernos en Madrid y Barcelona, están obligadas a entenderse.