VICENÇ NAVARRO
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universitat Pompeu Fabra.
La
ideología imperante dentro de los sistemas democráticos actuales es la
que sostiene que el orden social está basado en el mérito. Tal discurso
sostiene que, siempre y cuando la movilidad y permanencia social se base
en el mérito de cada persona, tal orden social es justo. Las políticas
públicas derivadas de esta ideología están orientadas a dar a cada
ciudadano las mismas oportunidades de poder acceder en la jerarquía
meritocrática. Como ya he escrito en otra ocasión, tal ideología está
perdiendo credibilidad rápidamente al verse cada vez más claramente que
el mérito no es la variable explicativa del ascenso social (ver artículo
“El fin de la mal llamada meritocracia”, publicado en El Plural,
28.07.12). Y ello alcanza mayor expresión en la monarquía, donde los
miembros y la Corte de la Casa Real están en la cúspide del orden social
por nacimiento, no por mérito, dándose así la paradoja de que el Jefe
del Estado, que representa a la ciudadanía, no es, en realidad,
representativo de la población, pues está en la cúspide, no debido a su
mérito, sino a su nacimiento. Es más, tal carencia de representatividad
(es decir, que no es un ciudadano más, sino un ciudadano que por
nacimiento está por encima de todos los demás) se presenta como parte de
su valor y mensaje. En el protocolo monárquico, el Rey llama a todos de
tú, pero todos deben llamarle de usted.
El impacto simbólico de esta realidad es enorme. Se establece así una
casta o grupo real cuyos comportamientos están por encima de todos los
demás. Y así es percibido por el resto de la ciudadanía. De ahí que las
prácticas del caso del yerno del Rey sean tan entendibles. Las
autoridades daban por supuesto que tenían que ofrecer dinero al yerno
real. El servilismo incluía una dimensión monetaria. Y los medios
consideraban que tenían el deber proteger al Monarca y al sistema
monárquico haciendo la vista gorda. El yerno mismo y su esposa, la
Infanta, se beneficiaron monetariamente de su posición de superioridad,
lo cual consideraban normal.
En realidad, lo que es más llamativo del caso del yerno del Rey no fue
que intentara utilizar sus títulos para obtener el máximo número de
ingresos, incluyendo medios posiblemente ilegales, sino el enorme número
de autoridades públicas que consideraron normal transferirle fondos, y
ello como medio de conseguir posibles favores o caer bien con el Jefe
del Estado, el Rey.
Que este sistema es profundamente nocivo para el sistema democrático en
España queda bien reflejado en la movilización casi inmediata tanto del
sistema jurídico (una de las ramas del Estado más conservadoras, a la
que, en teoría, se le paga para garantizar la igualdad ante la ley, como
parte del ideario democrático) como del sistema mediático (clave para
reproducir los valores supuestamente democráticos) para proteger a la
Infanta, la esposa del yerno que está ya en los tribunales,
estableciendo una especie de protección a su figura y a la Monarquía.
Sin ningún tipo de reparo, las autoridades jurídicas ya reconocen, al
proteger a la Infanta, que algunas personas son más iguales que otras. Y
todo el mundo sabe quién está protegido y quién no. Esta percepciones
un ataque frontal a la cultura democrática del país.
Y, lo que es incluso peor, el sistema monárquico se sabe lo
suficientemente poderoso para no sentir que tiene que dar cuentas de
ello. Ni que decir tiene que la Casa Real es consciente del coste
político de estos comportamientos. Pero su permanencia no depende del
apoyo popular, sino del apoyo de la estructura de poder –desde el
financiero y económico hasta el mediático, y en última instancia de las
Fuerzas Armadas- que hacen todo lo posible para mantener la Monarquía
que les está proveyendo la legitimidad que necesitan. El
desmantelamiento de la Monarquía abriría toda una serie de interrogantes
que la estructura del poder no puede permitirse. Así de claro.