Antonio García Santesmases
Catedrático de Filosofía Política de la UNED
Tras el impresionante éxito de la Diada del pasado 11 de septiembre
hay que ser conscientes del desafío al que nos enfrentamos. Para ello,
para entender la magnitud de la movilización que hemos presenciado y
poder imaginar algunas salidas hay que hacer un poco de historia.
La primera consideración a realizar remite a un juicio que muchos no
compartirán: tanta responsabilidad tienen los separatistas como los
separadores. Se repite una y otra vez, en los medios madrileños, que lo
ocurrido en Catalunya sólo es explicable por el adoctrinamiento
realizado desde la escuela y desde los medios de comunicación; se afirma
igualmente que sólo es entendible por el empecinamiento de una clase
política nacionalista que ha puesto encima de la mesa un tema que no
estaba en la mente de los ciudadanos; y, por último, que sólo ha sido
posible por la renuncia de la izquierda a combatir el fenómeno del
nacionalismo. Son múltiples los políticos y los analistas que suscriben
este diagnóstico. Por citar un caso reciente, pensemos en la reciente
intervención de Esperanza Aguirre en Barcelona jaleada ampliamente por
distintos medios de comunicación.
Si queremos tener alguna claridad en lo que está pasando hay que
comenzar por saber si este diagnóstico es acertado. Creo que no lo es,
aunque pueda tener elementos de verdad, y que es posible un relato
distinto sobre lo que ha ocurrido. Comencemos por el principio. Durante
23 años Jordi Pujol ejerce su hegemonía en el gobierno de la
Generalitat. Es en 2003 cuando las izquierdas llegan al gobierno de
Catalunya. El primer error que se repite machaconamente viene de
repetir, una y otra vez, las palabras pronunciadas por Zapatero en el
famoso mitin donde afirmaba que asumiría la propuesta de reforma
estatutaria que emanase del Parlamento de Cataluña. Efectivamente,
Zapatero dijo estas palabras pero se olvida interesadamente todo lo
ocurrido posteriormente. Sin recordar los pasos posteriores no hay
manera de entender el malestar que ha cundido en Catalunya.
Se aprobó el proyecto de nuevo Estatut con un apoyo masivo del
Parlamento catalán pero se olvida recordar que ese proyecto fue
modulado, modificado y rectificado por el Parlamento español. Tras los
cambios producidos a pesar de todo fue aprobado en referéndum con el
voto en contra del Partido Popular y de Esquerra Republicana de
Catalunya. Tuvo el apoyo del PSC, de Iniciativa y de CiU. El Partido
Popular había sido derrotado en el Parlamento catalán, en el Parlamento
español y en el referéndum, pero les quedaba una última y decisiva baza
en el Tribunal Constitucional. Y supieron utilizarla. Hicieron todo lo
posible por bloquear la decisión hasta que se produjera el resultado que
deseaban. A pesar de la advertencia de los medios de comunicación
catalanes, que avisaban del peligro de modificar un Estatut aprobado en
referéndum, lograron sus propósitos.
A partir de ese momento el choque de trenes se veía venir. Dos
partidos que comparten la política económica, la visión de Europa, el
modelo social, la política educativa y la cuestión religiosa logran
polarizar la agenda política consiguiendo atraer hacia sus filas a unos y
a otros. Estamos ante un choque entre dos nacionalismos: el
nacionalismo catalán y el nacionalismo español. Uno de ellos ha pasado
de defender el Estatut a proclamar el soberanismo y el independentismo;
el otro a defender la unidad nacional sin complejos, dispuesto a
aparecer como el guardián de la Constitución. Se trata de que todos los
demás nos incorporemos a uno o a otro bando. No caben matices.
Secesionismo o inmovilismo.
El debate polariza energías porque si algo está claro es que la
crisis económica no sólo no diluye los problemas nacionales sino que los
refuerza; todos necesitamos algún tipo de cobijo en el que guarecernos y
la idea de que todo esto desaparecería por nuestra incorporación al
proyecto europeo no se sostiene. ¿Se puede afirmar con algún rigor que
el nacionalismo alemán ha desaparecido? ¿Se ha diluido acaso el
republicanismo francés? ¿No sigue vigente la identidad británica? Todo
ello por referirnos a los nacionalismos de Estado; si hablamos de las
naciones sin Estado, pensemos en Escocia o en Flandes.
La interrogante que tenemos que despejar es si cabe una opción
distinta a la del choque de trenes. Lo primero y esencial es saber la
enorme responsabilidad de los separadores en el incremento del
sentimiento secesionista. Si se hubiera mantenido el proyecto salido del
Parlamento español, ratificado en referéndum, nos habríamos evitado
muchos males. Ante la cerrazón de la derecha se ha producido el
incremento del secesionismo. Creo que la única salida posible está en
distinguir entre el derecho a decidir y el contenido de la decisión.
Se puede pactar un procedimiento para realizar una consulta. Lo piden
muchos sectores de la sociedad catalana. La pregunta es: ¿Decidir
implica necesariamente optar por la independencia? Para muchos, sí. El
contenido de la decisión está claro. Se trata de crear un nuevo Estado
en Europa. Pero no todos piensan igual; si repasamos lo ocurrido en los
últimos días vemos que hay tres sectores diferenciados. Por un lado
están los que apuestan por el independentismo, por otro los que
consideran que no ha lugar ninguna consulta, pero existe también un
sector importante de votantes democristianos de Unió Democrática, de
votantes socialistas del PSC y de poscomunistas de Iniciativa, al igual
que muchos ecologistas o sindicalistas que pueden preferir un modelo
federal al inmovilismo o a la secesión. Pueden apostar por el
federalismo. Se trata de articular esa posición sin asumir que el choque
de trenes es inevitable.
Es una posición que hoy es minoritaria porque los independentistas
proclaman que es imposible la España federal, que no hay federalistas en
España, que esa opción ha sido sobrepasada por los acontecimientos y
que, por tanto, tener un Estado propio es la única salida. Los
inmovilistas españoles creen que el federalismo es un artilugio que no
conduce a nada, que los nacionalismos son insaciables y que son ganas de
perder el tiempo. Lo importante, para ellos, es sostener la unidad
nacional de los dos grandes partidos españoles y obligar a los catalanes
a aceptar las reglas del juego, quieran o no. En cuanto encuentran
socialistas que comparten ese criterio son jaleados como encarnación del
más genuino patriotismo.
La batalla por ello va a ser enconada y afecta a Unió Democrática, al
PSC y a Iniciativa. Donde se visualiza con más claridad es en el
electorado del PSC. El conseller de Cultura Ferran Mascarell procede del
PSC; el antiguo conseller Ernest Maragall propone una lista única para
las elecciones europeas y prestigiosos intelectuales como Rubert de
Ventós hace años que apoyan esta opción independentista.
Mientras tanto, otros electores del PSC emigran hacia Ciutadans. Se
sienten mucho más representados confrontando con el nacionalismo que en
una propuesta federalista compleja, llena de matices, donde impera la
argumentación racional frente a la adhesión emocional.
Así están las cosas, pero a pesar de todo creo que siguen existiendo
muchos electores que prefieren algo distinto a la secesión o a la
asimilación, que diferencian entre el derecho a decidir y el contenido
de la decisión. A ellos hay que dirigirse. Con la misma claridad con la
que ha hablado Duran i Lleida es imprescindible que las izquierdas
españolas y catalanas, políticas y sindicales, den una batalla a favor
del federalismo. Sólo la pueden dar si clarifican el modelo, si precisan
los contenidos de un federalismo cooperativo y solidario, y sobre todo
si son capaces de enmarcar el nuevo proyecto en una lectura de la
historia de España y de Catalunya. Una lectura de la historia reciente
que muestre la gran responsabilidad de los separadores en este
incremento del separatismo pero también los vínculos de solidaridad
entre los distintos pueblos de España.
Es alarmante pensar que unos hablan desde los Reyes Católicos y otros
desde 1714 como si no hubiera existido el fracaso de la revolución
liberal, el desgarramiento del siglo XIX, los conflictos no resueltos de
la España de la Restauración y la gran esperanza que supuso el esfuerzo
republicano por aunar el liberalismo español y el nacionalismo catalán.
Seguir afirmando que hay que apoyar una identidad nacional española sin
complejos es desconocer el legado de los exiliados, de los derrotados
en la guerra civil, de todos los republicanos que defendían una España
distinta. Una España republicana que abría sus brazos a Catalunya porque
sabía que estábamos ante un combate que a todos nos unía.
Sin recoger ese legado del republicanismo será muy difícil articular
un proyecto sugestivo de vida en común. Muchos preferirán formar un todo
aparte y no querrán ser parte de un todo que no es capaz de aprender de
sus errores. Preferirán ser separatistas porque se encuentran ante una
España de separadores.