Juan Carlos Escudier
La Justicia ha decidido que, aun cumpliendo los requisitos legales, un discapacitado extranjero no puede acceder a la nacionalidad española si no demuestra primero que conoce a Rajoy y la configuración autonómica del Estado. También ha de ser capaz de decir sin equivocarse dónde está la Giralda y la Torre del Oro, ya que en caso contrario, como le ha ocurrido a un ecuatoriano con una minusvalía psíquica del 67%, demostraría que no está integrado en la sociedad de éste nuestro gran país. Según parece, la lista de los Reyes Godos no entraba en esta ocasión en el examen.
Desconocer que Rajoy nos gobierna es, efectivamente, algo imperdonable porque si hay alguien que representa la quintaesencia de España es nuestro admirado presidente y su partido que, como se sabe, es más español que el palo de la bandera. Ignorarlo consciente o inconscientemente impide, y así lo entiende con buen criterio la Audiencia Nacional, incorporarse por derecho propio a la nación más antigua de Europa y quizás de África. Ser español no es fácil.
El pronunciamiento judicial da pie a otras disquisiciones. ¿Deberíamos retirar la nacionalidad española a quien ya la tiene e ignora que La Rioja, por ejemplo, es una autonomía con su presidente y sus fiestas patronales y no una denominación de origen? ¿Hemos de considerar españoles a los niños nacidos en Albacete que por ser lactantes desconocen que Segovia tiene un acueducto romano? ¿Deberíamos considerar compatriotas a quienes, aun conociendo al timonel que nos conduce firmemente por las procelosas aguas de la crisis, preferirían no haberlo conocido nunca? Y por último, ¿hemos de obligar a la fuerza a ser españoles a quienes no quieren serlo?
Dice la Audiencia que tener en cuenta la discapacidad del reclamante sería considerar una discriminación positiva no prevista en la ley y que no vale con conocer los colores de las banderas española y andaluza y ser capaz de decir que acude a un taller, que recibe una paga, que vive con su familia y que jamás cometió delito alguno.
Esto último fue posiblemente lo que inclinó la balanza en su contra. No podemos hacer español a un tipo que no ha delinquido nunca, porque jamás llegaría a ser el “ciudadano ejemplar” que para Rajoy es Carlos Fabra, recientemente condenado por delito fiscal. Y aquí lo que queremos son ciudadanos ejemplares, gente que, al menos, sea capaz de abrir una cuenta en Suiza o pueda colocar todo lo que ha robado en un paraíso fiscal para que luego llegue Montoro y le indulte al descuido.
Cualquiera que aspire a ser español, sea o no discapacitado, ha de tener vínculos sólidos con la piel de toro. Y eso no sólo se consigue residiendo aquí mil años sin hacer mal a nadie o yendo a hacer manualidades. Hay que adorar la siesta y la tortilla de patatas, además de reflexionar seriamente sobre lo que significa ser español, algo que por estos lares llevamos más de un siglo dándole vueltas. Podemos concluir, como al parecer dijo Cánovas, que son españoles los que no pueden ser otra cosa. Ahí es donde empieza nuestra nacionalidad, y eso no hay extranjero que sea capaz de entenderlo.
Además, no nos engañemos. Los discapacitados, incluso los españoles de pura cepa, sólo acarrean gastos. Ahora que estamos exportando al mundo ingenieros, médicos, arquitectos e investigadores, ¿vamos a importar ecuatorianos que jamás podrán llegar a ser emprendedores? Necesitamos individuos de sólidos principios y firmes convicciones, aunque ignoren como Rajoy que las cuchillas de la valla de Melilla cortan. Al fin y al cabo, esa pregunta no entra en el examen para ser español.
La Justicia ha decidido que, aun cumpliendo los requisitos legales, un discapacitado extranjero no puede acceder a la nacionalidad española si no demuestra primero que conoce a Rajoy y la configuración autonómica del Estado. También ha de ser capaz de decir sin equivocarse dónde está la Giralda y la Torre del Oro, ya que en caso contrario, como le ha ocurrido a un ecuatoriano con una minusvalía psíquica del 67%, demostraría que no está integrado en la sociedad de éste nuestro gran país. Según parece, la lista de los Reyes Godos no entraba en esta ocasión en el examen.
Desconocer que Rajoy nos gobierna es, efectivamente, algo imperdonable porque si hay alguien que representa la quintaesencia de España es nuestro admirado presidente y su partido que, como se sabe, es más español que el palo de la bandera. Ignorarlo consciente o inconscientemente impide, y así lo entiende con buen criterio la Audiencia Nacional, incorporarse por derecho propio a la nación más antigua de Europa y quizás de África. Ser español no es fácil.
El pronunciamiento judicial da pie a otras disquisiciones. ¿Deberíamos retirar la nacionalidad española a quien ya la tiene e ignora que La Rioja, por ejemplo, es una autonomía con su presidente y sus fiestas patronales y no una denominación de origen? ¿Hemos de considerar españoles a los niños nacidos en Albacete que por ser lactantes desconocen que Segovia tiene un acueducto romano? ¿Deberíamos considerar compatriotas a quienes, aun conociendo al timonel que nos conduce firmemente por las procelosas aguas de la crisis, preferirían no haberlo conocido nunca? Y por último, ¿hemos de obligar a la fuerza a ser españoles a quienes no quieren serlo?
Dice la Audiencia que tener en cuenta la discapacidad del reclamante sería considerar una discriminación positiva no prevista en la ley y que no vale con conocer los colores de las banderas española y andaluza y ser capaz de decir que acude a un taller, que recibe una paga, que vive con su familia y que jamás cometió delito alguno.
Esto último fue posiblemente lo que inclinó la balanza en su contra. No podemos hacer español a un tipo que no ha delinquido nunca, porque jamás llegaría a ser el “ciudadano ejemplar” que para Rajoy es Carlos Fabra, recientemente condenado por delito fiscal. Y aquí lo que queremos son ciudadanos ejemplares, gente que, al menos, sea capaz de abrir una cuenta en Suiza o pueda colocar todo lo que ha robado en un paraíso fiscal para que luego llegue Montoro y le indulte al descuido.
Cualquiera que aspire a ser español, sea o no discapacitado, ha de tener vínculos sólidos con la piel de toro. Y eso no sólo se consigue residiendo aquí mil años sin hacer mal a nadie o yendo a hacer manualidades. Hay que adorar la siesta y la tortilla de patatas, además de reflexionar seriamente sobre lo que significa ser español, algo que por estos lares llevamos más de un siglo dándole vueltas. Podemos concluir, como al parecer dijo Cánovas, que son españoles los que no pueden ser otra cosa. Ahí es donde empieza nuestra nacionalidad, y eso no hay extranjero que sea capaz de entenderlo.
Además, no nos engañemos. Los discapacitados, incluso los españoles de pura cepa, sólo acarrean gastos. Ahora que estamos exportando al mundo ingenieros, médicos, arquitectos e investigadores, ¿vamos a importar ecuatorianos que jamás podrán llegar a ser emprendedores? Necesitamos individuos de sólidos principios y firmes convicciones, aunque ignoren como Rajoy que las cuchillas de la valla de Melilla cortan. Al fin y al cabo, esa pregunta no entra en el examen para ser español.