Parece el título de
una película italiana de los años 50, de las de Dino Risi o Vittorio de Sica;
pero a diferencia de aquéllas, ésta no tiene puñetera gracia. O sí, según se
mire. Para reírte un rato, con desesperación, de este país de payasos. En cualquier
caso, situémonos: Galapagar, sierra de Madrid, hace un par de semanas.
Protagonista involuntario, un picoleto que en coche oficial verde y blanco, con
pirulo y rótulo de Picolandia, transporta a su domicilio a una mujer
maltratada. Después se acerca a un estanco a comprar tabaco. A los veinte pasos
oye un ruido a su espalda, se vuelve y ve a dos pavos que han roto un cristal
del coche y están desvalijándolo por la cara. Echa a correr hacia ellos, y los
artistas se abren a toda leche llevándose el gepeese del coche y la cartera del
agente con su deneí, su carnet de cigüeño, sus tarjetas de crédito y su permiso
de conducir, que tenía en la guantera. El guardia llama por radio a los
colegas. Galapagar es un pueblo pequeño, y un par de picos se ponen a buscar a
los malos. Empieza la caza del hombre.
Ahora vamos con los malandros. Un español y un moro. El español, conocido en el
pueblo como delincuente habitual de toda la vida, tiene 35 tacos, y para que se
hagan ustedes idea de la calaña del hijoputa, responde al elegante apodo de
Gorrinín: treinta detenciones entre 1997 y 2001, seis durante 2010 y ocho desde
enero de este año, fecha de su última salida del talego. O sea, 44 coloquetas
en cinco años y sigue en la calle. Entra por una puerta y sale por otra. Para
entendernos: una típica criatura maltratada por la injusta sociedad moderna. El
consorte también es criatura maltratada típica: se llama Jalil, y según me
cuenta un amiguete de confianza que tengo próximo al juzgado local, «no es muy
listo, así que mayormente el otro lo lleva para que se coma los marrones,
porque como es moro lo sueltan en seguida». El caso es que los dos colegas,
tras desparramar el coche y largarse con el botín, están echándole un vistazo a
la cartera del picoleto cuando antes de tres minutos de reloj les caen encima
los colegas del damnificado. Alto a la Guardia Civil y todo eso. Fin del
segundo acto.
Cacheo de rigor. Contra la pared, brazos y piernas separadas. Y cuando están en
ello, y uno de los guardias va a registrar al Gorrinín, éste se revuelve de
pronto, saca una navaja y le pega al representante de la injusta sociedad que
lo maltrata una mojada que, de no apartarse a tiempo el picolino, lo pone
mirando a Triana. Pero sólo le alcanza un tajo en el brazo izquierdo -que necesitará
seis puntos de sutura en el centro de salud del pueblo-. Los dos se agarran y
caen al suelo, el Gorrinín pegando navajazos y el cigüeño ensangrentado,
procurando no llevárselos él. Al final vence la ley y el orden, como se veía
venir, y al Gorrinín y al Jalil se los llevan esposados al cuartelillo.
Diligencias, etc. Al rato, él y el consorte están en el vecino juzgado de
Collado Villalba. Y allí empieza el cuarto acto del sainete, que es mi
favorito.
El fiscal debe de estar muy ocupado, porque no aparece por ninguna parte. Y
como no hay fiscal que fiscalice, la juez de guardia, conforme a lo previsto en
el artículo 505.4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, ordena la inmediata
puesta en libertad del Gorrinín y su colega. Sin fianza. Eso sí, con la seria
advertencia -a uno que lleva ocho detenciones por robo y lesiones en lo que va
de año- de que se presente cada quince días en el juzgado. So pena, si
incumple, de afearle seriamente la conducta. Así que al Gorrinín le quitan las
esposas y le señalan la salida: puerta, camino y El Viti. Y el ciudadano, con
la contrición y pesadumbre que son de suponer, se dirige hacia ella; no sin
antes detenerse en la puerta, dirigir una pedorreta a los funcionarios del
juzgado y a los guardias que están allí, y anunciar literalmente: «Soy el amo
de Galapagar, y no podéis hacerme nada. Ya veréis. Os vais a cagar». Y luego,
rascarse los huevos, encender un pitillo e irse a tomar unas cañas.
Ahora hagan ustedes, porfa, el bonito ejercicio de imaginar que al picolo del
navajazo se le hubiera ocurrido sacar el fusko durante la pajarraca. Y que en
el forcejeo se le hubiera escapado un tiro. O que, por impulso propio del
instinto de supervivencia, se lo hubiera pegado a propósito al malo entre ceja
y ceja, tras el primer navajazo. Calculen los titulares: respuesta
desproporcionada, brutalidad picoleta, fascismo guarro, etcétera. Y los
telediarios abriendo con nombre, apellidos, domicilio y foto de primera
comunión del guardia. Que podía darse por bien jodido, el infeliz. Iban a
salirle fiscales localizables y jueces rigurosos hasta de debajo de las
piedras.
(El Semanal, 9 de Septiembre de 2012 )
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