Juan Carlos Escudier
Ser banquero, tal y como alguna vez
se ha dicho aquí, no está pagado. Se trata de una profesión muy expuesta
a la crítica, llena de sinsabores y con muchos pasivos, vaya.
Rothschild compadecía a aquellos que elegían su camino porque, según
decía, nunca sabrían qué era aquello de ser jóvenes. O niños. Botín, por
ejemplo, debió de tener una infancia durísima y sólo ahora ha empezado a
disfrutar del scalextric que nunca tuvo, pero a tamaño natural. Antes
que médico o abogado se pudo haber sido cooperante, antisistema,
perroflauta o filoetarra. Pero los banqueros nacen con el estigma
marcado a fuego y hasta sus peleles de bebé son de raya diplomática y
siempre están perfectamente planchados.
El banquero es, por definición, un tipo serio que no debe de juntarse
con gentuza. De ahí que impusieran ya en el viejo Código de Comercio
cautelas que han llegado a nuestros días. Aunque pareciera una
contradicción
in terminis, se autoexigieron ser honorables, lo
que venía a significar respetar las leyes –algo que no debía causarles
mayores problemas porque eran ellos quienes las dictaban- y, por
supuesto, carecer de antecedentes penales, casi un imposible metafísico.
De aquellos polvos, estos lodos.
A causa de este purismo tan desafortunado, Alfredo Sáenz, el Messi de
las finanzas, se ha visto obligado a abandonar en su más tierna
ancianidad el cargo de consejero delegado del Santander por una minucia:
meter en la cárcel a tres empresarios con una denuncia falsa. La
pérdida para el banco, para el sistema financiero, para la marca España y
para los dos partidos políticos que han retorcido el cuello a las leyes
para impedirlo es irreparable.
Sáenz se va por la puerta grande y con la cabeza alta. Es otro mártir
de un tiempo convulso que se ensaña con estos profesionales, de Mario
Conde a Emilio Ybarra, pasando por tantos impagables ejecutivos de cajas
de ahorro a los que ahora se discute no sólo su gestión sino su lícito
enriquecimiento. El propio Botín tuvo que andar listo para no ir al
talego, y de no ser por la fiscalía, que hizo lo posible y hasta lo
imposible para evitarlo, habría tenido un problema importante.
Dedicarse a las finanzas, hay que reconocerlo, es muy ingrato. Uno
mantiene a salvo el sistema, el estatus quo y la seguridad jurídica
frente a tanto gandul que no paga la hipoteca y te ponen de vuelta y
media. Uno defiende acabar con ese insostenible estado del Bienestar con
la autoridad del que no lo utiliza porque hasta el callista lo tiene en
Houston y va a verle en avión privado, y te critican. Eso hay que
recompensarlo de alguna forma y, si no es con aprecio, ha de ser con
dinero.
Sáenz era el ejecutivo mejor pagado de España. Tan bueno era, que
cobraba dos veces más que don Emilio, el jefe y dueño del banco, algo
que a todo el mundo siempre le pareció normal, incluida a la CNMV que
jamás vio nada sospechoso en el hecho sino todo lo contrario. Soportó la
crisis con arrojo: en 2009 se llevó 10,23 millones de euros; en 2010,
9,2; al año siguiente, 11,6 millones; y en 2012, otros 8,2 millones,
dando ejemplo de cómo había que apretarse el cinturón. El sueldo del año
pasado y un pellizco del anterior se los debe a Zapatero y a su indulto
nocturno, alevoso y en funciones. ¡Qué gran corazón el del
expresidente!
Su intachable hoja de servicios le ha deparado una pensión de 88,1
millones de euros para que no le falta de nada en su vejez a él y a sus
tres próximas generaciones, algo que los envidiosos de siempre
censurarán sin fundamento. Los accionistas del banco están encantados de
extender semejante puente de plata con incrustaciones de diamantes a un
delincuente condenado por el Tribunal Supremo, aunque para ello hayan
de contribuir con su propio dividendo. Lo dice hasta el Gobierno: el
sistema de pensiones es viable.
El sacrificio de Sáenz, sin embargo, no será en vano. Gracias al PP, a
partir de ahora, tener antecedentes penales no obligará a renunciar al
oficio. Se corrige así una injusticia de libro. Las puertas del HSBC o
de Goldman Sachs por fin están abiertas en España a señores tan
respetables como don Alfredo o el Dioni.