David Torres
Me van a perdonar que vuelva una vez más a la historia del fracaso olímpico pero es que todavía estoy echando cuentas. Las estimaciones más optimistas hablan de que el monto total de las tres candidaturas olímpicas le ha salido a Madrid por nueve mil millones de euros (no por nada un estadio emblemático se llama La Peineta). Otras estipulan la factura en torno a los once mil millones de euros. Teniendo en cuenta que Londres gastó aproximadamente doce mil millones de euros en unas Olimpíadas de verdad, Madrid puede darse por satisfecho al estilo de esos dos millonarios rusos que vacilan por un rolex de oro que uno acaba de agenciarse. “¿Cuánto te costó, Ivan Ivanovich?” “Dos millones de euros, Gregor Gregorovitch”. “¿Y dónde lo compraste, Ivan Ivanovich?” “En la tienda Cartier de Londres, Gregor Gregorovitch”. “Qué tonto eres, Ivan Ivanovich. Si lo llegas a comprar en la calle Serrano de Madrid, te habría salido por dos millones y medio”.
Y hoy no tendrías reloj –se podría haber añadido para rematar ya el chiste. La única ventaja de las Olimpíadas de Londres sobre las de Madrid es que las de Londres sí se hicieron. Pero ésa es precisamente una pega, ya que los juegos madrileños viven para siempre en la imaginación, soñados y perfectos. Mientras los londinenses recuerdan para siempre el momento en que Usain Bolt llegó a rozar la velocidad de un cerdo un poco cojo, nosotros recordaremos la panza de los miembros del COI hozando entre comilonas cual gorrinos orondos y satisfechos. De hecho, Madrid puede presumir de haber echado el polvo más caro de la historia sin haberse quitado siquiera los calzoncillos. Un polvo tántrico, como le gustan a Sánchez-Dragó, eyaculando para dentro. En Buenos Aires a la delegación olímpica española (ciento ochenta miembros y miembras) se les quedó cara de pillados con los pantalones abajo sin haberse metido todavía entre las sábanas y sin tener que recurrir aún al armario. Ah, que esta vez tampoco follamos. El Madrid preolímpico se había transfigurado en una reencarnación de Sinuhé el egipcio, verraco perdido por encalomarse a una puta tan cara y tan caprichosa que le pedía hasta las escrituras de las tumbas de sus antepasados. Y que al final lo mandaba a la mierda.
Me van a perdonar las alusiones sexuales, egipcias y escatológicas pero es que no se me ocurre otro lenguaje que pueda servir para embutir en tres párrafos el disparate acojonante de esta catástrofe. Aparte de hacer el ridículo y el gilipollas, hemos cometido un crimen, mejor dicho, nueve mil millones de crímenes. Durante doce años, initerrumpidamente, hemos ido tirando el dinero que nos hacía falta para ayudar a los dependientes, a los comedores sociales, a los enfermos, a los emigrantes, a los niños autistas que van a quedarse sin terapeuta, a los profesores despedidos, a los médicos puestos de patitas en la calle, a los investigadores que ya están solicitando el currículum para servir a relaxing cup of café con leche, yeah. Y mientras tanto, Terrence Burns, el genio que nos vendió este rolex, se ha embolsado una cantidad indeterminada que va del millón a los dos millones de euros. Me faltan ocho mil novecientos noventa y ocho millones para ir cuadrando el higo.
Me van a perdonar que vuelva una vez más a la historia del fracaso olímpico pero es que todavía estoy echando cuentas. Las estimaciones más optimistas hablan de que el monto total de las tres candidaturas olímpicas le ha salido a Madrid por nueve mil millones de euros (no por nada un estadio emblemático se llama La Peineta). Otras estipulan la factura en torno a los once mil millones de euros. Teniendo en cuenta que Londres gastó aproximadamente doce mil millones de euros en unas Olimpíadas de verdad, Madrid puede darse por satisfecho al estilo de esos dos millonarios rusos que vacilan por un rolex de oro que uno acaba de agenciarse. “¿Cuánto te costó, Ivan Ivanovich?” “Dos millones de euros, Gregor Gregorovitch”. “¿Y dónde lo compraste, Ivan Ivanovich?” “En la tienda Cartier de Londres, Gregor Gregorovitch”. “Qué tonto eres, Ivan Ivanovich. Si lo llegas a comprar en la calle Serrano de Madrid, te habría salido por dos millones y medio”.
Y hoy no tendrías reloj –se podría haber añadido para rematar ya el chiste. La única ventaja de las Olimpíadas de Londres sobre las de Madrid es que las de Londres sí se hicieron. Pero ésa es precisamente una pega, ya que los juegos madrileños viven para siempre en la imaginación, soñados y perfectos. Mientras los londinenses recuerdan para siempre el momento en que Usain Bolt llegó a rozar la velocidad de un cerdo un poco cojo, nosotros recordaremos la panza de los miembros del COI hozando entre comilonas cual gorrinos orondos y satisfechos. De hecho, Madrid puede presumir de haber echado el polvo más caro de la historia sin haberse quitado siquiera los calzoncillos. Un polvo tántrico, como le gustan a Sánchez-Dragó, eyaculando para dentro. En Buenos Aires a la delegación olímpica española (ciento ochenta miembros y miembras) se les quedó cara de pillados con los pantalones abajo sin haberse metido todavía entre las sábanas y sin tener que recurrir aún al armario. Ah, que esta vez tampoco follamos. El Madrid preolímpico se había transfigurado en una reencarnación de Sinuhé el egipcio, verraco perdido por encalomarse a una puta tan cara y tan caprichosa que le pedía hasta las escrituras de las tumbas de sus antepasados. Y que al final lo mandaba a la mierda.
Me van a perdonar las alusiones sexuales, egipcias y escatológicas pero es que no se me ocurre otro lenguaje que pueda servir para embutir en tres párrafos el disparate acojonante de esta catástrofe. Aparte de hacer el ridículo y el gilipollas, hemos cometido un crimen, mejor dicho, nueve mil millones de crímenes. Durante doce años, initerrumpidamente, hemos ido tirando el dinero que nos hacía falta para ayudar a los dependientes, a los comedores sociales, a los enfermos, a los emigrantes, a los niños autistas que van a quedarse sin terapeuta, a los profesores despedidos, a los médicos puestos de patitas en la calle, a los investigadores que ya están solicitando el currículum para servir a relaxing cup of café con leche, yeah. Y mientras tanto, Terrence Burns, el genio que nos vendió este rolex, se ha embolsado una cantidad indeterminada que va del millón a los dos millones de euros. Me faltan ocho mil novecientos noventa y ocho millones para ir cuadrando el higo.