LUIS RODRÍGUEZ RAMOS
LA FRECUENTE huida hacia el Derecho penal ante cualquier conflicto, en vez de resolverlo con valentía y tino, ha resonado en las voces que reclaman la criminalización del independentismo catalán y de sus promotores.
¿Tendría algún sentido esta criminalización? Si el problema es político la solución debería moverse
en ese mismo orden, salvo que los hechos obligasen finalmente a la aplicación de la ley penal por ser inequívocamente indiciarios de responsabilidad criminal, pero no antes pues las leyes penales deben interpretarse de un modo estricto, rigiendo el principio de cierre in dubio libertas. El propósito del presente artículo es fijar esta frontera de lo delictivo, no sin insistir en que cualquier otra solución siempre será preferible pues, como decía el penalista alemán Welzel, el Derecho penal tiene guantes de madera y donde pone su mano acaba agravando el problema en vez de solucionarlo.
El primer referente para marcar los límites penales es el delito de «Rebelión», tipificado en el número 5º del
artículo 472 del Código consistente en «Declarar la independencia de una parte del territorio nacional», mediante un alzamiento violento y público, conducta que se castiga con penas de 10 a 25 años, en función del mayor o menor protagonismo de cada sujeto activo, imponiéndose también penas de inhabilitación a las autoridades que no se hayan resistido a esa rebelión, así como a los funcionarios que continúen desempeñando sus cargos o a los que acepten empleo de los rebeldes.
El segundo hito es el delito de «Sedición» del artículo 544 declarando sediciosos a los que, «sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente, para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las Leyes...», oscilando las penas a imponer entre cuatro y 10 años, y castigando también a las autoridades y funcionarios que realicen la omisión o las acciones descritas para
la rebelión. Ambos delitos no sólo son punibles consumados o intentados, es decir, producido o iniciado el alzamiento aun cuando se frustrara, sino también por la mera realización de actos preparatorios que constituyan «conspiración», «proposición» o «provocación», figuras que concurrirían respectivamente cuando se produjera un acuerdo entre dos o más personas para alzarse declarando la independencia y resolvieran realmente llevarla a término teniendo capacidad para ello, cuando los igualmente capaces ya hubieran resuelto alzarse con tal fin y se lo propusiera a otro u otros, y cuando se incitara a la rebelión o sedición para independizarse a quienes tienen dicha capacidad para declarar la independencia, mediante la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante que facilite la publicidad.
Esta delimitación de los posibles protagonistas de tales delitos es muy relevante, pues por muy frecuentes e
incluso explícitas que puedan resultar las excitaciones a la independencia ante los ciudadanos, estos no son capaces de «declararla» aunque sí de aclamarla, resultando en su caso responsables de estos actos preparatorios de la rebelión o sedición sólo los «declarantes» de la independencia con capacidad para efectuarla, las autoridades y funcionarios a los que se ha hecho referencia en función de su comportamiento con los sediciosos y lo que incitaran a los mencionados «capaces» a que se alzaran para efectuar tal declaración.
LA CONDUCTA común a la rebelión y la sedición es el «alzamiento», con o sin violencia, en búsqueda de la declaración de independencia de Cataluña, se logre o no se logre, mediante una resolución acordada en el Parlamento que supere la mera manifestación de un deseo, con quebranto de la Constitución y de otras disposiciones legales. Alzarse equivale pues a levantarse, rebelarse o desunirse, dividirse, amotinarse o sublevarse contra el orden constitucional.
Pero ¿cuándo existirían actos preparatorios o ejecutivos del alzamiento independentista, convirtiéndose la
conducta en delictiva? Hasta las recientes elecciones sólo se había dicho que serían un plebiscito encubierto de independencia, sin detallar ni el contenido de la posterior proclamación ni mucho menos el camino a seguir hasta llegar a una separación de iure et de facto del Estado español. Y después de los comicios seguirá alejada de una «declaración de independencia» cualquier manifestación manteniendo ese objetivo, si a continuación se propusiera por ejemplo abrir una negociación con el Gobierno español para alcanzarlo,
modificando la Constitución convocando un referéndum de independencia.
Así las cosas, el bon seny del pueblo catalán, que tanto tiene que ver con la kantiana «razón práctica» y con
la weberiana «ética de la responsabilidad» que se distancia de la «ética de las convicciones» o de los sentimientos, hace presumir que «la sangre no llegará al río», o más bien que no habrá sangre, máxime cuando la experiencia histórica enseña el mal fin que han tenido las anteriores proclamaciones unilaterales de independencia.
Este bon seny tendría que propiciar la búsqueda de una fórmula de convivencia entre Cataluña y el resto de
España, por supuesto superadora del periódico bombardeo de Barcelona al que aludiera Azaña e incluso de la «conllevanza» orteguiana.
Este bon seny debería llevar a todos, catalanes y resto de los españoles, a la conclusión de que, al igual que
la riqueza cultural y vital se multiplica en función de las lenguas que se hablen, la misma riqueza se incrementará en proporción directa al número de «nacionalidades » que cada persona considere tener, más allá del estricto concepto de nacionalidad y de su titularidad jurídica, y no sólo por razón de nacimiento sino también de adopción, es decir, no exclusivamente en función de donde se ha nacido sino también y sobre todo de donde se ha pastado, «nacionalidades» que por definición no serían excluyentes ni exclusivas.
Y el sentido común del resto de España así como el bon seny catalán deberían partir de un hecho: de la existencia de un gran desconocimiento mutuo, descubriendo que las falsedades y tonterías que puedan
decirse en Cataluña sobre Castilla/Madrid/resto de España sólo son comparables a las que se dicen
en Castilla/Madrid/resto de España sobre Cataluña, y posiblemente estas últimas sean incluso más falsas
y necias. A través de la verdad se pasaría de la incomprensión a la comprensión, de la antipatía a la
empatía mutua.
PERO VOLVIENDO a lo que debería ser la ultima ratio, es decir, la inclusión de los promotores de la independencia en el ámbito de la responsabilidad penal por comisión del delito de rebelión o de sedición consumado, intentado o en fase de actos preparatorios punibles, ¿qué paso supondría traspasar la línea roja? Pues en primer lugar la declaración de independencia debería estar presente como realidad o como proyecto pero de modo inequívoco y no condicionada a posteriores eventos de regularización, cual sería el supuesto de posponerla al resultado de un referéndum legal. Además tendría que existir «alzamiento», como ya se ha dicho, término cuya equivocidad admite diversas interpretaciones, y los responsables penales serían los que decidieran en alzamiento, con o sin violencia, tal declaración y posteriormente tuvieran capacidad de ejecutarla, además de las autoridades y funcionarios partícipes durante y después de la declaración, en los términos antes mencionados.
Como alternativa o preludio a la criminalización del proceso independentista siempre estarán las opciones
más benignas que supondría la aplicación del artículo 155 de la Constitución con más o menos intensidad, o
la ejecución por el propio Tribunal Constitucional de su previsible sentencia decretando la inconstitucionalidad de la declaración de independencia, merced a la nueva facultad que próximamente le concederá a este tribunal la modificación de su ley reguladora. Posiblemente cualquiera de estas dos opciones sería el mal menor, si se produjera la no deseable declaración real de independencia, pero sin duda «el bien mayor» lo constituiría el desistimiento en su propósito de los actuales promotores
del secesionismo, con la «cooperación» del Gobierno central y las demás fuerzas políticas.
Luis Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho Penal de la UNED y abogado
LA FRECUENTE huida hacia el Derecho penal ante cualquier conflicto, en vez de resolverlo con valentía y tino, ha resonado en las voces que reclaman la criminalización del independentismo catalán y de sus promotores.
¿Tendría algún sentido esta criminalización? Si el problema es político la solución debería moverse
en ese mismo orden, salvo que los hechos obligasen finalmente a la aplicación de la ley penal por ser inequívocamente indiciarios de responsabilidad criminal, pero no antes pues las leyes penales deben interpretarse de un modo estricto, rigiendo el principio de cierre in dubio libertas. El propósito del presente artículo es fijar esta frontera de lo delictivo, no sin insistir en que cualquier otra solución siempre será preferible pues, como decía el penalista alemán Welzel, el Derecho penal tiene guantes de madera y donde pone su mano acaba agravando el problema en vez de solucionarlo.
El primer referente para marcar los límites penales es el delito de «Rebelión», tipificado en el número 5º del
artículo 472 del Código consistente en «Declarar la independencia de una parte del territorio nacional», mediante un alzamiento violento y público, conducta que se castiga con penas de 10 a 25 años, en función del mayor o menor protagonismo de cada sujeto activo, imponiéndose también penas de inhabilitación a las autoridades que no se hayan resistido a esa rebelión, así como a los funcionarios que continúen desempeñando sus cargos o a los que acepten empleo de los rebeldes.
El segundo hito es el delito de «Sedición» del artículo 544 declarando sediciosos a los que, «sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente, para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las Leyes...», oscilando las penas a imponer entre cuatro y 10 años, y castigando también a las autoridades y funcionarios que realicen la omisión o las acciones descritas para
la rebelión. Ambos delitos no sólo son punibles consumados o intentados, es decir, producido o iniciado el alzamiento aun cuando se frustrara, sino también por la mera realización de actos preparatorios que constituyan «conspiración», «proposición» o «provocación», figuras que concurrirían respectivamente cuando se produjera un acuerdo entre dos o más personas para alzarse declarando la independencia y resolvieran realmente llevarla a término teniendo capacidad para ello, cuando los igualmente capaces ya hubieran resuelto alzarse con tal fin y se lo propusiera a otro u otros, y cuando se incitara a la rebelión o sedición para independizarse a quienes tienen dicha capacidad para declarar la independencia, mediante la imprenta, la radiodifusión o cualquier otro medio de eficacia semejante que facilite la publicidad.
Esta delimitación de los posibles protagonistas de tales delitos es muy relevante, pues por muy frecuentes e
incluso explícitas que puedan resultar las excitaciones a la independencia ante los ciudadanos, estos no son capaces de «declararla» aunque sí de aclamarla, resultando en su caso responsables de estos actos preparatorios de la rebelión o sedición sólo los «declarantes» de la independencia con capacidad para efectuarla, las autoridades y funcionarios a los que se ha hecho referencia en función de su comportamiento con los sediciosos y lo que incitaran a los mencionados «capaces» a que se alzaran para efectuar tal declaración.
LA CONDUCTA común a la rebelión y la sedición es el «alzamiento», con o sin violencia, en búsqueda de la declaración de independencia de Cataluña, se logre o no se logre, mediante una resolución acordada en el Parlamento que supere la mera manifestación de un deseo, con quebranto de la Constitución y de otras disposiciones legales. Alzarse equivale pues a levantarse, rebelarse o desunirse, dividirse, amotinarse o sublevarse contra el orden constitucional.
Pero ¿cuándo existirían actos preparatorios o ejecutivos del alzamiento independentista, convirtiéndose la
conducta en delictiva? Hasta las recientes elecciones sólo se había dicho que serían un plebiscito encubierto de independencia, sin detallar ni el contenido de la posterior proclamación ni mucho menos el camino a seguir hasta llegar a una separación de iure et de facto del Estado español. Y después de los comicios seguirá alejada de una «declaración de independencia» cualquier manifestación manteniendo ese objetivo, si a continuación se propusiera por ejemplo abrir una negociación con el Gobierno español para alcanzarlo,
modificando la Constitución convocando un referéndum de independencia.
Así las cosas, el bon seny del pueblo catalán, que tanto tiene que ver con la kantiana «razón práctica» y con
la weberiana «ética de la responsabilidad» que se distancia de la «ética de las convicciones» o de los sentimientos, hace presumir que «la sangre no llegará al río», o más bien que no habrá sangre, máxime cuando la experiencia histórica enseña el mal fin que han tenido las anteriores proclamaciones unilaterales de independencia.
Este bon seny tendría que propiciar la búsqueda de una fórmula de convivencia entre Cataluña y el resto de
España, por supuesto superadora del periódico bombardeo de Barcelona al que aludiera Azaña e incluso de la «conllevanza» orteguiana.
Este bon seny debería llevar a todos, catalanes y resto de los españoles, a la conclusión de que, al igual que
la riqueza cultural y vital se multiplica en función de las lenguas que se hablen, la misma riqueza se incrementará en proporción directa al número de «nacionalidades » que cada persona considere tener, más allá del estricto concepto de nacionalidad y de su titularidad jurídica, y no sólo por razón de nacimiento sino también de adopción, es decir, no exclusivamente en función de donde se ha nacido sino también y sobre todo de donde se ha pastado, «nacionalidades» que por definición no serían excluyentes ni exclusivas.
Y el sentido común del resto de España así como el bon seny catalán deberían partir de un hecho: de la existencia de un gran desconocimiento mutuo, descubriendo que las falsedades y tonterías que puedan
decirse en Cataluña sobre Castilla/Madrid/resto de España sólo son comparables a las que se dicen
en Castilla/Madrid/resto de España sobre Cataluña, y posiblemente estas últimas sean incluso más falsas
y necias. A través de la verdad se pasaría de la incomprensión a la comprensión, de la antipatía a la
empatía mutua.
PERO VOLVIENDO a lo que debería ser la ultima ratio, es decir, la inclusión de los promotores de la independencia en el ámbito de la responsabilidad penal por comisión del delito de rebelión o de sedición consumado, intentado o en fase de actos preparatorios punibles, ¿qué paso supondría traspasar la línea roja? Pues en primer lugar la declaración de independencia debería estar presente como realidad o como proyecto pero de modo inequívoco y no condicionada a posteriores eventos de regularización, cual sería el supuesto de posponerla al resultado de un referéndum legal. Además tendría que existir «alzamiento», como ya se ha dicho, término cuya equivocidad admite diversas interpretaciones, y los responsables penales serían los que decidieran en alzamiento, con o sin violencia, tal declaración y posteriormente tuvieran capacidad de ejecutarla, además de las autoridades y funcionarios partícipes durante y después de la declaración, en los términos antes mencionados.
Como alternativa o preludio a la criminalización del proceso independentista siempre estarán las opciones
más benignas que supondría la aplicación del artículo 155 de la Constitución con más o menos intensidad, o
la ejecución por el propio Tribunal Constitucional de su previsible sentencia decretando la inconstitucionalidad de la declaración de independencia, merced a la nueva facultad que próximamente le concederá a este tribunal la modificación de su ley reguladora. Posiblemente cualquiera de estas dos opciones sería el mal menor, si se produjera la no deseable declaración real de independencia, pero sin duda «el bien mayor» lo constituiría el desistimiento en su propósito de los actuales promotores
del secesionismo, con la «cooperación» del Gobierno central y las demás fuerzas políticas.
Luis Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho Penal de la UNED y abogado