dilluns, 28 de març del 2016
El mundo no se arregla a hostias
Antón Losada
No puedo dejar de preguntarme qué podríamos haber cambiado si en lugar de vender armas, dictadores y muerte a los países y pueblos con quienes nos han declarado en guerra hubiéramos compartido sólo un poco de nuestra democracia decadente
Cómo resulta posible semejante desastre justo en este momento de nuestra historia reciente, cuando hemos renunciado a más derechos que nunca a cambio de una seguridad que no podían asegurarnos
Me cuesta dividir el mundo en buenos y malos. Al final solo suelen quedar las víctimas y los verdugos, en el aeropuerto de Bruselas o en un estadio de Irak. Tampoco sé arreglarlo a hostias como sugieren ahora algunos intelectuales y corresponsales en guerras libradas con ardor y coraje desde los bares de los hoteles.
Escucho y leo a todos esos analistas y estudiosos que culpan a la generosidad de nuestros programas sociales, o a nuestra blandenguería a la hora de defender la supremacía de los valores que hicieron de Europa la mayor colonizadora, expoliadora o esclavizadora de la Historia. Asumo que el equivocado debo ser yo al intuir en semejantes discursos el aliento de la xenofobia, el racismo y el odio que siempre crecen tan vigorosos cebados por el miedo.
Debo ser muy ingenuo y muy débil porque no puedo dejar de preguntarme qué podríamos haber cambiado si en lugar de venderles armas, dictadores y muerte a los países y pueblos con quienes nos han declarado en guerra hubiéramos compartido sólo un poco de nuestra democracia decadente y viciada por tanta molicie y abundancia. Desconozco si encender velas o rezar sirve para algo o da miedo, pero sí sé que al menos no matan a alguien como las patadas, los tiros en la nuca y las hostias en nombre de la libertad.
Veo y oigo las informaciones y denuncias que descubren los agujeros y errores en la lucha contraterrorista o en la colaboración entre policías europeas. Salen los ministros en tromba a dejarnos claro que la culpa es de los otros países y de los otros ministros. Debo ser muy raro por qué pocos parecen preguntarse lo mismo que yo: cómo resulta posible semejante desastre justo en este momento de nuestra historia reciente, cuando hemos renunciado a más derechos que nunca a cambio de una seguridad que, al parecer, no podían asegurarnos como nos habían asegurado.
Vuelven a hacer sonar los tambores de la guerra. La misma guerra que hace apenas unos días íbamos ganando porque el Estado Islámico perdía socios, territorio y asesinos y ya no tenía a quien vender su barato petróleo. Justo a tiempo de evitar que empecemos a preguntarnos si no será realmente una guerra, o si la estaremos perdiendo, nos informan de otro gran éxito militar: nuestros heroicos drones han matado a otro jefe de los malos. El derecho internacional se ha convertido en un vídeo juego bélico.
Las noticias de la nueva Guerra Santa preceden a las inquietantes informaciones sobre las ingentes mareas de refugiados que hablan diferente, rezan diferente o viven diferente y aguardan ansiosos e insaciables al otro lado de los muros y las vallas que custodian nuestra libertad y nuestro bienestar. Será casualidad. Pero ni lo parece, ni creo en ella. Las coincidencias suelen ser las armas preferidas de los cínicos.
Los salarios mínimos: ¿prosperidad o desempleo?
Alejandro Murciano y Judith Sánchez Máster de economía internacional y desarrollo, Universidad Complutense de Madrid
En la historia reciente, la economía neoliberal se ha dedicado a demonizar el salario mínimo y a procurar su estancamiento o desaparición. Le acusan de distorsionar el mercado laboral, de generar desempleo y de ser nefasto para las personas menos cualificadas, cuyo trabajo no vale siquiera este mínimo legal. Esta argumentación, fundamentada en los preceptos del libre mercado, supone una fuerte voz en contra de cualquiera política que pretenda aumentarlo. Así, hemos observado como en España el Salario Mínimo Interprofesional lleva prácticamente estancado varios años; esa ha sido la receta contra la crisis.
El conocido neoliberal Milton Friedman lo expresaba claramente: “Los salarios mínimos son los principales culpables de la existencia de un gran número de personas que no tienen un posible empleador”. Estas palabras son muy ilustrativas respecto al pensamiento de Friedman y sus compañeros de escuela. Para ellos, los empleados cobran según lo que aportan a la empresa; es decir, según su productividad. El mercado laboral tiene mecanismos para autorregularse, y quien no trabaja es porque no está dispuesto a rebajar su salario lo suficiente. Así, un salario mínimo es un impedimento para que la contratación de personas poco preparadas, pues nadie querrá pagar un precio tan “alto” para disponer de ellas. Más allá de lo indignante de los argumentos, nos interesa comprobar su veracidad económica. Para los neoliberales, poco importa que este razonamiento olvide por completo el volumen de negocios (la demanda) como condicionante del empleo, cosa que se torna evidente. Desde su óptica, toda “distorsión” que incremente los salarios está llamada a complicar la contratación, y es sinónimo de desempleo. En esto incluiríamos no solo a los salarios mínimos, sino también a otros factores como la acción sindical.
Sin embargo, esta no es la única visión existente. Economistas de otras corrientes y escuelas abordan el asunto salarial desde una óptica diametralmente opuesta. Por un lado, afirman que subir los salarios (incluyendo los mínimos) puede incentivar la demanda agregada, generar más consumo y mejorar la economía y el empleo. Por el otro, entienden que el salario mínimo es un “arma” en manos de los trabajadores para empoderarse en los centros de trabajo, algo que podría repercutir en una mayor productividad. Teniendo en cuenta todo esto, merece la pena no creerse punto por punto la teoría dominante y contrastarla con evidencia empírica.
Para ello hemos puesto nuestro foco en la Unión Europea, donde las recetas neoliberales se han puesto en práctica y la política de devaluación salarial se ha abierto paso. Más concretamente, nos hemos fijado en los años de crecimiento previos a la crisis, una etapa que por sus datos macro (empleo, crecimiento) gustaría reproducir en la actualidad. Por tanto, hemos reunido datos para el periodo 2004-2007 en los países de la UE15 que tenían salarios mínimos en esa etapa. El objetivo es contrastar el efecto de dicho factor, así como el del grado de sindicación (también criticado por la economía dominante), sobre la tasa de desempleo. Y las conclusiones vienen a chocar de pleno con lo que propone la economía convencional. Para empezar, observamos como el salario mínimo está relacionado negativamente con el desempleo (más salario mínimo, menos paro), tanto en su tasa general como en la existente entre los no cualificados. Lo mismo exactamente ocurre con la densidad sindical (medida en porcentaje de afiliados).
Además, incluso cuando descontamos el efecto del PIB per cápita (por su relación con el nivel de empleo), en ningún caso aparece el salario mínimo como un factor que genere paro. Es más, midiendo su efecto sobre el desempleo de las personas menos cualificadas, observamos que no solo no lo aumenta, sino que lo reduce. Algo idéntico ocurre con la representación sindical, demonizada igualmente por los neoliberales. Así las cosas, las críticas que la economía dominante lanza continuamente sobre la regulación laboral parecen no estar fundamentadas en la experiencia. O al menos no pueden hacerse universales a todo periodo y país. Más bien parecen argumentos interesados y en defensa clara de unos intereses.
En definitiva, cabe hacer una crítica a las políticas de contención o devaluación salarial puestas en marcha en Europa. Al menos en los países y periodo (años de crecimiento, el cual se intenta imitar actualmente) elegidos, los salarios mínimos demuestran estar ligados a la prosperidad o riqueza de un país, y no a su desempleo. Por lo tanto, podrían no solo ser un elemento de justicia social, que reduzca la inequidad y alivie la situación de los asalariados. Podrían ser además una herramienta para estimular la economía y dar una salida a esta larga crisis. Sin embargo, parece que la UE no lo ha valorado así, pues su política ha ido exactamente en la dirección contraria. Una política cuyos efectos conocemos ya de sobra.
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