Arturo González
Si algo he odiado y odio en esta vida es la delación, es decir, denunciar desde el anonimato y por tanto desde la impunidad a otro ser humano por alguna conducta improcedente socialmente. Sea referido al tema que sea y sea bajo el sistema o régimen político que sea. Creo que es el origen de todos los males de la humanidad y lo más innoble que puede realizar una persona, que, de esta forma, se rebaja en su condición humana de vicios y virtudes. Es una forma ruin de venganza, de traición, de chantaje, de introducción a la tortura, bajo la disculpa y pretendida justificación de una conducta cívica.
El Estado, al que por cierto hemos concedido generosamente el monopolio doloroso de la violencia, tiene y debe tener medios suficientes, y de hecho se sobrepasa, para solucionar los conflictos por sí mismo y sin valerse de una de las más duras abyecciones en las que se puede caer. Pero nunca incitar a otros ciudadanos a la delación, sea gratuita o retribuida.
La Ministra de Empleo, Fátima Báñez, anuncia e invita a los ciudadanos a la delación anónima de quienes transgredan normas laborales, de fraude en el empleo o Seguridad Social o cobros indebidos de prestaciones. Repugnante. Convertir un país en un lugar en el que la delación sea usual e instigada por el Gobierno, convierte a este país, e incluyo a los más democráticos, en un país y una sociedad donde la desconfianza y la miseria mental son reinas. Y ello vale tanto para el amigo o amiga que te cuenta que tu pareja te engaña o acudiendo a un programa de televisión para vender confidencias y miserias de tu ex mujer, como para las más siniestras actuaciones policiales. Todos conocemos algo denunciable, pero si tan buenos ciudadanos somos deberíamos tener la fortaleza moral de hacerlo públicamente, sin refugiarnos en la ignominia e hipocresía, y arriesgarnos a la posible admonición o represalia. Se empieza denunciando, generalmente por envidia, a alguien que cobra indebidamente una retribución y se termina señalando por una mirilla a cualquier disidente político.
Sabíamos que este Gobierno no tiene vergüenza, pero no sabíamos que no concede el menor valor a la dignidad humana, al delatar a alguien por algo que seguramente nosotros haríamos si las circunstancias fueran favorables. Porque, además, ¿dónde estarían el límite o frontera de lo que somos capaces de delatar? ¿A nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros vecinos, a los marginados y desprotegidos?
Si algo he odiado y odio en esta vida es la delación, es decir, denunciar desde el anonimato y por tanto desde la impunidad a otro ser humano por alguna conducta improcedente socialmente. Sea referido al tema que sea y sea bajo el sistema o régimen político que sea. Creo que es el origen de todos los males de la humanidad y lo más innoble que puede realizar una persona, que, de esta forma, se rebaja en su condición humana de vicios y virtudes. Es una forma ruin de venganza, de traición, de chantaje, de introducción a la tortura, bajo la disculpa y pretendida justificación de una conducta cívica.
El Estado, al que por cierto hemos concedido generosamente el monopolio doloroso de la violencia, tiene y debe tener medios suficientes, y de hecho se sobrepasa, para solucionar los conflictos por sí mismo y sin valerse de una de las más duras abyecciones en las que se puede caer. Pero nunca incitar a otros ciudadanos a la delación, sea gratuita o retribuida.
La Ministra de Empleo, Fátima Báñez, anuncia e invita a los ciudadanos a la delación anónima de quienes transgredan normas laborales, de fraude en el empleo o Seguridad Social o cobros indebidos de prestaciones. Repugnante. Convertir un país en un lugar en el que la delación sea usual e instigada por el Gobierno, convierte a este país, e incluyo a los más democráticos, en un país y una sociedad donde la desconfianza y la miseria mental son reinas. Y ello vale tanto para el amigo o amiga que te cuenta que tu pareja te engaña o acudiendo a un programa de televisión para vender confidencias y miserias de tu ex mujer, como para las más siniestras actuaciones policiales. Todos conocemos algo denunciable, pero si tan buenos ciudadanos somos deberíamos tener la fortaleza moral de hacerlo públicamente, sin refugiarnos en la ignominia e hipocresía, y arriesgarnos a la posible admonición o represalia. Se empieza denunciando, generalmente por envidia, a alguien que cobra indebidamente una retribución y se termina señalando por una mirilla a cualquier disidente político.
Sabíamos que este Gobierno no tiene vergüenza, pero no sabíamos que no concede el menor valor a la dignidad humana, al delatar a alguien por algo que seguramente nosotros haríamos si las circunstancias fueran favorables. Porque, además, ¿dónde estarían el límite o frontera de lo que somos capaces de delatar? ¿A nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros amigos, a nuestros vecinos, a los marginados y desprotegidos?