David Torres
El nombre de Santiago Ramón y Cajal fue utilizado ayer como arma arrojadiza entre el presidente Mariano y el portavoz socialista Marcelino Iglesias a costa de un debate sobre educación. No resulta muy conveniente alardear en la cámara alta de nuestro único premio Nobel de Medicina en más de un siglo cuando nuestro otro premio Nobel, Severo Ochoa, no llegó a serlo hasta el momento en que decidió salir del país por piernas. Cuando, durante casi cuatro décadas de democracia, nuestros egregios representantes de izquierdas y derechas han hecho todo lo que estaba en sus manos para que la ciencia española tomara el camino emprendido por Ochoa: el exilio, el extranjero, la puta calle. Cuando el propio Ramón y Cajal llegó a la sabiduría casi de milagro, de culo, cuesta arriba y contra el viento. Mejor sería que Iglesias y Mariano se dejaran de neuronas y discutieran sobre Jesulín de Ubrique, que es un tema para el que están mejor preparados.
Reconozcámoslo, en España la ciencia siempre ha sido la chacha, la fea, una maría en los planes de estudios, más o menos al mismo nivel que la música, muy por debajo de la gimnasia, y no digamos ya del catecismo. Aquel santo y seña de Unamuno (“que inventen ellos”) ha quedado patentado como una cuestión de orgullo nacional, una marca de fábrica, la misma que tocó techo no ya con el matarile a García Lorca sino con la localización exacta de su martirio ochenta años después en una versión macabra del Busca a Wally. No sé de qué se quejan tanto los del cine cuando la ciencia española está enterrada junto a la literatura, en ninguna parte, en la tumba sin nombre de un poeta asesinado por un militar genocida que duerme a los pies de La Macarena. Aaaay.
Aquí la cultura y la barbarie siempre han venido en el mismo paquete pero, desde que Wert tomó el ministerio, la barbarie ha sentado cátedra. Cualquier día este hombre propone la carrera de Tauromaquia con especialidades en Picador, Banderillero, doctorado en Monosabio y máster en Matador por la universidad de la Maestranza. Últimamente, no obstante, incluso para los cánones culturales del PP, que son más bien paupérrimos, Wert se ha desmandado hasta el punto de que Rouco Varela va a tener que llamar a sus ocho exorcistas para que le saquen el analfabetismo del cuerpo a golpe de rosario. Difícilmente podrán asistir Rouco Varela y los ocho exorcistas recién incorporados a la diócesis al estreno de El último exorcismo 2, con la película que tienen montada en casa.
En España, entre el chupachups y la fregona ya vamos sobrados. Nunca olvidaré aquella frase inmortal que dijo un sargento en la mili, cuando le propusimos aprovechar las horas muertas del recreo para enseñar a leer y a escribir a ese pequeño pero persistente núcleo de reclutas analfabetos que siempre aterrizaban en cada reemplazo: “¿Y para qué quieren leer, si yo sé y no leo?”
El nombre de Santiago Ramón y Cajal fue utilizado ayer como arma arrojadiza entre el presidente Mariano y el portavoz socialista Marcelino Iglesias a costa de un debate sobre educación. No resulta muy conveniente alardear en la cámara alta de nuestro único premio Nobel de Medicina en más de un siglo cuando nuestro otro premio Nobel, Severo Ochoa, no llegó a serlo hasta el momento en que decidió salir del país por piernas. Cuando, durante casi cuatro décadas de democracia, nuestros egregios representantes de izquierdas y derechas han hecho todo lo que estaba en sus manos para que la ciencia española tomara el camino emprendido por Ochoa: el exilio, el extranjero, la puta calle. Cuando el propio Ramón y Cajal llegó a la sabiduría casi de milagro, de culo, cuesta arriba y contra el viento. Mejor sería que Iglesias y Mariano se dejaran de neuronas y discutieran sobre Jesulín de Ubrique, que es un tema para el que están mejor preparados.
Reconozcámoslo, en España la ciencia siempre ha sido la chacha, la fea, una maría en los planes de estudios, más o menos al mismo nivel que la música, muy por debajo de la gimnasia, y no digamos ya del catecismo. Aquel santo y seña de Unamuno (“que inventen ellos”) ha quedado patentado como una cuestión de orgullo nacional, una marca de fábrica, la misma que tocó techo no ya con el matarile a García Lorca sino con la localización exacta de su martirio ochenta años después en una versión macabra del Busca a Wally. No sé de qué se quejan tanto los del cine cuando la ciencia española está enterrada junto a la literatura, en ninguna parte, en la tumba sin nombre de un poeta asesinado por un militar genocida que duerme a los pies de La Macarena. Aaaay.
Aquí la cultura y la barbarie siempre han venido en el mismo paquete pero, desde que Wert tomó el ministerio, la barbarie ha sentado cátedra. Cualquier día este hombre propone la carrera de Tauromaquia con especialidades en Picador, Banderillero, doctorado en Monosabio y máster en Matador por la universidad de la Maestranza. Últimamente, no obstante, incluso para los cánones culturales del PP, que son más bien paupérrimos, Wert se ha desmandado hasta el punto de que Rouco Varela va a tener que llamar a sus ocho exorcistas para que le saquen el analfabetismo del cuerpo a golpe de rosario. Difícilmente podrán asistir Rouco Varela y los ocho exorcistas recién incorporados a la diócesis al estreno de El último exorcismo 2, con la película que tienen montada en casa.
En España, entre el chupachups y la fregona ya vamos sobrados. Nunca olvidaré aquella frase inmortal que dijo un sargento en la mili, cuando le propusimos aprovechar las horas muertas del recreo para enseñar a leer y a escribir a ese pequeño pero persistente núcleo de reclutas analfabetos que siempre aterrizaban en cada reemplazo: “¿Y para qué quieren leer, si yo sé y no leo?”