Juan Carlos Escudier
Que el PP valora el silencio es una evidencia palmaria. Rajoy, por
ejemplo, es una persona lacónica, sucinta y escueta. Si se le pregunta
por la contabilidad B de su partido puede enmudecer durante largos
períodos de tiempo o, en su defecto, acuñar frases antológicas del
estilo “la segunda y tal” que es la versión moderna del “a otra cosa,
mariposa” pero sin rima. El mutismo es tan apreciado por el Gobierno
que en su búsqueda incesante ha llegado a preparar una ley de Seguridad
Ciudadana tipo punto en boca, cuyo complemento necesario es la
regulación del derecho de huelga que ahora se nos anuncia.
La iniciativa se ha suscitado después de que una huelga, la de
limpieza en Madrid, haya evitado pese a todos sus inconvenientes y a la
estulticia de la alcaldesa el despido de más de mil operarios y,
paralelamente, haya revitalizado el papel de los sindicatos. Tan
estruendosa ha sido la victoria de los trabajadores que el Ejecutivo ha
tenido que darse prisa en anunciar esta segunda ley de silencio, no
fuera a ser que cundiera el ejemplo y los llamados a ser carne del INEM
se decidieran a alterar esta paz de cementerio tan conveniente.
Es verdad que en España se regula la huelga con un decreto anterior a
la Constitución y que ésta prevé que una ley orgánica habría de regular
“las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios
esenciales de la comunidad”. Pero también lo es que el citado decreto
fue convalidado en 1981 por el Tribunal Constitucional y que toda la
jurisprudencia posterior ha llenado cualquier vacío.
Existe una relación exhaustiva de cuáles son los servicios esenciales
a preservar en caso de huelga, desde la sanidad a los transportes y
comunicaciones, pasando por la producción de energía, agua o la higiene
pública. Está prefijado a quién corresponde fijar los servicios mínimos,
cuál ha de ser su porcentaje y a qué sanciones daría lugar su
incumplimiento, incluidos los despidos. A mayores, está prevista la
figura del arbitraje obligatorio, que faculta a la Administración para
obligar a reanudar la actividad laboral en caso de que el paro sea
gravemente perjudicial para la economía del país. Es obvio que regular
sobre lo regulado sólo puede pretender constreñir el derecho de huelga.
No ha sido el único intento. La UCD, allá por 1980, elaboró un
anteproyecto y llegó a redactar un capítulo específico del Estatuto de
los Trabajadores, que finalmente fue aparcado. Igual ocurrió con un
borrador que preparó el Gobierno del PSOE en 1987, un año de alta
conflictividad laboral, en el que se incluían duras restricciones al
ejercicio de la huelga. Cuatro años más tarde se llegó a preparar una
ley, que fue contestada por las centrales con una código de
autorregulación. De la negociación entre Gobierno y sindicatos surgió un
proyecto que fue debatido y aprobado en el Congreso y tuvo luz verde
del Senado. La disolución de las Cámaras lo dejó en el limbo primero y
en el olvido después.
La gran novedad del texto era que obligaba a detallar en el plazo de
un año, ya fuera mediante acuerdos o laudos, los servicios mínimos
aplicables a cada sector y hasta las fechas en las que no podrían
convocarse huelgas por los trastornos que podría ocasionar a los
ciudadanos y a la economía nacional. Los sindicatos se avinieron al
acuerdo por dos grandes razones: la primera era evitar la fijación
arbitraria de los servicios mínimos, abusivos en muchos casos, y para
los que sólo cabe acudir a los tribunales y esperar años a que te den la
razón, algo que sigue ocurriendo en la actualidad; la segunda,
desactivar a sindicatos corporativos del estilo del Sepla.
Conviene en este punto recordar cuál ha sido la posición de la CEOE,
que nunca vio urgente regular la huelga salvo ahora, en la confianza, o
más bien en la certeza, de que el PP lo dejará todo atado y bien atado
para sus intereses.
Báñez, auxiliada como viene siendo habitual por la Virgen del Rocío, a
la que se encomienda ante las dificultades, ha iniciado ya los
contactos con UGT y CCOO para advertirles de lo que les depara. Al
Gobierno le gustan las mayorías silenciosas y los ciudadanos callados y
quietos. La contrarreforma avanza a la chita callando.