Pere Ortega
Si uno mira superficialmente lo que sucede hoy en los Palacios que gobiernan, legislan e imparten, supuestamente, justicia en el reino de España, no puede por menos que sentirse defraudado. Si en lugar de echar tan solo una mirada, uno se dedica a analizar los problemas que atenazan las formas de gobierno de este país, entonces, en lugar de engañado uno se hunde en la desconfianza. Pues la democracia que se engendra en esos Palacios, con los actores actuales, hace impensable que de ahí salga algún fruto esperanzador. Y no solo por el afán de lucro que impulsa a robar a algunos de sus actores; o por el afán de poder de otros que los impulsa a corromper para así gobernar mayor tiempo; sino también por aquellos, los menos, que aunque más decentes, tan solo suspiran en substituirlos para cambiar tan solo lo aparente.
En cambio, si uno vuelve el rostro hacia la calle y mira y escucha lo que ahí se dice, se oyen cosas razonables que hacen sentir esperanza en el futuro. Pues ahí se pone en cuestión un sistema dirigido por unos tipos y tipas – también hay féminas – que mueven los hilos de lo que acontece en los Palacios. En esos antros cargados de oropeles se dictamina que no existe futuro si no se destruyen los derechos de la ciudadanía, argumentando que son una rémora para el progreso y el bienestar futuro. En esos salones, se habla de cómo relanzar los mercados financieros, cómo acrecentar el consumo, y algún atrevido, ante las dificultades que eso supone, no descarta comenzar nuevas guerras para enderezar el crecimiento económico, poniendo el ejemplo del espectacular crecimiento posterior a la 2ª Guerra Mundial. Pues ya se sabe que una guerra es un estupendo negocio, pues tras ella viene una etapa de esfuerzo colectivo para reconstruir lo que las bombas han diezmado.
Esas gentes que salen a las plazas gritan alarmados porque en esos Palacios se predica una utopía imposible, vivir sin tener las mínimas necesidades cubiertas. Y reclaman que el derecho a decidir vuelva a sus manos. Pero no votando cada cuatro años, sino que ante el retroceso de sus derechos, todas las decisiones vuelvan a recaer sobre ellos. Y no solo el derecho a la autodeterminación que se pide con insistencia en Cataluña. También piden poder decidir sobre el resto de derechos políticos, económicos y sociales, como recuperar el control sobre su relación con el resto de España y Europa; el control de la moneda, las finanzas, el trabajo, la energía, el agua, la agricultura… Esas gentes se sienten estafadas, que se les ha robado el futuro, y piden lo posible porque desde los Palacios se exige lo imposible.
La democracia o la administramos todos participando, o es palabrería de mentes refinadas. Pues la democracia no es tan solo un medio para gobernar. La democracia es, además de instrumento, el bien común con el que mejorar la convivencia. Es decir, un fin, un objetivo, una utopía social posible. Entonces, todos y todas debemos participar con los medios que tengamos a nuestro alcance, saliendo a la calle, a través de las redes sociales, votando, agrupándonos junto a otros para mejorar la convivencia. Porque el poder no hay que delegarlo, hay que ejercerlo.
Si uno mira superficialmente lo que sucede hoy en los Palacios que gobiernan, legislan e imparten, supuestamente, justicia en el reino de España, no puede por menos que sentirse defraudado. Si en lugar de echar tan solo una mirada, uno se dedica a analizar los problemas que atenazan las formas de gobierno de este país, entonces, en lugar de engañado uno se hunde en la desconfianza. Pues la democracia que se engendra en esos Palacios, con los actores actuales, hace impensable que de ahí salga algún fruto esperanzador. Y no solo por el afán de lucro que impulsa a robar a algunos de sus actores; o por el afán de poder de otros que los impulsa a corromper para así gobernar mayor tiempo; sino también por aquellos, los menos, que aunque más decentes, tan solo suspiran en substituirlos para cambiar tan solo lo aparente.
En cambio, si uno vuelve el rostro hacia la calle y mira y escucha lo que ahí se dice, se oyen cosas razonables que hacen sentir esperanza en el futuro. Pues ahí se pone en cuestión un sistema dirigido por unos tipos y tipas – también hay féminas – que mueven los hilos de lo que acontece en los Palacios. En esos antros cargados de oropeles se dictamina que no existe futuro si no se destruyen los derechos de la ciudadanía, argumentando que son una rémora para el progreso y el bienestar futuro. En esos salones, se habla de cómo relanzar los mercados financieros, cómo acrecentar el consumo, y algún atrevido, ante las dificultades que eso supone, no descarta comenzar nuevas guerras para enderezar el crecimiento económico, poniendo el ejemplo del espectacular crecimiento posterior a la 2ª Guerra Mundial. Pues ya se sabe que una guerra es un estupendo negocio, pues tras ella viene una etapa de esfuerzo colectivo para reconstruir lo que las bombas han diezmado.
Esas gentes que salen a las plazas gritan alarmados porque en esos Palacios se predica una utopía imposible, vivir sin tener las mínimas necesidades cubiertas. Y reclaman que el derecho a decidir vuelva a sus manos. Pero no votando cada cuatro años, sino que ante el retroceso de sus derechos, todas las decisiones vuelvan a recaer sobre ellos. Y no solo el derecho a la autodeterminación que se pide con insistencia en Cataluña. También piden poder decidir sobre el resto de derechos políticos, económicos y sociales, como recuperar el control sobre su relación con el resto de España y Europa; el control de la moneda, las finanzas, el trabajo, la energía, el agua, la agricultura… Esas gentes se sienten estafadas, que se les ha robado el futuro, y piden lo posible porque desde los Palacios se exige lo imposible.
La democracia o la administramos todos participando, o es palabrería de mentes refinadas. Pues la democracia no es tan solo un medio para gobernar. La democracia es, además de instrumento, el bien común con el que mejorar la convivencia. Es decir, un fin, un objetivo, una utopía social posible. Entonces, todos y todas debemos participar con los medios que tengamos a nuestro alcance, saliendo a la calle, a través de las redes sociales, votando, agrupándonos junto a otros para mejorar la convivencia. Porque el poder no hay que delegarlo, hay que ejercerlo.