Arturo González
Cuando, tumbado en la mesa del quirófano, asustado como un conejo bajo la luz, te van a meter la anestesia para despanzurrarte la barriga, lo último que piensas, si eres un vicioso de la política, es ‘joder, si palmo me voy a quedar sin saber cómo termina este serial que es España, si Catalunya se independiza, si por fin salimos de la crisis, si hay regeneración democrática o si Podemos gana o se desinfla.
Tal vez en tu inconsciente, mientras te hurgan, piensas que sería mejor que España saltase por los aires, comenzando por la separación de Catalunya, que deberíamos facilitar, y todos los que, como fichas de dominó, quisieran, Euskadi y norte de Navarra al menos. Sería la única manera de empezar desde cero con lo que voluntariamente quedara y constituirse como una democracia decente. Porque de lo contrario esto no lo arregla ni dios. La Constitución se habría reformado porque habría dejado de existir. Habría que hacer una nueva sin los errores de la desaparecida, nacida en circunstancias difíciles, sin presiones ni miedos. Sin ansias de eternidad. Sin mentiras. El nacimiento de una nación. Escuchando. Sin desigualdades ni normas que las propiciasen. Sin tradiciones brutales. Sin corrupciones admitidas. Sin imposiciones religiosas. Sin insinuar derechos que luego no se cumplen como vivienda y trabajo. Sin justicia decadente. Sin xenofobias. Sin racismos. Sin machismos. Sin argucias legislativas. Sin Ejecutivos acaparadores de los otros poderes. Un país como el que quisieran sus habitantes. Con referéndums a gogó. Sin pieles de toro ni vírgenes. Un país que creyese en las pequeñas utopías. En el que nadie fuese más que nadie. Lejos de Lenin, lejos de los EEUU. Sin ansias de recuperar los territorios marchados, a los que ojala les fuera muy bien. Un país de venganzas olvidadas. Con la fuerza y el sentimiento nacional de la decencia. Un país en el que la democracia fuera una realidad vigorosa e incuestionable. Sin caínes ni abeles. En el que todos fuéramos inmigrantes venidos de nuestras propias tierras. De diálogo. De justicia rápida. De derechos y de obligaciones. Sin insidias ni calumnias interesadas. Un país educado. Amable, pero implacable. Sin herencias. Un país a hacer día a día. De políticos respetados porque se hicieran respetar. Un país que mereciera la pena. Sin archivos dolorosos ni bolas de cristal amarillas. Un país añorado, un país siempre en ciernes. Sin nostalgias. Sin patrias chicas ni patrias grandes. Culto y dialogante. Un país honrado. Un país soñado, que, al despertar, era realidad porque el anterior ya no estaba allí. Un país sin nombre ni bandera, que entre todos tendríamos que buscar.
Pero no; al despertar de la recuperación, todo seguía igual. Tokaba lucha. Sin melancolía.
Pero no; al despertar de la recuperación, todo seguía igual. Tokaba lucha. Sin melancolía.