José Luis Martín RamosCatedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de ‘El Frente Popular. Victoria y derrota de la democracia en España’
El último libro de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa ha tenido tal extensa e intensa cobertura mediática, de clara apología desde la derecha política, que su impacto ha trascendido el ámbito estricto de los historiadores. Sus autores pretenden que ellos no quieren suscitar ningún debate y que se han limitado a explicarnos la historia que realmente sucedió, a diferencia de lo que, por lo visto, estamos haciendo el resto de los historiadores. Si no nos quieren engañar, que no se engañen a sí mismos. El debate, la polémica, está a lo largo de todo el libro, en sus insinuaciones, sugerencias, análisis y conclusiones.
Por mucho que lo nieguen no es el único relato histórico que puede hacerse de las elecciones de 1936, sino un relato más, impregnado desde el primer momento por las posiciones ideológicas de los autores; además gravemente afectado por defectos metodológicos importantes, informaciones parciales y presentaciones muy sesgadas de los hechos, y una línea interpretativa que se integra en el discurso de la deslegitimización del resultado electoral del 36 y de la victoria del Frente Popular. Es inexcusable responder a su reto en el ámbito profesional pero también en los que se dirigen a la opinión pública, que puede dejarse confundir con su prolija descripción, que nos presentan avalada por el trabajo de cinco años; como si la cantidad, por sí, fuera seguro de calidad.
El trabajo laborioso, la exhaustiva investigación de archivo, es condición primera del oficio de historiador, pero no garantiza resultados; las fuentes pueden estar discriminadas y el análisis de los datos acumulados equivocado, torcido incluso. En el libro de Álvarez Tardío y Villa la utilización de las fuentes primarias está discriminada, de acuerdo con las hipótesis previas de los autores e incluso con sus preferencias ideológicas; compárese el crédito que se le da al dietario de Alcalá Zamora y el uso torticero de las memorias de Azaña, utilizadas habitualmente en su contra. El uso de las fuentes de prensa está extraordinariamente desequilibrado: las de la derecha son una referencia de hechos, las de la de la izquierda las usas para confirmar el constante juicio de intenciones que están realizando sobre la izquierda republicana y la izquierda obrera y su pretensión de gobernar el país, que a diferencia de la de la derecha no debe tener justificación. Pretenden que el gran mérito de su libro es haber hecho la historia política de aquellas elecciones, y reivindican esa historia política frente a otras formas de hacer historia – la historia cultural – que, según ellos disfraza la significación real de los hechos refugiándose en el contexto.
Comparto la reivindicación de la historia política pero no el desprecio de otras maneras de hacer historia y sobre todo esa maniobra para descartar de un plumazo, intelectualmente grosero, el factor del contexto en la exposición, análisis e interpretación de los hechos. El contexto es también imprescindible en la historia política y esa es una de las grandes carencias de su trabajo; la ausencia de referencias al hecho fundamental de la doble, y en ocasiones, combinada ofensiva del fascismo y el autoritarismo en la Europa de los años treinta, que buscaba sobre todo anular la reforma democrática iniciada como consecuencia de la catástrofe de la sociedad burguesa y liberal generada por la Gran Guerra. Parece como si España estuviera al margen de esa ofensiva, y de su respuesta, y que en 1936 se hubiese enfrentado al proyecto democrático y liberal – según los autores – de Gil Robles su CEDA y sus aliados, con el sectarismo antidemocrático y revolucionario – siempre según ellos – del republicanismo de centro-izquierda y de la izquierda obrera. La asepsia – por no decir otra cosa – con que tratan a Falange o a Renovación Española es escandalosa. Su historia política no es sino su versión más simplista; una historia que prescinde permanente de su dimensión social, que reduce el conflicto político al juego institucional y partidario, convirtiendo el conflicto social en una mera cuestión de orden.
Álvarez Tardío y Villa parten de una tesis que es una flagrante negación del proceso histórico, del contexto que ellos desprecian porque dejaría muy malparadas sus tesis: la de que la República del 31 se configuró como un régimen excluyente. Lo hacen sin explicarnos qué tipo de sistema inclusivo era la Monarquía de la Restauración y la Dictadura de Primo de Rivera, con lo que – en efecto – la República del 31 es presentada como un artefacto de poder al servicio de una parte de la sociedad española, cuyas dimensión y razones se nos esconden. Y acompañan esa tesis con la defensa de Gil Robles y la CEDA como un proyecto de regeneración moderada del régimen republicano, ocultando la débil – en gran parte inexistente – convicción republicana de la CEDA, y del propio Gil Robles, y, sobre todo el carácter autoritario y corporativista del proyecto de reforma constitucional que era el núcleo de la propuesta de la derecha. En su inquina a la República del 31 llegan a afirmar que su sistema electoral, de base proporcional y una elevada prima a las mayorías, tiene como precedente directo el “listone” mussoliniano; asimilando, con toda impudicia a la política totalitaria del fascismo. Es un error de bulto que si lo escribiera un alumno se habría ganado un cero patatero. Esas primas no eran ninguna novedad en la Europa parlamentaria empezando por el Reino Unido: en este país, cuya naturaleza liberal-democrática no pondrán en duda, el sistema mayoritario puro dio en 1918 al Partido Conservador más de la mitad de la Cámara con solo el 45% de los votos, y en 1935 – ya con sufragio universal completo – con el 49% de los votos se alzó con dos tercios de los escaños.
El sistema electoral republicano era perfectible, pero asimilarlo al fascismo italiano es de una absoluta desvergüenza, porque en su caso no puede ser ignorancia. Por otra parte, por objeciones que mereciera, tampoco lo modificó la derecha, cuando pudo hacerlo entre 1934 y 1935; porque ni en el seno de la CEDA hubo de acuerdo en cuál había de ser el nuevo sistema y, sobre todo, porque la expectativa que tenía era que en las elecciones de febrero de 1936 su victoria se iba a repetir e incluso podía ser, para la CEDA, mucho más abultada. No solo incurren en esa falta de ecuanimidad. La invocación de la ley electoral – que era la de 1907 con enmiendas relativas al reparto de escaños, a la configuración de las circunscripciones y a la resolución de la protestas – es frecuentemente incorrecta, atribuyéndole estipulaciones que no figuran tal y como los autores pretenden en su obra: por ejemplo, dando a los artículos 67 y 69 naturaleza prohibitiva – supuestamente de suspensión de elecciones en caso de manifestaciones – cuando solo son sancionadores de los actos de coacción – sin mención expresa de las manifestaciones – en términos de multa u otras sanciones más graves.
Su relato presenta una secuencia clara: las izquierdas se organizaron en coalición para conseguir el poder, y refrendar con ello la caución del movimiento de octubre de 1934; después de una campaña electoral con una violencia “sin parangón” – esas son sus palabras – tras las elecciones del 16 de febrero que transcurrieron en una aceptable normalidad gracias al dispositivo de las fuerzas de orden público, desde la noche misma del 16 empezó una oleada de disturbios cuyo objetivo era presionar al gobierno del “centrista” Portela para que dimitiera y pudiera subir al poder al Frente Popular; los disturbios interfirieron en la finalización de las elecciones pendientes y finalmente en el escrutinio dando lugar a un amplio fraude, tolerado y convalidado por el gobierno de Azaña, que había sustituido al de Portela, de acuerdo con las presiones de las masas izquierdistas en las calles; el resultado de ese fraude fue la obtención de una mayoría absoluta en las Cortes, que por mor de su origen queda obviamente deslegitimada.
Es un relato desequilibrado, hasta la falsedad, de pe a pa. El Frente Popular no se constituyó para vindicar la insurrección de octubre, o repetirla de hecho por la vía electoral, sino para hacer frente a la más que probable victoria de la derecha que tenía por objetivo sustituir el sistema democrático por un régimen autoritario que, en el contexto de la época, tenía muchos números de acabar en el fascismo, como ocurrió en Austria. No es cierto, como afirman, que el programa del Frente Popular fuera el mismo programa de la insurrección de octubre y como quiera que no pueden llegar a demostrar que fuera otra cosa y que no fuera un programa reformista lo acaban ninguneando, sosteniendo que de todas manera solo era papel mojado y que sus valores no eran los de la democracia sino los de la exclusión, en un nuevo juicio de intención. Como papel mojado quedaría desbordado por un gobierno de la izquierda republicana que nunca conseguiría imponer su autoridad sobre la izquierda obrera. La realidad es que no se produjo tal desbordamiento, como otros historiadores hemos explicado, también con fundamento de datos y de argumentos; lo que no quiere decir que no hubieran problemas.
La campaña electoral tuvo incidencias de violencia, pero no fue “sin parangón”. Álvarez Tardío y Villa cometen errores escolares en el manejo de las estadísticas de la violencia, comparando las de las campañas de 1933 y 1936 en términos absolutos, sin reducir esos términos a la proporción que resulta de la mayor duración de la de 1936; si se hace la correlación imprescindible la tasa de muertos en ambas– un referente parcial, pero habitual por ser la manifestación extrema de la violencia – no difiere tanto: el 0,675 en 1933 y el 0,680 en 1936. Sí hay parangón. Por otra parte su estadística de actos de violencia carece de homogeneidad y mezcla incidentes políticos con incidentes socio-laborales, cuya conexión con la campaña electoral en sí es altamente discutible. El desarrollo normal de las elecciones el 16 de febrero no se debió solo al despliegue de la fuerza pública – hay en Álvarez Tardío y Villa un trato a las cuestiones de orden público más propio de un responsable de comunicación del Ministerio de la Gobernación -también lo fue a las orientaciones de las candidaturas, entre otras el Frente Popular que llamó a votar masivamente y en orden para no dar ningún pretexto contrario.
Las presiones importantes sobre Portela no empezaron con las primeras manifestaciones de celebración por el triunfo del Frente Popular, que empezó a dibujarse si bien no en sus dimensiones definitivas, sino cuando en la madrugada del 17 Gil Robles sacó de la cama a Portela para exigirle una declaración general de estado de guerra en toda España y luego hizo lo propio con Franco para que presionara por su parte al Ministro de la Guerra. Álvarez Tardío y Villa, que pretenden que una declaración general del estado de guerra habría sido una medida normal y proporcionada a lo que sucedía, minimizan la presión militar hasta prácticamente hacerla desaparecer.
Olvidan que en diciembre de 1935, como el propio Gil Robles confiesa en sus memorias, éste ya invitó a sus militares adictos a examinar la posibilidad de un “golpe transitorio” para evitar el nombramiento de Portela como jefe de gobierno y la convocatoria anticipada de elecciones. Desde luego, el comportamiento inadecuado de Portela, sugiriendo desde el minuto uno su abandono y haciendo dejación de autoridad, facilitó que se incrementaran los incidentes y disturbios, pero no todos tuvieron intenciones delictivas y mucho menos fueron “instrumentalizados” – como sostienen – por la izquierda obrera para “hacer caer” a Portela y sustituirlo por un gobierno de Frente Popular. La espantada de Portela tuvo causas múltiples, empezando por su carencia de autoridad real, agravada por su grave derrota electoral, y en ellas el factor militar no fue menor, sino mayor. Su supuesta broma de que un “golpe legal” es un oxímoron es un desprecio más al contexto: Mussolini, Hitler y Dollfus perpetraron sus golpes desde la legalidad.
La maximización de los disturbios es un argumento repetido y exagerado en sus trascendencias reales. Se produjeron disturbios e irregularidades en el voto y en el escrutinio, sobre todo en Galicia y en algunas zonas de máxima confrontación social, de Andalucía, Extremadura y el País Valenciano. A pesar de todo Álvarez Tardío y Villa no consiguen demostrar que el fraude confeccionara la mayoría absoluta. Acabada la primera vuelta se adjudicó al Frente Popular 259 diputados, veinte por encima de esa mayoría; incluso concediendo a Alvarez Tardío y a Villa el crédito de los recuentos que aventuran – siempre sobre datos parciales e indirectos, determinadas actas o noticias de prensa, los directos (el voto) son imposibles de conocer – al Frente popular se le podría restar entre 12 y 20 diputados (la diferencia corresponde a los resultados de Cáceres, Valencia-provincia y Málaga-ciudad donde la sustanciación real del fraude es la más compleja y también su traducción en reparto de escaños).
La mayoría absoluta del Frente Popular sería rascada, pero se mantendría; y se confirmaría ya, sin ningún género de dudas, en la segunda vuelta en Vizcaya, Zamora y Zaragoza, donde obtuvo 8 diputados más, con tan clara diferencia sobre sus competidores que no son en absoluto discutibles. A pesar de los pucherazos e irregularidades, que no del fraude en singular – elevado así a categoría general – el Frente Popular ganó las elecciones de 1936, con mayoría absoluta y con todas las de la ley, las suficientes, pasó a gobernar. Su triunfo fue formalmente democrático y fue el triunfo de la democracia sobre las alternativas autoritarias y las tentaciones fascistas. Una democracia problemática, sin duda, pero que, tampoco me cabe la menor duda, habría sido capaz de resolver sus conflictos de no mediar la conspiración militar y política y la sublevación que nos impuso, a todos, una guerra fratricida.
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