JUAN CARLOS MONEDERO
Cada vez que hay crisis económica -y en el capitalismo siempre hay crisis cíclicas cada vez más agudas- el statu quo aprieta las clavijas para mantener sus beneficios. Cuando ya no puedes apretar a los países del sur -incluso con guerras, como la que están preparando en Venezuela-, a la naturaleza y a las generaciones futuras -vía deuda-, la explotación regresa a la vieja Europa que apenas aguantó medio siglo precisamente exportando los problemas afuera, al futuro o a la naturaleza. Y en especial, como las grandes pagadoras siempre, las mujeres, que sostienen la vida y sus cuidados a un precio incalculable por las grandes compañías, cuando no sirven como mano de obra barata, flexible y silenciada.
La democracia liberal, asentada sobre una economía guiada por el beneficio y articulada por el mercado, siempre pone en marcha cuatro tipos de estrategias en las crisis, jerarquizándolas en virtud del peligro que represente la alternativa. Cada una tiene su momento, pero suelen aparecer rasgos de todas en cada situación histórica concreta. La primera es convencer de que no hay ninguna otra salida. Los premios Nobel y los académicos son muy útiles en esa fase. En segundo lugar, articular una gran coalición entre los dos grandes partidos y sus satélites -que es otra manera de decir que no hay alternativa-, de manera que se junten las lógicas de “centro-izquierda” y “centro-derecha” en un remix cargado grasas saturadas. Es el momento de los periodistas del establishment y de los beneficiados por el sistema, también, claro está, de la universidad. La tercera, buscar a un populista de derechas -Trump, Rivera, Le Pen-, que agitará los excesos del sistema pero nunca cambiará el sistema (ahí están los vacíos cien días de Trump), y que ofrecerá identidad y más identidad para que la gente sacie el hambre real que tiene y va a seguir teniendo. Es el momento del periodismo pantuflo y de la telebasura. El cuarto, cuando fallan los demás, es el autoritarismo, la represión policial o militar, el estado de excepción o las bandas fascistas, neonazis o paramilitares toleradas por el poder. En todas ellas, las mayorías van a pagar los platos rotos por las minorías.
Le Pen es la fase del populismo de derechas. Muy evidente. Macron es la fase de la gran coalición, que siempre es una mentira encubierta. El neoliberalismo aún no ha sido desenmascarado. Y por eso llegamos a callejones sin salida como el de este domingo en Francia. Cuando un fascista da una paliza, niega el Holocausto o desprecia a los inmigrantes es muy fácil identificar el acto de fuerza. Cuando Macron afirma, como recuerda Olga Rodríguez, que “hay que dejar de proteger a los que no pueden y no van a tener éxito”, genera y justifica mucho más dolor que las bandas fascistas, pero es más difícil identificarlo.
Había que pararle los pies a Le Pen, porque su entrada en el gobierno es la naturalización del fascismo. Era echar por la borda medio siglo de lucha contra la inhumanidad de los campos de concentración, del colaboracionismo, del exterminio y el genocidio. Pero ese gesto de tantas francesas y franceses que han ido a votar a Macron con el alma rota, tiene que servir para lograr desenmascarar a ese nuevo enemigo de la gente. Porque Macron son las privatizaciones, los recortes, la pobreza y la angustia de los ancianos, la venta de armas a países en conflicto, el apoyo a las guerras en Siria o Irak, el sostén de dictaduras en África, el aliento a la guerra civil en Venezuela, la banlieu de las grandes ciudades francesas donde el Estado ya no existe, el fin de las universidades públicas, el reinado incuestionado del capital financiero y el mantenimiento de una Europa al servicio de los mercaderes. La patronal francesa tiene a Macron para seguir apuntalando el nuevo contrato social sin derechos, y sigue teniendo el plan B de Le Pen. Por eso, desde este mismo lunes, toca desenmascarar a Macron. Porque, de lo contrario, el Plan B se activará más temprano que tarde y cogerá desprevenida a la Francia demócrata. Ponerlos en el mismo saco es inadmisible para mucha gente. Y la apuesta meridiana de Le Pen por el odio de raza la convierte, incuestionablemente, en enemiga de cualquier demócrata. Ya hemos arreglado cuentas con Le Pen. Ahora, para que no siga recibiendo apoyos, vamos a arreglar cuentas Macron y su defensa del neoliberalismo. Vamos a arreglar cuentas con ese, en palabras de Boaventura de Sousa Santos, “fascismo social” que envuelto en ropajes democráticos prepara el camino para la violencia, la exclusion y la guerra.
La derecha corrupta ha votado a Macron y a Le Pen. Algunos amigos de la izquierda, llenos sin duda de dignidad, se han abstenido o votado en blanco. Es comprensible. La izquierda del Partido Socialista y la mitad de la Francia Insumisa ha decidido pararle los pies al fascismo votando a Macron. Sin duda les habrá costado en enorme esfuero. Pero ahí están las fuerzas para empezar de nuevo.
Nunca una derrota fue tan necesaria ni una victoria tan amarga. Ojalá este dolor sirva para que Francia sepa reinventar su revolución francesa, su Comuna de París, su resistencia y, como ocurrió con La 9 y la División de LeClerc, entremos juntos a liberar nuestros países de los enemigos de ayer ahora que ya sabemos que obedecen órdenes de los mismos amos.
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