Luis Matías López
Desde que leí Crímenes, de Ferdinad von Schirach, creía saber qué país tiene los mejores fiscales del mundo. “A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos o Inglaterra”, asegura este escritor reciente y curtido abogado criminalista, “en Alemania la fiscalía no es una de las partes en liza, sino que obra con neutralidad. Es objetiva, investiga también las circunstancias eximentes, y por eso nunca gana ni pierde: la fiscalía no tiene más pasiones que la ley. Sirve exclusivamente al derecho y la justicia. Al menos en teoría”. Sin embargo, en los últimos meses he cambiado de opinión. Ahora estoy convencido de que los mejores fiscales, los más imparciales, los más obsesionados por que se haga justicia, los que, sin dejarse presionar por ningún poder fáctico o institucional, entienden que su función esencial no es la acusatoria, no son los germanos, sino los españoles. Pero somos tan papanatas, despreciamos de tal manera lo propio para glorificar lo foráneo, que no dejamos de quejarnos y de poner como un trapo a esos adalides de la justicia ciega, imparcial y compasiva.
A las pruebas me remito. En los últimos meses, los fiscales españoles han sabido resistirse a la presión mediática y a las apresuradas decisiones de algunos jueces, para evitar que se ponga en la picota a presuntos inocentes injustamente imputados en procesos de gran repercusión pública. Haciendo caso omiso a las malévolas insinuaciones de que obedecen interesadas instrucciones superiores que pueden llegar hasta la cima de las más altas instituciones del Estado, los representantes del ministerio público han demostrado de forma fehaciente que son también capaces de actuar para defender la presunción de inocencia de cualquier persona, sin distinción de clase o posición, incluso –prueba suprema- de las de clase y posición más alta. Y, cuando ha hecho falta, han llegado hasta la querella por prevaricación contra algún juez que, en su severidad, se ha pasado de la raya.
Los fiscales españoles están demostrando que son capaces de resistirse a la peor de las tentaciones: la de hacerse populares poniendo en la picota a relevantes personajes públicos. Nada más fácil, por ejemplo, que ganarse a golpe de demagogia las portadas de los periódicos y los telediarios acusando a una infanta, ignorante por completo mientras no se demuestre lo contrario de los presuntos o supuestos manejos ilegales de su marido, por mucho que eventualmente pudiera haberse lucrado con ellos (o no). Porque sería un escándalo que clama al cielo que se pudiese imputar a alguien simplemente “por lo que es” y no por lo que ha hecho.
También les sería fácil ganarse el aplauso de la opinión pública y de miles y miles de pequeños ahorradores arruinados si batallasen por mantener en el trullo a un banquero que, a cambio de una modesta remuneración, y siempre en busca de salvaguardar el bien público, probablemente no hizo otra cosa que cumplir con su deber, y al que se intenta culpar sin suficiente base jurídica de una quiebra financiera sin precedentes. Ceder a esa tentación, a ese indigno clamor del populacho, habría sido una burla de la justicia.
Otro tanto ocurre en el caso de la imputación de la esposa del presidente de una comunidad autónoma por presuntos delitos de blanqueo de capitales y contra la Hacienda Pública en la compra de un ático de lujo en la costa malagueña, como si, además de otras consideraciones, contribuir a la reactivación del mercado inmobiliario no fuese una prioridad, incluso un deber patriótico, para facilitar que el país salga de esta espantosa crisis. Al menos su marido se ha librado de esa aberración, justamente salvaguardado por su condición de aforado que protege, como debe ser, a los servidores de la cosa pública.
Por fin, y acabo con los ejemplos, me declaro conmovido por el hecho de que haya fiscales que -en casos ya juzgados, sin posibilidad de recurso y con sentencias condenatorias- insten a la clemencia, elemento esencial de toda justicia que se precie, según el principio de que hay que odiar el delito y compadecer al delincuente. Es éste el criterio que la fiscalía anticorrupción ha aplicado a la hora de solicitar que el ex presidente de otra comunidad autónoma también del PP, reo de un delito de tráfico de influencias, no ingrese en prisión hasta que el Gobierno de don Mariano Rajoy no se pronuncie sobre su solicitud de indulto. Es ésta, por cierto, una medida de gracia que, pese algunos pequeños y lucrativos pecadillos que le han llevado a su actual calvario ante los tribunales, espero que se le otorgue a ese abnegado político dedicado durante décadas y décadas al servicio del bienestar público. Y no solo por ese motivo, sino también porque impedir que el susodicho prócer celebre con su familia estas entrañables fechas navideñas sería una crueldad intolerable y afectaría a una célula básica de la sociedad, la familia, que cualquier español decente, con independencia de su ideología o credo, debería defender a ultranza.
No hay que engañarse: la mejor prueba del buen funcionamiento de la justicia, de que los fiscales buscan la verdad a toda costa y de que son conscientes del valor de la compasión como elemento vital en el ejercicio de su función, es que defiendan con tanto empeño los derechos de la hija del rey, de un banquero del PP, de un ex jerifalte del mismo partido o de la mujer de otro barón del mismo partido, aunque éste sea el partido del Gobierno que nombra al mismísimo fiscal general. Y no solo porque también esos ciudadanos tienen derecho a ser considerados inocentes hasta que no se demuestre lo contrario, sino porque, en buena lógica, si se hace justicia o se muestra comprensión (y llegado el caso, clemencia) hacia el poderoso, por presuntos o supuestos delitos que su propia condición agrava, ¿cómo no pensar que se hará al menos otro tanto cuando los atrapados en la red de la justicia pertenecen a clases más desfavorecidas y con menos posibilidades económicas para salvaguardar sus intereses ante los tribunales? Creer otra cosa sería un ejercicio de mala fe que, si no punible desde un punto de vista legal, sí que sería moralmente condenable, y no seré yo quien se atreva a incurrir en tamaño despropósito.
Así, cuando nos veamos en líos con la justicia, digamos que por robar comida en un supermercado porque nuestros hijos no tengan nada que llevarse a la boca, por lanzar huevos a un político o, dentro de poco, por colaborar en el aborto practicado a una mujer embarazada de un feto con graves malformaciones, podremos confiar en disfrutar de las mismas máximas garantías que esos personajes públicos. No solo podremos disponer de la mejor defensa posible (aun con un abogado de oficio), sino que también tendremos la garantía de que el fiscal –que equivocadamente pensábamos que sería nuestro peor enemigo en un juicio- se convertirá a la hora de la verdad en nuestro mejor aliado, de forma que solo terminaremos entre rejas o con una multa que nos deje temblando si nos lo merecemos porque somos lo peor de lo peor. Y que aún así, la consideración de nuestras circunstancias personales, jugará a nuestro favor a la hora de la sentencia o de obtener un indulto.
Por eso estoy indignado por tanta demagogia como circula estos días por los medios de comunicación. Por eso creo que los tan denigrados fiscales españoles rozan el heroísmo, aunque ellos, en su modestia, insistan en que no hacen más que cumplir con su deber. Y por eso he llegado a la conclusión de que los mejores fiscales del mundo son los españoles. Incluso mejor que los alemanes. Con permiso de Ferdinand von Schirach.
Desde que leí Crímenes, de Ferdinad von Schirach, creía saber qué país tiene los mejores fiscales del mundo. “A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos o Inglaterra”, asegura este escritor reciente y curtido abogado criminalista, “en Alemania la fiscalía no es una de las partes en liza, sino que obra con neutralidad. Es objetiva, investiga también las circunstancias eximentes, y por eso nunca gana ni pierde: la fiscalía no tiene más pasiones que la ley. Sirve exclusivamente al derecho y la justicia. Al menos en teoría”. Sin embargo, en los últimos meses he cambiado de opinión. Ahora estoy convencido de que los mejores fiscales, los más imparciales, los más obsesionados por que se haga justicia, los que, sin dejarse presionar por ningún poder fáctico o institucional, entienden que su función esencial no es la acusatoria, no son los germanos, sino los españoles. Pero somos tan papanatas, despreciamos de tal manera lo propio para glorificar lo foráneo, que no dejamos de quejarnos y de poner como un trapo a esos adalides de la justicia ciega, imparcial y compasiva.
A las pruebas me remito. En los últimos meses, los fiscales españoles han sabido resistirse a la presión mediática y a las apresuradas decisiones de algunos jueces, para evitar que se ponga en la picota a presuntos inocentes injustamente imputados en procesos de gran repercusión pública. Haciendo caso omiso a las malévolas insinuaciones de que obedecen interesadas instrucciones superiores que pueden llegar hasta la cima de las más altas instituciones del Estado, los representantes del ministerio público han demostrado de forma fehaciente que son también capaces de actuar para defender la presunción de inocencia de cualquier persona, sin distinción de clase o posición, incluso –prueba suprema- de las de clase y posición más alta. Y, cuando ha hecho falta, han llegado hasta la querella por prevaricación contra algún juez que, en su severidad, se ha pasado de la raya.
Los fiscales españoles están demostrando que son capaces de resistirse a la peor de las tentaciones: la de hacerse populares poniendo en la picota a relevantes personajes públicos. Nada más fácil, por ejemplo, que ganarse a golpe de demagogia las portadas de los periódicos y los telediarios acusando a una infanta, ignorante por completo mientras no se demuestre lo contrario de los presuntos o supuestos manejos ilegales de su marido, por mucho que eventualmente pudiera haberse lucrado con ellos (o no). Porque sería un escándalo que clama al cielo que se pudiese imputar a alguien simplemente “por lo que es” y no por lo que ha hecho.
También les sería fácil ganarse el aplauso de la opinión pública y de miles y miles de pequeños ahorradores arruinados si batallasen por mantener en el trullo a un banquero que, a cambio de una modesta remuneración, y siempre en busca de salvaguardar el bien público, probablemente no hizo otra cosa que cumplir con su deber, y al que se intenta culpar sin suficiente base jurídica de una quiebra financiera sin precedentes. Ceder a esa tentación, a ese indigno clamor del populacho, habría sido una burla de la justicia.
Otro tanto ocurre en el caso de la imputación de la esposa del presidente de una comunidad autónoma por presuntos delitos de blanqueo de capitales y contra la Hacienda Pública en la compra de un ático de lujo en la costa malagueña, como si, además de otras consideraciones, contribuir a la reactivación del mercado inmobiliario no fuese una prioridad, incluso un deber patriótico, para facilitar que el país salga de esta espantosa crisis. Al menos su marido se ha librado de esa aberración, justamente salvaguardado por su condición de aforado que protege, como debe ser, a los servidores de la cosa pública.
Por fin, y acabo con los ejemplos, me declaro conmovido por el hecho de que haya fiscales que -en casos ya juzgados, sin posibilidad de recurso y con sentencias condenatorias- insten a la clemencia, elemento esencial de toda justicia que se precie, según el principio de que hay que odiar el delito y compadecer al delincuente. Es éste el criterio que la fiscalía anticorrupción ha aplicado a la hora de solicitar que el ex presidente de otra comunidad autónoma también del PP, reo de un delito de tráfico de influencias, no ingrese en prisión hasta que el Gobierno de don Mariano Rajoy no se pronuncie sobre su solicitud de indulto. Es ésta, por cierto, una medida de gracia que, pese algunos pequeños y lucrativos pecadillos que le han llevado a su actual calvario ante los tribunales, espero que se le otorgue a ese abnegado político dedicado durante décadas y décadas al servicio del bienestar público. Y no solo por ese motivo, sino también porque impedir que el susodicho prócer celebre con su familia estas entrañables fechas navideñas sería una crueldad intolerable y afectaría a una célula básica de la sociedad, la familia, que cualquier español decente, con independencia de su ideología o credo, debería defender a ultranza.
No hay que engañarse: la mejor prueba del buen funcionamiento de la justicia, de que los fiscales buscan la verdad a toda costa y de que son conscientes del valor de la compasión como elemento vital en el ejercicio de su función, es que defiendan con tanto empeño los derechos de la hija del rey, de un banquero del PP, de un ex jerifalte del mismo partido o de la mujer de otro barón del mismo partido, aunque éste sea el partido del Gobierno que nombra al mismísimo fiscal general. Y no solo porque también esos ciudadanos tienen derecho a ser considerados inocentes hasta que no se demuestre lo contrario, sino porque, en buena lógica, si se hace justicia o se muestra comprensión (y llegado el caso, clemencia) hacia el poderoso, por presuntos o supuestos delitos que su propia condición agrava, ¿cómo no pensar que se hará al menos otro tanto cuando los atrapados en la red de la justicia pertenecen a clases más desfavorecidas y con menos posibilidades económicas para salvaguardar sus intereses ante los tribunales? Creer otra cosa sería un ejercicio de mala fe que, si no punible desde un punto de vista legal, sí que sería moralmente condenable, y no seré yo quien se atreva a incurrir en tamaño despropósito.
Así, cuando nos veamos en líos con la justicia, digamos que por robar comida en un supermercado porque nuestros hijos no tengan nada que llevarse a la boca, por lanzar huevos a un político o, dentro de poco, por colaborar en el aborto practicado a una mujer embarazada de un feto con graves malformaciones, podremos confiar en disfrutar de las mismas máximas garantías que esos personajes públicos. No solo podremos disponer de la mejor defensa posible (aun con un abogado de oficio), sino que también tendremos la garantía de que el fiscal –que equivocadamente pensábamos que sería nuestro peor enemigo en un juicio- se convertirá a la hora de la verdad en nuestro mejor aliado, de forma que solo terminaremos entre rejas o con una multa que nos deje temblando si nos lo merecemos porque somos lo peor de lo peor. Y que aún así, la consideración de nuestras circunstancias personales, jugará a nuestro favor a la hora de la sentencia o de obtener un indulto.
Por eso estoy indignado por tanta demagogia como circula estos días por los medios de comunicación. Por eso creo que los tan denigrados fiscales españoles rozan el heroísmo, aunque ellos, en su modestia, insistan en que no hacen más que cumplir con su deber. Y por eso he llegado a la conclusión de que los mejores fiscales del mundo son los españoles. Incluso mejor que los alemanes. Con permiso de Ferdinand von Schirach.