JUAN CARLOS ESCUDIER
La pretendida quiebra de la Seguridad Social no es un imponderable ni un efecto inevitable de la crisis económica. Es, como se ha dicho aquí en alguna ocasión, un crimen que se ha hecho pasar por un accidente, un premeditado desvalijamiento que ha servido al Gobierno para cuadrar las cuentas del Estado y rebajar el déficit. En definitiva, un atraco a cara descubierta en el que los ladrones piden a las víctimas que se resignen, que no desesperen y, sobre todo, que no hagan ruido.
Ha sido el ruido, precisamente, el que obligó ayer a Rajoy a comparecer en el Congreso para explicarnos cómo estaba el enfermo después de sus sangrías, en un ejercicio de cinismo semejante al que busca un cortejo fúnebre cuando huele flores. En vez de una cura ofreció un chantaje: subir las pensiones más bajas con arreglo a la inflación a cambio de que se le dé luz verde a los Presupuestos, sin los que tendría que hacer la mudanza de Moncloa; elevar también las de viudedad, omitiendo que está obligado a hacerlo por una ley de 2011 que lleva siete años pasándose por el arco del triunfo; y distintas mejoras fiscales no concretadas pero ya anunciadas para los pobres jubilados. Todo ello, sin tocar una coma de su reforma de 2013, con su factor de sostenibilidad, su camisita del 0,25% y su canesú, porque derogarla, según dijo, sería un suicidio en vez de un asesinato.
Todo lo que se ha hecho en los últimos años parece responder a un plan minucioso que conduce a empobrecer a los pensionistas, ampliar aún más la edad de jubilación de quienes siguen en activo y promover el ahorro privado en beneficio de la banca, que siempre gana. Para conseguirlo, se ha usado la Seguridad Social como pagador de las distintas regalías, ya sean bonificaciones a la contratación como tarifas planas; se han provocado quebrantos para aliviar el balance de otros organismos públicos como el Servicio de Empleo, que ha dejado de cotizar por los parados mayores de 52 años para hacerlo sólo por los mayores de 55 años y con bases inferiores; se ha vaciado el fondo de reserva, lo que ha acabado con sus millonarios rendimientos; y, especialmente, se ha impulsado la devaluación salarial gracias a una reforma laboral que ha provocado que un aumento de cotizantes no implique necesariamente mayores ingresos.
En vez de taponar las heridas se ha hurgado en ellas. Nada se ha hecho para eliminar el fraude en la cotización en los contratos inferiores a cinco días para que incorporen festivos y vacaciones no trabajadas, ni el que sistemáticamente vienen denunciando los sindicatos con las horas extras. Nada se ha hecho tampoco para desincentivar los contratos temporales de duración muy reducida, para lo que hubiera bastado con elevar sus bases de cotización. Nada se ha hecho, en resumen, para que el barco flote, sino justamente lo contrario: abrir vías de agua a lo largo de todo su casco.
Todos estos brochazos negros han permitido dibujar un retrato tenebrista del sistema de pensiones con un agujero anual de 18.000 millones de euros, que intenta extender el pánico entre sus perceptores presentes y futuros, de manera que permanezcamos mudos ante el apocalipsis o, en su defecto, que recemos plegarias en voz baja. Ocupados muchos de ellos en sobrevivir o en mantener a sus hijos y nietos, los pensionistas fueron conscientes del escalo con una nueva carta de la ministra de Trabajo en la que se les anunciaba subidas de un euro al mes y la dignidad pudo más que el miedo. Este sábado vuelven a la calle.
Nadie niega que la mayor longevidad y que nuestra micológica demografía hagan necesarias reformas, pero no es lo mismo remodelar un edificio sólido y en pie que otro en ruina. Cualquier pacto debe incluir un aumento de los salarios, fomentar la inmigración y no disuadirla con concertinas e impulsar la natalidad con medidas que no pueden reducirse a deducciones irrisorias en el IRPF. Y si fuera necesario, complementar los ingresos con impuestos, que es por otra parte práctica habitual en países de nuestro entorno en los que el peso de las pensiones en el PIB es mucho mayor.
Las pensiones no son una limosna sino un derecho consagrado en la Constitución que obliga a los poderes públicos a actualizarlas para ofrecer a sus beneficiarios suficiencia económica. Condenar de manera premeditada a los pensionistas a perder anualmente poder adquisitivo, a una pobreza a plazo fijo, es, simplemente, una canallada.