La respuesta del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, al fracaso del golpe militar está dilapidando en unos días el caudal de respaldo interno y externo que recibió como símbolo de la supervivencia de un Gobierno legítimo, emanado de unas elecciones libres y democráticas, frente a la fuerza bruta. El sector del Ejército que se rebeló dio la sensación de no saber siquiera en qué siglo vive, de cómo las redes sociales pueden ser armas tan eficaces como los fusiles, de no entender en definitiva hasta qué punto han cambiado las cosas en Turquía desde que Atatürk, creador de la república laica para colocar al país en la senda de la modernización y el progreso, otorgó a los uniformados un derecho de intervención, utilizado luego en exceso.
Por un momento, los críticos a la deriva autoritaria e islamista del líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) olvidaron sus reservas ante la amenaza de una involución que prometía devolver al país a los tiempos oscuros. Entre 1960 y mediados de la década de los ochenta –y después de forma menos burda–, el golpe militar fue moneda corriente y las instituciones civiles terminaban sometidas al poder de los cuarteles en cuanto pretendían actuar como si fueran autónomas. Erdogan rompió esa dinámica.
Por desgracia, la esperanza no tardó en revelarse como espejismo. El sultán, que parece mirarse en el espejo del zar Putin, no se está comportando como un dirigente moderador que, ante una situación de emergencia, busca la reconciliación interna, sino como un revanchista que aprovecha la oportunidad para reprimir sin piedad a sus enemigos y rivales. Cuando debería ser la hora de la clemencia, el reloj da las campanadas de la venganza. De no revertirse la tendencia, Turquía saldrá de esta crisis más fracturada y dividida que antes y con una concentración de poder en su presidente que amenaza con suprimir el juego de equilibrios consustancial con los regímenes democráticos.
Aunque el régimen turco tenga una legitimidad incomparablemente superior –la que emana de las urnas y no de las armas–, la situación recuerda en algún sentido a la de España tras la Guerra Civil. Pese a una victoria rotunda que le habría permitido ser clemente e intentar cerrar las heridas de la contienda, Franco se comportó como el dirigente mezquino e implacable que había demostrado ser durante la contienda. Sus enemigos y rivales terminaron en el exilio, la cárcel o el paredón. Los sospechosos, con razón o sin ella, de albergar simpatías con el derrotado régimen republicano fueron purgados de forma inmisericorde y apartados incluso de los puestos de relevancia menor en la administración pública. En su ansia por atajar el mal de raíz e implantar un pensamiento único, el caudillo ordenó una purga masiva de maestros y profesores de instituto y de universidad. España entró en una edad sombría de la que costó salir cerca de 40 años.
Salvando las distancias –que son muy grandes– Erdogan está haciendo algo parecido tras el fracaso del golpe a lo que hizo Franco una vez que quedó “vencido y desarmado el Ejército Rojo”. Podría haberse limitado a perseguir, con todas las garantías judiciales, a los directamente implicados en la intentona, además de limpiar la cadena de mando militar de sus elementos más claramente golpistas, para prevenir intentonas futuras. En definitiva, en lugar de mirar a la España de Franco podría haberlo hecho a la España de 1981 cuando, tras el golpe del 23-F, el castigo a los conjurados quedó en manos de los tribunales, aún a costa de dejar impunes a algunos de ellos.
Sin embargo, en lugar de optar por una opción moderada, la que mejor habría garantizado la paz interna, ha optado por lanzar una purga brutal que ha supuesto unos 13.000 detenidos y 60.000 represaliados, amén de la clausura de incontables medios de comunicación, escuelas, universidades, fundaciones, asociaciones culturales o religiosas, organizaciones sindicales y hasta centros médicos públicos y privados. Ni siquiera se ha salvado el estamento judicial, despojado de buena parte de sus efectivos –hoy en la cárcel o en el paro– y con una de sus principales organizaciones, la Unión de Jueces y Fiscales, ilegalizada. ¡Si Montesquieu levantase la cabeza…!
El cuadro se completa con la insinuación de que se puede restaurar la pena de muerte, incluso con efectos retroactivos, la suspensión de la Convención Europea de Derechos Humanos, las denuncias de malos tratos e incluso torturas y la ampliación hasta a 30 días del plazo de detención sin necesidad de presentar cargos. Todo un conjunto de medidas incompatible, dicho sea de paso, con la aspiración a ingresar algún día en la UE, aunque ése sea un tren que lleva demasiado tiempo varado en dique seco.
La situación ha rescatado para Turquía la expresión golpe de Estado civil, dando por supuesto que el objetivo final de Erdogan es aprovechar la coyuntura para acelerar sin reparar en medios un proyecto cesarista destinado a concentrar el máximo de poder en sus manos.
El futuro de Turquía dependerá no sólo de cómo Erdogan fuerza la máquina, sino también de la capacidad y fuerza de la oposición para resistirse a sus designios. En ese contexto hay que entender la manifestación de decenas de miles de personas, convocadas el domingo pasado, sobre todo por el Partido Republicano del Pueblo (el que fundó Atatürk hace un siglo), en la plaza Taksim de Estambul.
Las consignas contra los golpes, las dictaduras, la pena de muerte y el estado de emergencia, así como la reivindicación de la democracia, las libertades cívicas, el Estado de derecho y la separación de poderes recordaron que hay otra Turquía diferente de la que está diseñando a su medida Erdogan. El presidente optó por autorizar la concentración, incluso llamó a los suyos a participar en la misma, aunque de forma tan tibia que casi ninguno lo hizo. Fue un gesto hábil, tanto por el carácter ambivalente y pacífico de la convocatoria como porque reprimirla habría tenido en ese contexto una amplia y nefasta repercusión internacional.
Entre tanto, al oeste del Bósforo, Estados Unidos y la Unión Europea intentan nadar y guardar la ropa, mantener el equilibrio entre las tibias críticas a la represión y el pragmatismo que obliga a mantener buenas relaciones con un fiel aliado en la OTAN. Porque se trata de un país que cuenta con el segundo Ejército más numeroso de la Alianza y con una situación geoestratégica y una capacidad de intervención vital para cualquier intento de solución al caos de Oriente Próximo y a la crisis de los refugiados que está sacudiendo hasta los cimientos el proyecto de integración europea. En tales circunstancias, la siempre muy necesaria estabilidad se convierte en una prioridad absoluta.
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