Juan Manuel del Pozo
Un apreciado colega, hablando de cuestiones de política educativa, me recuerda y facilita el acceso a un extenso e intenso ensayo de Wert publicado por la FAES, fábrica de ideología del PP, en el otoño del 2006. La ideología de cualquier signo hace tiempo que tiene mala prensa, aunque democráticamente todas tienen el derecho -y el deber- de existir en su diversidad: «Falsa conciencia» o «enmascaramiento de la realidad» son algunos de los dicterios que han tenido que soportar. El ideólogo Wert, revestido de sociólogo, escribe hace siete años aquel ensayo de dura reivindicación recentralizadora para su partido; ahora el mismo ideólogo, investido como ministro, promueve la enésima reforma legislativa de la educación para todo un pueblo. Tiene derecho, faltaría más. ¿Pero cuánta de esa ideología, recentralizadora y ultraliberal, es legítimo que introduzca en la ley? Como ideólogo, tiene derecho a pensar para un sector social; como ministro, sin embargo, tiene el deber de gobernar para todo un pueblo.
Es bueno atender a alguien tan reflexivo y moderado como Paul Ricoeur, que en Ideología y utopía advierte de que la inercia justificadora propia de toda ideología puede hacer que el grupo social dominante pretenda que sus ideas de parte se conviertan en universales. Viene a decir que podemos pasar de la legítima ideología democrática al menos legítimo ideologismo de pretensión uniformizadora. Igual que el cientifismo es una concepción reduccionista de la ciencia o el culturalismo una perversión elitista de la cultura, el ideologismo es un subproducto autoritario de la ideología, un abuso compulsivo que debilita la democracia al atentar contra su pluralismo esencial. Un criterio práctico para ponderarlo sería el grado de participación social de cada iniciativa, casi nulo en este caso; otro, una necesidad real mayoritariamente sentida, francamente dudosa; y un tercero, en el que nos centramos, el respeto a la Constitución como síntesis de las ideas básicas del conjunto social. Pues bien, Wert lanza la LOMCE con estilo compulsivo ideologista contra tres puntos constitucional y socialmente tan sensibles como la lengua, la religión y las finalidades educativas.
Constitucionalmente hablando, las lenguas del Estado español -todas- deben ser «objeto de especial respeto y protección» (artículo 3.3), respeto que disminuye hasta el desprecio cuando se pretende, con conculcación competencial añadida, obstruir la política educativa catalana en materia lingüística, que expresa, con el aval de muchos años y de muchas instancias académicas, sociales y políticas, una elemental protección de la lengua catalana, la garantía del aprendizaje pleno de la castellana -ratificado por todas las evaluaciones- y un estímulo a la igualdad de oportunidades. ¿Y qué decir de la religión? Pierde el carácter voluntario y adquiere peso de nuevo en los cómputos necesarios, entre otros efectos, para la obtención de becas. Las calificaciones académicas con plenos efectos son oficiales y, por tanto, una marca estatal decisiva sobre la valía de los estudiantes.
Pero donde el ideologismo se descara es en la profesión de fe mercantil de la primera línea del preámbulo del proyecto de ley. Los preámbulos no son de aplicación directa, pero expresan lo más importante de la ley, su alma, su sentido genuino. Pues bien, comienza diciendo que «la educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país», triste frontispicio de una reforma educativa -¡no económica o laboral!-. Es increíble que esto venga del partido que ha hecho de la Constitución un baluarte inexpugnable, pues también la concepción constitucional del objeto o finalidad de la educación es atacada por los que dicen ser sus grandes defensores. El artículo 27 dice en su punto 2: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales».
Cambiar la prioridad del objeto personalizador de la educación por la del objeto mercantil es un gran fraude de este ideologismo intolerable, y evidentemente no es una cuestión menor: porque de los principios de los preámbulos nacen derivadas concretas como ir contra materias de pensamiento crítico -como la Filosofía o la Educación para la Ciudadanía-, como el abuso competencial en el establecimiento y control de programaciones y evaluaciones
-las reválidas generales- y especialmente el desprecio de la equidad y la inclusión que se respira en la mayor parte de los cambios propuestos. El ministro del conjunto muere a manos del ideólogo compulsivo de una parte.
Un apreciado colega, hablando de cuestiones de política educativa, me recuerda y facilita el acceso a un extenso e intenso ensayo de Wert publicado por la FAES, fábrica de ideología del PP, en el otoño del 2006. La ideología de cualquier signo hace tiempo que tiene mala prensa, aunque democráticamente todas tienen el derecho -y el deber- de existir en su diversidad: «Falsa conciencia» o «enmascaramiento de la realidad» son algunos de los dicterios que han tenido que soportar. El ideólogo Wert, revestido de sociólogo, escribe hace siete años aquel ensayo de dura reivindicación recentralizadora para su partido; ahora el mismo ideólogo, investido como ministro, promueve la enésima reforma legislativa de la educación para todo un pueblo. Tiene derecho, faltaría más. ¿Pero cuánta de esa ideología, recentralizadora y ultraliberal, es legítimo que introduzca en la ley? Como ideólogo, tiene derecho a pensar para un sector social; como ministro, sin embargo, tiene el deber de gobernar para todo un pueblo.
Es bueno atender a alguien tan reflexivo y moderado como Paul Ricoeur, que en Ideología y utopía advierte de que la inercia justificadora propia de toda ideología puede hacer que el grupo social dominante pretenda que sus ideas de parte se conviertan en universales. Viene a decir que podemos pasar de la legítima ideología democrática al menos legítimo ideologismo de pretensión uniformizadora. Igual que el cientifismo es una concepción reduccionista de la ciencia o el culturalismo una perversión elitista de la cultura, el ideologismo es un subproducto autoritario de la ideología, un abuso compulsivo que debilita la democracia al atentar contra su pluralismo esencial. Un criterio práctico para ponderarlo sería el grado de participación social de cada iniciativa, casi nulo en este caso; otro, una necesidad real mayoritariamente sentida, francamente dudosa; y un tercero, en el que nos centramos, el respeto a la Constitución como síntesis de las ideas básicas del conjunto social. Pues bien, Wert lanza la LOMCE con estilo compulsivo ideologista contra tres puntos constitucional y socialmente tan sensibles como la lengua, la religión y las finalidades educativas.
Constitucionalmente hablando, las lenguas del Estado español -todas- deben ser «objeto de especial respeto y protección» (artículo 3.3), respeto que disminuye hasta el desprecio cuando se pretende, con conculcación competencial añadida, obstruir la política educativa catalana en materia lingüística, que expresa, con el aval de muchos años y de muchas instancias académicas, sociales y políticas, una elemental protección de la lengua catalana, la garantía del aprendizaje pleno de la castellana -ratificado por todas las evaluaciones- y un estímulo a la igualdad de oportunidades. ¿Y qué decir de la religión? Pierde el carácter voluntario y adquiere peso de nuevo en los cómputos necesarios, entre otros efectos, para la obtención de becas. Las calificaciones académicas con plenos efectos son oficiales y, por tanto, una marca estatal decisiva sobre la valía de los estudiantes.
Pero donde el ideologismo se descara es en la profesión de fe mercantil de la primera línea del preámbulo del proyecto de ley. Los preámbulos no son de aplicación directa, pero expresan lo más importante de la ley, su alma, su sentido genuino. Pues bien, comienza diciendo que «la educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país», triste frontispicio de una reforma educativa -¡no económica o laboral!-. Es increíble que esto venga del partido que ha hecho de la Constitución un baluarte inexpugnable, pues también la concepción constitucional del objeto o finalidad de la educación es atacada por los que dicen ser sus grandes defensores. El artículo 27 dice en su punto 2: «La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales».
Cambiar la prioridad del objeto personalizador de la educación por la del objeto mercantil es un gran fraude de este ideologismo intolerable, y evidentemente no es una cuestión menor: porque de los principios de los preámbulos nacen derivadas concretas como ir contra materias de pensamiento crítico -como la Filosofía o la Educación para la Ciudadanía-, como el abuso competencial en el establecimiento y control de programaciones y evaluaciones
-las reválidas generales- y especialmente el desprecio de la equidad y la inclusión que se respira en la mayor parte de los cambios propuestos. El ministro del conjunto muere a manos del ideólogo compulsivo de una parte.